Mi Harem De Venganza
El sabor del hierro le llenaba la boca.
La sangre corría caliente por su garganta rota, empapando el vestido de seda carmesí que había elegido para su coronación.
Qué irónico.
El color de la realeza, ahora teñido del rojo más cruel.
Aelina Valemont yacía en el frío mármol de la sala del trono, los cabellos oscuros en desorden, las manos arañando en vano el suelo.
Sus ojos, de un violeta profundo, aún no querían cerrarse. Aún no. No hasta ver su rostro.
Y ahí estaba él.
El hombre que había jurado amarla.
—Mi querida esposa —susurró el Príncipe Heredero, la sonrisa más falsa adornando sus labios perfectos—. Hubiera preferido no manchar estas manos... pero eras un obstáculo. Y ya no lo eres.
Aelina quiso escupirle sangre a la cara, pero sus fuerzas la abandonaban. El mundo giraba, se tornaba opaco.
Los ecos de los gritos de sus padres resonaban en la lejanía: ellos también serían ejecutados antes del amanecer. El decreto ya estaba firmado.
Y junto al príncipe, otra figura avanzó con paso victorioso.
—Hermana... —jadeó Aelina, la garganta desgarrada—. ¿Por qué?
Su hermana menor, Selene, sonrió como la serpiente que era.
—Porque siempre fuiste la estrella. Siempre fuiste la reina. Y yo... la sombra. Pero ya no más. Ahora, yo seré la esposa del príncipe. Y tú... un recuerdo olvidado.
Aelina sintió que la oscuridad la devoraba.
Las lágrimas quemaban sus ojos.
¿Era este su fin?
No.
No podía ser.
No mientras su corazón ardiera de odio, de un deseo tan profundo que trascendía la muerte.
Con las últimas fuerzas de su cuerpo roto, Aelina juró en silencio, con la sangre como testigo:
"Si existe un dios cruel que escucha los gritos de los muertos... que me conceda regresar. Un día. Una hora. Un instante. Juro... que les haré pagar. Uno por uno. Y destruiré todo cuanto aman."
El frío la envolvió. El mundo se desvaneció. Su último suspiro fue un eco de ira y lamento.
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Oscuridad.
Un vacío helado que parecía eterno.
Hasta que un destello rompió la nada.
Una campana resonó en lo profundo de su ser.
¡Ding!
Los ojos de Aelina se abrieron bruscamente.
Aire.
Calor.
Latido.
—¡Aelina! ¡Despierta!
El rostro pálido de una doncella la observaba con lágrimas. Aelina jadeó, temblando. Sus manos buscaron su cuello, ileso. Su vestido... no era el de coronación. Era un sencillo atuendo blanco.
Miró a su alrededor.
El familiar mobiliario de su antigua habitación. Los tapices aún no descoloridos. El espejo intacto.
Era su cuarto de doncella... de cuando tenía dieciséis años.
—No... —susurró—. No puede ser...
La doncella, desconcertada, tomó su mano.
—Mi señora, ¿os sentís mal? Hoy es... ¡el día de vuestra boda con el Príncipe Heredero! ¡Todos os esperan!
Las palabras cayeron como cuchillos.
El día de la boda... cuando todo comenzó.
Aelina se levantó de un salto, el corazón latiendo salvaje.
Había vuelto.
Por el juramento, por el odio.
Los dioses, o los demonios, le habían concedido su deseo.
Sus ojos se iluminaron con una nueva llama.
La doncella retrocedió, asustada ante la intensidad de su mirada.
"No me casaré con él. No esta vez. Y no moriré."
Aelina respiró hondo, su mente girando con una claridad feroz.
Debía proteger a sus padres.
Debía prepararse.
Pero no podía huir como una cobarde.
Los destruiría desde dentro. Y para ello, necesitaría aliados.
Y si los hombres más poderosos del reino podían ser sus peones... entonces serían también su escudo, sus armas.
Y si en el proceso se enamoraban de ella... que así fuera.
Porque el amor es la fuerza más peligrosa en cualquier juego de poder.
Aelina sonrió por primera vez. Una sonrisa oscura, sabia, implacable.
"Empecemos."
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