—Ahora agárrala —ordena Carlos con una frialdad que hiela la sangre— y que vea lo que queda de su rey.
Saúl, sin cuestionar, avanza hacia la reina Olivia. Sus manos, firmes, la sujetan por los brazos mientras ella forcejea con una mezcla de indignación y terror, sin vista de lo que está por suceder.
Carlos se da la vuelta. Frente a él, Arturo —su hermano, su reflejo distorsionado— lo mira con asombro y una pizca de tristeza. No hay palabras que rediman lo que está a punto de pasar.
—Adiós, hermano, —dice Carlos, apenas moviendo los labios, como si pronunciarlo le diera más poder al acto.
Y sin vacilar, hunde el puñal en el pecho de Arturo. La hoja penetra con una precisión cruel, y los ojos de Arturo se abren como ventanas hacia una última incredulidad. La risa de Carlos estalla, rota y desbordada, más cercana a un grito de odio que a un gesto de alivio.
Olivia grita.
La reina Olivia, aún sujeta por el agarre de Saúl, parecía flotar entre dos mundos: el de la realidad, insoportable, y el del recuerdo, donde Arturo aún reía junto a ella. Su grito —largo, crudo, nacido desde lo más profundo de su ser— rompió la quietud como un relámpago sobre un lago. Fue el lamento de una mujer, sí, pero también el rugido de una reina que veía su corona convertida en ceniza.
“Lo vi.”
Su mente repetía esa frase con la misma insistencia con la que su corazón se negaba a aceptarla.
“Vi cómo se dobló hacia adelante… cómo la sangre brotó, espesa y viva, como si el amor mismo escapara por la herida.”
El calor del cuerpo de Saúl era una prisión. Olivia no solo sentía los dedos que la retenían, sino la conciencia de su impotencia, tan tangible como un puñal más. Sus piernas querían correr, pero el alma se le había quedado encadenada junto al cuerpo de Arturo.
Carlos se irguió frente a Olivia, su voz calmada contrastando brutalmente con la escena a sus espaldas.
—Es tu turno, querida Olivia —dijo con un tono tan refinado que casi parecía dulzura—. Pero para que veas que aún te tengo algo de estima... no te mataré personalmente.
Se giró hacia Saúl, con la familiaridad de quien da una orden cotidiana.
—Llévatela. Tú harás los honores.
—Sí, mi señor —respondió Saúl, sin titubear.
Carlos dio un paso hacia la sombra y lanzó, como si ofreciera un último obsequio:
—Tengo entendido que adoras el jardín cerca del laberinto... ese es un buen lugar para morir.
La frase quedó suspendida en el aire, venenosa y teatral, como un perfume envenenado. Olivia no apartó la vista. No lo miró con miedo. Lo miró con el ardor silencioso de alguien que ha perdido todo… menos la dignidad.
Saúl la condujo fuera del salón. El sonido de sus pasos y el leve arrastrar del vestido sobre el suelo eran lo único que acompañaba al silencio que había dejado la muerte.
Mientras avanzaban por los pasillos, Olivia pasó junto a los tapices del linaje real, ahora falsos testigos de una traición innombrable. Reconocía cada vitral, cada alfombra… y sin embargo, sentía que caminaba por un reino ajeno, uno donde ella era ya un fantasma.
El aire cambió cuando llegaron al exterior. La brisa era tibia, casi dulce, y el jardín cerca del laberinto se abría delante de ellos como una trampa disfrazada de recuerdo. Las flores aún florecían. Los rosales que Arturo había mandado plantar para su aniversario seguían ahí, ignorantes del crimen que acababa de arrancarle el alma a su reina.
por otro lado en el corazón del laberinto.
Lucía se sentaba con las piernas cruzadas, esperando.
La niña jugaba sola, pero no estaba triste. Creía, con firmeza, que su madre aún seguía jugando a las escondidas con ella.
—Seguro está por aparecer… —susurraba, con una sonrisa que comenzaba a desdibujarse.
Había contado hasta cien más de una vez, como decía el juego, y había repetido en voz baja:
—“Lista, mamá. Ya puedes venir…”
Pero no venía.
Al principio, la espera estaba llena de emoción contenida. Se entretenía imaginando cómo su madre surgiría de entre los setos con una risa traviesa o la abrazaría diciendo “¡te encontré!”. Sin embargo, el tiempo fue estirándose, y con él, la inquietud. El viento cambió; se volvió más pesado, como si el aire supiera un secreto que ella aún no. El canto de los pájaros cesó, y un silencio espeso comenzó a apretarle el pecho.
Lucía se levantó.
Se asomó a la entrada de la habitación oculta, con cautela, aún dudando si romper el hechizo del juego.
Pero algo —un presentimiento tenue, un vacío repentino— la empujó.
—Ya no es parte del juego, pensó de pronto, con una punzada desconocida en el pecho.
Había decidido buscar a su madre porque el juego—ese juego de escondidas que adoraba—había durado demasiado. Y aunque sus labios mantenían la sonrisa suave de la espera, en su pecho una sospecha apenas nacida comenzaba a incomodarla. ¿Y si mamá se olvidó de que yo estaba aquí? pensó con timidez.
Sus pasos eran ligeros, casi juguetones aún, y con cada vuelta del seto sus ojos buscaban entre las esquinas, esperando ver el vuelo del vestido de Olivia o el destello de su risa al saltar de su escondite.
—Te voy a encontrar —susurró Lucía, con una dulzura que aún no conocía el dolor.
El jardín apareció de pronto, bañado por la luz dorada del atardecer. Lucía se detuvo por un instante en el borde del follaje. Olía a lavanda, y por un segundo pensó que quizá todo era parte de la sorpresa.
Pero al dar un paso más…
…la vio.
Su madre, arrodillada frente a los rosales. Un hombre de espaldas—alto, firme, con la espada alzada.
Y luego… el acero se hundió.
La espalda de Olivia se arqueó con un espasmo silencioso. Su cuerpo se desplomó.
Lucía gritó.
Fue un sonido agudo, como el cristal quebrándose por dentro. Saúl volteó. El rostro endurecido, ya no el de un soldado: el de un monstruo atrapado en un acto innombrable.
Los ojos de la niña se abrieron por completo. El mundo giró.
Y se desmayó antes de caer al suelo, pequeña y frágil.
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