Cuando sus miradas chocaron, ya no hubo vuelta atrás: el mundo se redujo al milímetro que separaba sus labios.
El primer roce fue suave, casi torpe, como si ambos temieran romper algo sagrado.
El segundo… el segundo fue hambre contenida, deseo sincero, un “por fin” que les quemó el pecho.
Entre caricias que hablaban más claro que cualquier palabra y susurros que sólo ellos entenderían, la noche los envolvió con una intensidad que ninguno intentó detener.
Y cuando él sostuvo el pequeño envoltorio con una sonrisa nerviosa pero decidida, ambos entendieron lo mismo:
no era una aventura, ni un impulso.
Era el momento que habían estado esperando