La última flor (Max)

Vi con terror cómo el lobo se inclinaba sobre la cachorra, dispuesto a rasgarle la ropa para tomarla ahí mismo. No aguanté más. Corrí, y antes de que su brazo rozara siquiera a la niña, lo aparté de un empujón brutal. Ella chilló de miedo. Me giré, con el corazón ardiendo, y acabé con su vida. Sin dudar.

Drew se acercó despacio, intentando no asustarla más.

—Hola, peque… tranquila. Ya todo pasó. Nadie va a hacerte daño.

La niña estaba hecha un ovillo, temblando, con la cara sucia de lágrimas y tierra. Su miedo tenía un olor tan denso que dolía. Lloraba con el alma, llamando a su mamá entre hipidos entrecortados.

Me limpié la sangre como pude y avancé despacio hacia ella. Cada paso dolía en el pecho. No solo por lo que acababa de pasar, sino por lo que ella representaba.

—Preciosa… ¿cómo te llamas? —le pregunté en voz baja, con el corazón apretado.

—Nina —dijo apenas, sin mirarme.

—Hola, Nina. ¿Cuántos años tienes?

—Nueve —me miró de reojo, desconfiada. Sus pupilas estaban dilatadas por el susto, y su barbilla no dejaba de temblar.

—¿Con quién has venido?

—Yo… yo vine… —le costaba hablar entre sollozos— vine sola… al bosque…

Sus palabras me helaron la sangre. Temblaba como una hoja, con la voz quebrada y entrecortada.

—Mi mamá… se fue al cielo… y mi papá… no juega más conmigo… solo llora… y me ignora…

Su voz se quebró aún más. Me arrodillé con cuidado frente a ella, tratando de mostrarme lo menos amenazante posible. No solo era el tamaño… era el peso de lo que yo representaba: la manada SilverClaw, el nombre de mi padre, todo aquello que había contaminado este bosque.

—¿Por qué viniste aquí, Nina?

—La maestra… dijo que en este bosque… hay flores blancas… mágicas… —alzó la vista, suplicante—. Que pueden curar el corazón roto.

Un nudo me cerró la garganta. Miraba desesperada entre las sombras, como si una de esas flores fuera a aparecer de pronto y salvarlo todo.

—Dijo… que antes… muchas de esas flores vivían aquí… en este bosque… —soltó un grito ahogado—. Pero yo no… no encuentro ninguna… ¡y si no la encuentro… papá también se va a ir! ¡Como mamá!

Se cubrió la cara con las manos, y su llanto fue tan desgarrador que me arrancó el aire del pecho. Me sentí un monstruo. No por lo que hice con el lobo —él merecía morir—, sino por lo que la historia de mi manada había dejado atrás.

Las monlies no eran solo flores mágicas. Eran guardianas. Señales de la bendición de la luna. Aparecían solo para las manadas nobles, protectoras, puras de corazón. Mi madre solía decir que las monlies florecían para quienes sabían cuidar, no para quienes querían poseer.

Antes, este bosque estaba lleno de ellas.

Hasta que mi padre cambio.

Su ambición… su crueldad… contaminaron la tierra. Las flores murieron. Y con ellas, la esperanza. Este lugar, antes sagrado, se volvió oscuro. Corrompido.

Me arrodillé frente a Nina. No sabía cómo decirle que las monlies ya no aparecían. Que su maestra le había hablado de un pasado que mi padre destruyó con sus propias manos.

—Nina… no sabes cuánto lamento lo que estás viviendo —dije con la voz quebrada—. Tu mamá está en paz, y tu papá… él aún te tiene. Él necesita verte sonreír, ¿sabes?

—Pero no sonríe —susurró, bajando la mirada—. Me mira como si no me viera… no habla… no me abraza. Solo llora…

—¿Y tú querías ayudarlo?

—Quería… quería encontrar una flor. Una monlie. Así él se curaría. Y podríamos volver a jugar.

Me dolía. Me dolía todo. La impotencia. La ternura. El reflejo que ella era de tantas crías heridas por decisiones que no tomaron.

—¿De qué manada eres, Nina? —preguntó Drew con voz suave.

—WhiteMoon.

Mi estómago se encogió. Si mis lobos se enteraban de que maté a uno de los nuestros por proteger a una niña de WhiteMoon… podría perderlo todo. Mi liderazgo. La poca lealtad que había conseguido sin recurrir al miedo.

Pero en ese momento… no me importaba.

—Tú tienes algo que tu papá necesita más que cualquier flor —le dije con voz firme—. Tu amor. Tu ternura. Tu presencia. Eso también cura, aunque tome tiempo.

—¿Y la luna? ¿La luna puede ayudar?

—La luna escucha los corazones que aún laten con fe —le respondí, con una leve sonrisa—. Si tú la llamas con amor… puede que te escuche.

Ella cerró los ojos con fuerza, apretando los puños con fe. La vi murmurar una oración, una plegaria infantil. Yo también pedí en silencio. No por mí. Por ella. Por su padre. Por todo lo que habíamos perdido.

Entonces, una brisa suave recorrió el claro. Movió las hojas muertas con un susurro que no parecía natural.

Y allí, donde el viento apartó la tierra seca, una flor blanca se alzó entre las sombras. Delicada. Radiante. Una monlie.

Me quedé sin palabras.

Drew la vio también. Abrió los ojos como si acabara de ver un milagro. Porque lo era.

—No puede ser… —murmuré.

Por primera vez en meses, una monlie había florecido. No por nosotros. No por la manada. Por ella.

—Nina —le dije con un nudo en la garganta—. Esa flor es tuya. Solo alguien con un corazón tan puro como el tuyo podía llamarla.

Ella me miró, con los ojos empapados de lágrimas nuevas. Pero esta vez, de alegría.

Me abrazó con fuerza. Tan fuerte que por un instante, sentí que algo dentro de mí se quebraba… y se curaba al mismo tiempo.

Drew se agachó junto a ella.

—Eres muy especial, pequeña. Cuida mucho esta flor. Es una monlie. Tiene magia verdadera. Puede curar el corazón de tu papá… pero solo florece en la noche. Debes llevarla a casa antes de que amanezca.

La niña asintió con toda la solemnidad del mundo. La sacó con cuidado, desde la raíz, como si sujetara un tesoro. Y lo era.

Drew y yo la tomamos de las manos. Le hablamos con cariño, contándole historias para hacerle más liviano el camino.

Corrimos por el bosque, esquivando ramas y piedras. No sabíamos si nos seguían… pero esta vez, nada más importaba. Solo la pequeña Nina y la flor.

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