RED ROJA
El aire de la tarde de septiembre era frío y llevaba el ligero aroma a lluvia. Para Leopold, sin embargo, el ambiente se sentía como una incubadora de cristal; denso, quieto y a punto de romperse. Estaba sentado en el borde de la fuente del parque de su barrio, entre su novia, Emily, y su mejor amigo, Marcos. Los tres eran siluetas tristes bajo la luz anaranjada del atardecer. En tres horas, Leopold debería estar en el aeropuerto, camino a Buenos Aires, la primera escala hacia una vida completamente nueva en otro continente.
"No es el fin del mundo, Leo", intentó bromear Marcos, empujándolo suavemente con el hombro. Marcos era el pragmático del grupo, siempre buscando el lado lógico, el camino menos dramático.
Emily, con el cabello negro ceniza suelto que no lograba ocultar sus ojos hinchados, no pudo ofrecer la misma ligereza. Apretó la mano de Leopold, sus nudillos blancos. "Se siente exactamente como el fin del mundo. ¿Por qué tiene que ser hoy mismo? Podrías haberte quedado al menos hasta mañana."
"Sabes que no pude. Los billetes, los trámites..." Leopold apartó la mirada de ella y observó las sombras que se alargaban. El 'por qué' era más profundo que los billetes. Era su padre.
Horas antes, al pie de la escalera en su casa, su padre, un hombre que se movía con la autoridad silenciosa de un director de orquesta, lo había detenido. No para despedirse, sino para un último sermón sobre la responsabilidad y la herencia de un gran nombre.
“Lo que hagas allí no es solo por ti, Leopold. Es una prueba de concepto. Una preparación.” Su padre había bebido un sorbo de café que ya debía estar frío, sus ojos azules fijos en algo más allá de los muros de la sala. “Y recuerda lo que te dije sobre el Proyecto Babel. Es el trabajo de mi vida, la solución definitiva. Lo sabrás todo cuando regreses.”
Leopold había sentido una punzada helada, no de emoción, sino de suspicacia. "¿Babel? ¿Por qué ese nombre? ¿Y por qué no puedes simplemente decirme qué es? Es mi proyecto de beca. Siento que lo manejas como si fuera... un plan secreto."
Su padre había sonreído, un gesto que nunca llegaba a sus ojos. “Es un secreto porque, a veces, la verdad es demasiado grande para que el mundo, o un joven como tú, la entienda antes de tiempo. Es para el futuro, Leopold. Un futuro asegurado.”
Esa palabra, "asegurado", resonaba ahora en la cabeza de Leopold mientras miraba a Emily. Sentía que el Proyecto Babel no era una beca, sino algo que su padre le había impuesto, una sombra bajo la cual se escondía una verdad brutal. ¿Asegurado para quién? ¿A qué costo? Su padre no le había dado tiempo de preguntar más. Una limusina ya lo estaba esperando.
Leopold sacudió la cabeza, tratando de disipar el recuerdo. Tomó una bocanada de aire temblorosa. "No hablemos de eso. Hablemos de nosotros."
Marcos se levantó de pronto, su voz de barítono sonó artificialmente alegre. "Sé qué hacer. Vamos a hacer algo de niños. La última vez. Antes de que seas un adulto importante en el extranjero."
Emily frunció el ceño, limpiándose una lágrima furtiva. "¿Qué, Marcos? ¿Comer helado y llorar?"
"No. Vamos a jugar a las escondidas", declaró Marcos, golpeándose las rodillas. "Como en sexto grado, cuando Emily rompió la regla del 'no esconderse en el sótano' y casi me da un infarto."
La idea era absurda, infantil, y por eso mismo, perfecta. Un pequeño ritual de regreso a la inocencia. Leopold sintió un atisbo de una sonrisa genuina por primera vez en horas. "Yo cuento. Ustedes busquen el mejor sitio."
Se puso de pie, su cuerpo sintiéndose extrañamente pesado, como si la tensión interna lo estuviera aplastando. Se giró hacia el tronco áspero del roble centenario, apoyó la frente y comenzó a contar, su voz apenas un murmullo que rompía el silencio: "Uno... dos... tres..."
Escuchó la risa ahogada de Emily y los pasos rápidos de Marcos mientras se dispersaban. Contaba, pero las imágenes que acudían a su mente no eran las de los arbustos que rodeaban el parque, sino el diagrama que había visto en el escritorio de su padre: una estructura compleja con el nombre Babel en negrita, rodeada de algoritmos y cálculos de energía. No era la planificación de una beca; era la ingeniería de un evento catastrófico.
Mientras llegaba a "Dieciocho... diecinueve...", el miedo se convirtió en un nudo apretado en su pecho, una certeza aterradora de que su partida no era una oportunidad, sino un exilio. Una forma de ponerlo a salvo de lo que estaba por venir.
"¡Veinte! ¡Listo o no, allá voy!"
Se giró, pero no dio ni un paso. Su visión se volvió repentinamente granulada, como un televisor sin señal. El sonido de los pájaros, el murmullo del tráfico, el recuerdo de la voz de su padre—todo se intensificó y luego se desvaneció. La culpa, el miedo y la presión de lo que sabía y no podía nombrar se manifestaron como un dolor agudo.
Las palabras Proyecto Babel flotaron en su mente, la última imagen antes de que la fuerza abandonara sus piernas. Leopold se desplomó en el pasto, el mundo se cerró a su alrededor con un silencio total.
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