Hubo una vez una oruga que no encajaba en el jardín.
No porque fuera fea, ni débil, ni distinta a simple vista,
sino porque caminaba despacio en un mundo obsesionado con volar.
Las otras orugas se reían de su pausa,
de su silencio,
de esa forma suya de observar las hojas como si escondieran secretos.
“Muévete”, le decían.
“Apresúrate”, le exigían.
Pero ella no sabía correr sin perderse.
Aprendió pronto el idioma de la exclusión:
miradas que pesan, risas que cortan,
la soledad sentándose a su lado como una vieja conocida.
Y dolía.
Dolía porque quería pertenecer,
porque a veces la libertad cansa cuando se camina sola.
Un día, agotada de fingir dureza,
la oruga se retiró al borde del jardín.
Allí, entre ramas rotas y hojas caídas,
descubrió algo inesperado:
nadie la empujaba,
nadie la apuraba,
nadie le decía quién debía ser.
Construyó su capullo con hilos de tristeza,
pero también con restos de valentía.
Cada recuerdo rechazado se volvió fibra,
cada lágrima, un nudo firme.
Encerrarse no fue rendirse;
fue aprender a escucharse sin ruido ajeno.
Dentro del capullo no hubo milagros inmediatos.
Hubo miedo.
Hubo duelo por la oruga que quiso ser aceptada
y nunca lo fue.
Pero también hubo crecimiento,
silencioso, paciente, inevitable.
Cuando el capullo se abrió,
no salió alguien buscando aprobación.
Salió una mariposa con cicatrices en las alas
y una calma indomable en el pecho.
No voló para huir,
voló para elegir.
Regresó al jardín,
no para demostrar nada,
sino para despedirse de quien ya no era.
Las mismas miradas seguían allí,
pero ya no pesaban.
La oruga excluida entendió, al fin,
que la libertad no siempre es ausencia de dolor,
sino la capacidad de crecer a pesar de él.
Y que a veces,
ser excluida
es solo la vida empujándote
hacia tu forma más verdadera.