César es un CEO poderoso, acostumbrado a tener todo lo que desea, cuando lo desea.
Adrian es un joven dulce y desesperado, que necesita dinero a cualquier costo.
De la necesidad de uno y el poder del otro nace una relación marcada por la dominación y la entrega, que poco a poco amenaza con ir más allá de los acuerdos y transformarse en algo más intenso e inesperado.
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Capítulo 1
Adrian tenía dieciocho años y todo el mundo por delante, pero en ese instante, en medio de las paredes de vidrio de Serrano Tech Holding, se sentía pequeño. Había entrado para una vacante de becario hacía pocas semanas en la empresa y aún se sorprendía con la imponencia del lugar.
Aquella mañana, mientras organizaba informes en su mesa, recibió la orden seca del supervisor para que fuese hasta la sala principal. Guardó los papeles, se arregló la corbata aún torcida y caminó por el corredor iluminado. El corazón, entretanto, latía más rápido de lo normal. El supervisor no era hombre de llamar sin motivo y no era conocido por su paciencia.
Cuando entró, encontró dos miradas dirigidas hacia él. La del supervisor, cargada de severidad, y la del propio CEO, Cesar Maurício Serrano, un hombre cuya presencia se destacaba, siempre en trajes impecables y con una postura que transmitía la sensación de que estaba habituado a decidir el destino de mucha gente. Adrian se congeló. No era común que un becario fuese llamado ante la figura máxima de la holding.
Sobre la mesa, reposaba una carpeta con algunos documentos. El supervisor la empujó en su dirección con un gesto brusco.
—Explique esto, Adrian —dijo, en tono de reproche.
El muchacho se acercó, reconoció los papeles: eran informes que él mismo había digitado. Sintió el estómago revuelto. Había revisado cada número, cada línea. No conseguía imaginar qué podría estar mal. Abrió la boca para intentar justificarse, pero no tuvo tiempo.
Un chasquido seco llenó el espacio.
La bofetada vino sin aviso, lo suficientemente fuerte para hacerlo girar levemente el rostro. La piel ardió de inmediato. El silencio que siguió fue aún más cortante que el dolor. El joven llevó la mano al rostro por instinto, pero se mantuvo inmóvil. El cuerpo entero tembló, no de dolor, sino de vergüenza. Nunca imaginó que pudiese ser agredido de aquella forma, dentro de una empresa, delante de otras personas, delante del propio jefe. Allí, en aquel momento, además del dolor físico, sintió el dolor de la humillación.
—Consulte la nueva documentación y rehaga esa porquería hasta el final del día.
Adrian se giró y salió lo más rápido que pudo, con la marca de los dedos del hombre en su rostro. Se sentó en su mesa, intentando esconder su rostro de los colegas. Se puso los auriculares, encontró un ruido blanco y una música cualquiera para conseguir enfocarse mejor en la larga y exhaustiva tarea que tendría por delante.
Su frustración fue aún mayor al ver que lo que él había hecho estaría completamente correcto hasta una semana atrás, cuando fue implementada la nueva documentación. Aquello solo podía ser una broma. “Ok, vamos allá. Manda quien puede, obedece quien necesita”, pensó él abriendo pestañas diferentes en la pantalla del monitor.
Mientras Adrian se esforzaba para rehacer todo el trabajo, César y Bruno continuaban discutiendo asuntos de la empresa. César no esbozó ninguna reacción ante la escena de pocos minutos atrás. Continuó como si nada hubiese acontecido, o peor, como si fuese algo a lo que ya estuviese habituado.
Entretanto, al final de la reunión con Bruno, preguntó, en tono neutro:
—¿Por qué hiciste aquello con el muchacho?
No era una pregunta de quien condenaba el acto, estaba más para la frialdad de quien intenta entender una lógica, sin importarse con la víctima.
Bruno se arregló el paletó, como si nada extraordinario hubiese ocurrido.
—Esa es la mejor forma de evitar que nuevos errores acontezcan.
César apenas asintió con la cabeza y Bruno salió de la sala.
Adrian continuaba enfocado en el trabajo. El reloj en el monitor mostraba que ya era medio día y veinte y él aún no había salido para almorzar. Algunos colegas hasta lo llamaron, pero él rehusó. Dijo estar sin hambre y que iría a aprovechar para adelantar algunas cosas.
Los colegas asintieron, lo dejaron para allá y fueron a almorzar. Ellos sabían que algo había acontecido y hasta imaginaban qué era. Pero nadie habló nada, pues todos sabían, en el fondo, que el silencio era la regla de oro. En aquel ambiente, cuestionar significaba arriesgar el propio empleo.
Las horas se arrastraron. Adrian estaba exhausto y con hambre, pero no podía parar. Faltando algunos minutos para el final del expediente, Adrian consiguió finalizar la actividad y dar una revisada para ver si estaba todo correcto. Mientras terminaba de revisar, Bruno se aproximó a él, asustándolo.
—¿Y entonces?
Comenzó Bruno, haciendo que Adrian diese un salto en la silla.
—¿Terminaste de rehacer los informes? ¿O tendré que hallar otro para sustituirte mañana?
Adrian tragó en seco.
—Aquí está el nuevo informe. Yo no había encontrado nada sobre la nueva documentación antes…
—Sin disculpas, Adrian.
Dijo el hombre verificando los datos.
—Parece que te veo mañana. No te atrases o voy a pasarle al RH para descontar de tu salario.
Aquello irritó a Adrian, pues él ya ganaba poquísimo, apenas seiscientos reales y aún iba a tener descuento, pues él tenía casi certeza de que iba a llegar atrasado. Entretanto, no dijo nada, apenas marcó la salida y se fue.
La noche caía sobre la ciudad, los letreros luminosos disputaban espacio con las primeras estrellas, y la calle bullía de gente.
Caminó sin rumbo, compró un bocadillo cualquiera y de procedencia bien dudosa y se sentó en un banco de la plaza, que quedaba de frente a la laguna artificial de la ciudad.
Pasó los dedos por el rostro, donde aún sentía el calor de la bofetada, sintiendo el nudo en la garganta formarse. Adrian respiró hondo, pero aun así las lágrimas vinieron.
Él sabía que estaba apenas en el comienzo de su vida adulta, y tal vez aquel episodio fuese una especie de bautismo cruel en el mundo del trabajo. Algo en él gritaba lo injusto que era aquello y él tenía casi certeza de que era un crimen, pero había una voz que gritaba en su cabeza: “no puedes perder ese servicio, necesitas de él. ¿Es una limosna? Sí, pero es lo mejor que conseguiste. Entonces, traga el llanto, traga los sapos, ignora las humillaciones y sigue adelante. Ella depende de eso. Ella depende de ti, Adrian, y solo tú”.
Adrian enjugó las lágrimas, se levantó del banco y fue para la casa. Bueno, casa era un término muy fuerte. Era un apartamento tipo estudio con techo y paredes mohosas, donde mal tenía espacio para la cama de soltero, la cocina a gas, una heladera no muy grande y una pequeña mesa con una silla, tanto la mesa como la silla eran de aquellas de escuela.
Las ropas de Adrian quedaban en algunas estanterías que él improvisó y las mejores piezas, él las colocaba dentro de paquetitos, de esos que son comprados para colocar carne. Había también una puerta que daba acceso para un baño igualmente pequeño con una ducha que mal calentaba, un lavabo de aquellos bien simples y todo sucio, además de un inodoro sin tapa y con una costra de suciedad en el fondo. Adrian ya había intentado todas las mezclas que encontró en internet para intentar limpiar allá y todo lo que consiguió hasta el momento fue mucho dolor de cabeza, a causa del olor de los productos químicos.
Él se sentó en la cama, tomó el viejo notebook y lo encendió, rezando para que aún estuviese funcionando. Soltó un suspiro de alivio cuando la máquina encendió y él consiguió entrar en su área de trabajo.
Adrian era un muchacho inteligente y para conseguir una renta extra hacía algunos trabajos académicos para personas que lo procuraban. ¿Era errado? Sí, aunque él siempre viese anuncios de venta de TCCs en el buscador de Google. Él sabía que podía salir mal, al final aquello se encuadraba en crimen de falsificación y más alguna otra cosa que él no sabía con certeza. Él intentaba alejar esos pensamientos y pensar que era solo un servicio más. Y si fuese tan errado no tendría anuncios en Google y en otros lugares.
Él concluyó aquel trabajo y así que la notificación de recibimiento de Pix cayó en su celular, él envió el trabajo para la persona que había solicitado.
Abrió la vieja heladera y encontró una botella con agua y un pedazo de pan casero endurecido. Lo mandó para dentro y tomó un baño en el agua fría, ya que la ducha no calentó. Cuando fue a acostarse ya eran las dos de la mañana. Antes de dormir, colocó el despertador para tocar a las cuatro y cuarenta y cinco. Si durmiese luego, conseguiría dormir unas dos horas y media.
—Mejor que nada —pensó en voz alta, girando para el lado y adormeciendo.