El ruido de la lluvia era suave, casi tímido, como si no quisiera molestar.
Mateo pintaba bajo el toldo de un pequeño café, rodeado del olor a café tostado y tierra mojada. Sus manos estaban manchadas de azul, el mismo azul que usaba para dibujar el cielo que nunca terminaba de ver.
—Siempre el mismo color —dijo una voz a su lado.
Mateo alzó la vista. Frente a él, un chico sostenía un estuche de violín empapado. Tenía el cabello oscuro, los ojos de un tono que cambiaba con la luz y una sonrisa que parecía hecha para romper silencios.
—El cielo no es el mismo cada día —contestó Mateo, con una media sonrisa.
—Y aun así, lo pintas igual.
El chico se sentó sin pedir permiso. Abrió el estuche, sacó el violín y, sin más, comenzó a tocar.
Las notas flotaron sobre el ruido de la lluvia, tan limpias que parecían luz.
Mateo dejó el pincel. Solo escuchó.
No supo cuánto tiempo pasó, pero cuando la melodía terminó, ya no llovía.
—Soy Elías —dijo el violinista.
—Mateo.
—Entonces, Mateo… la próxima vez que llueva, toco para ti otra vez.
Y así fue.
Cada tarde lluviosa, Mateo pintaba y Elías tocaba.
No hablaban mucho. No lo necesitaban. Había algo entre ellos que no requería palabras: una sincronía, una especie de promesa muda.
Mateo pintaba los movimientos del arco sobre las cuerdas; Elías tocaba los colores que veía nacer en los lienzos.
Con el tiempo, la rutina se volvió necesidad.
Cuando no llovía, se buscaban igual.
Caminaban por la ciudad hasta el muelle, se quedaban mirando el horizonte sin decir nada.
Una vez, Elías le tomó la mano mientras cruzaban la calle. No la soltó.
Mateo no preguntó por qué, pero esa noche pintó una aurora.
Era inevitable.
El amor llegó silencioso, casi sin permiso, como llega la marea a la orilla.
Un día, Mateo le preguntó:
—¿Por qué tocas en la calle, si podrías estar en una orquesta?
Elías lo miró con esos ojos que parecían esconder un secreto.
—Porque ahí puedo ver tu reflejo en cada charco.
Mateo rió. Pero no supo si debía hacerlo.
Había tristeza en esa respuesta. Una sombra leve, casi imperceptible, que empezó a crecer entre las notas del violín y las pinceladas del pincel.
A veces, cuando creía que Mateo no lo miraba, Elías tosía en silencio, con el rostro vuelto hacia un costado.
Y Mateo fingía no verlo.
Porque, en el fondo, él también escondía su propio cansancio, esa punzada en el pecho que no quería nombrar.
Pero nada de eso importaba cuando estaban juntos.
Cuando Elías tocaba, el mundo era ligero.
Y cuando Mateo pintaba, el cielo parecía quedarse quieto.
Hasta que llegó aquella tarde.
El cielo estaba limpio, sin una sola nube. No había música, ni pinceles. Solo ellos, frente al mar.
—Elías —susurró Mateo—. Si mañana no llueve… ¿igual vendrás?
Elías lo miró con una calma que dolía.
—Vendré, aunque el cielo deje de existir.
Mateo sonrió. No respondió.
Solo se inclinó hacia él y lo besó.
Fue un beso leve, temeroso, lleno de ese amor que no sabe cuánto tiempo le queda.
Y en ese instante, el mundo se detuvo.
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El invierno llegó sin aviso.
Las lluvias se hicieron más fuertes, y con ellas, el sonido del violín se volvió un poco más triste.
Mateo ya no pintaba tanto. Su respiración se volvía más corta, y sus manos temblaban cuando intentaba trazar una línea. Pero cuando Elías aparecía, todo eso se borraba.
—No te ves bien —murmuró Elías una tarde, mientras afinaba su violín.
—Tú tampoco.
Se miraron. Y ambos sonrieron, como si con eso pudieran negar lo evidente.
Elías fue el primero en caer.
Una mañana, el lugar donde siempre tocaba estaba vacío. Solo quedaba un pequeño pañuelo en el suelo, empapado por la lluvia.
Mateo lo recogió. No lloró. No podía.
Solo regresó a casa, preparó sus pinceles y empezó a pintar.
Durante días, no salió.
Pintó cielos, mares, estaciones, y en cada uno, los ojos de Elías.
El sonido del violín parecía seguirlo, incluso en el silencio.
Hasta que un amanecer, con la ciudad aún dormida, Mateo llevó su último lienzo al muelle.
El mar estaba en calma, como si esperara.
Colocó la pintura en el borde: Elías de espaldas, tocando frente a un cielo infinito.
—Dijiste que vendrías, aunque el cielo dejara de existir —susurró.
Y en ese momento, juraría que escuchó una nota de violín.
Su favorita.
Cerró los ojos.
El aire era frío, pero ya no dolía.
Se dejó caer hacia adelante, suave, sin miedo, como si el mar fuera solo otra pintura por terminar.
Dicen que el cuadro fue encontrado al día siguiente, aún húmedo por la brisa.
Y que semanas después, cuando una tormenta cubrió la costa, alguien juró ver a dos siluetas sobre el muelle:
uno pintando, el otro tocando, bajo un cielo tan azul que dolía.
✨💔 Donde el cielo nos alcance.
Porque a veces, el amor no busca quedarse. Solo asegurarse de que el otro lo recuerde por siempre.
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• Epílogo
A veces, cuando la lluvia cae sobre la ciudad, parece que alguien toca un violín entre los charcos.
Y si miras bien, puedes ver un pincel rozando el cielo, dibujando auroras imposibles.
Dicen que no existen.
Dicen que el amor no puede volver tras la muerte.
Pero si cierras los ojos…
puedes sentirlos: Mateo y Elías, juntos, riendo bajo un cielo que ya no necesita palabras.
El arte que dejaron, las notas que flotan, los colores que brillan…
todo es ellos.
Y entonces entiendes: algunos amores no terminan.
Solo cambian de forma.
Se vuelven viento, luz, lluvia, música…
y permanecen para siempre, alcanzándonos, incluso cuando creemos que se han ido.