La soledad no es ausencia,
es un espacio donde la mente respira.
Allí, sin ruido ni máscaras,
el pensamiento se desnuda y se reconoce.
La mente, en calma,
se convierte en un jardín secreto:
cada idea es semilla,
cada silencio, raíz que se hunde en lo eterno.
En la soledad aprendemos
que no somos carencia,
sino plenitud contenida,
un universo que se basta a sí mismo.
El aislamiento no es prisión,
es puerta abierta hacia lo invisible,
es espejo que devuelve
la forma más pura del ser.
Quien abraza la soledad
descubre que el mundo interior
es más vasto que cualquier horizonte,
y que la mente, libre,
puede ser compañía suficiente.
Así, la soledad se vuelve maestra:
enseña que el silencio no hiere,
sino que sana,
y que la mente, en su retiro,
es capaz de crear estrellas.