Perdón.
No sé a quién le hablo exactamente, si a mí misma, a Dios, o al reflejo que se marchita cada vez que me atrevo a mirarme al espejo. Tal vez le hablo al silencio, ese viejo conocido que me abraza cuando todos los sonidos se van.
Perdón… por estar rota.
No fue mi intención convertirme en un cúmulo de grietas. Lo juro. Nadie nace pensando en quebrarse, pero hay días en que la vida aprieta tan fuerte que hasta el alma cruje. Me cansé de fingir que todo estaba bien cuando por dentro la tormenta me desgarraba los pensamientos. Fingir se volvió mi especialidad: la sonrisa, el “estoy bien”, el “no te preocupes por mí”. Cada palabra era una venda mal puesta sobre una herida invisible.
era tan inmenso que respiraba con dificultad, como si cada inhalación fuese un pecado. Me sentía una sombra entre la multitud, un eco sin voz, un alma olvidada en un cuerpo que ya no reconocía.
Y aún así, aquí estoy.
Escribiendo.
Pidiendo perdón.
Perdón por haber callado tanto. Por haber escondido mis lágrimas bajo una sonrisa que dolía más que el llanto. Perdón por no haber sabido amarme cuando más lo necesitaba. Por haberme exigido perfección cuando solo necesitaba compasión.
Estoy rota, sí. Pero no muerta.
Mis pedazos siguen aquí, temblando, suplicando una segunda oportunidad. Cada fragmento de mí anhela reconstruirse, aunque las cicatrices nunca desaparezcan. Tal vez no vuelva a ser la misma, tal vez nunca lo fui. Pero quiero aprender a vivir con mis grietas, a encontrar belleza en lo imperfecto, en lo que duele, en lo que sangra sin mostrar sangre.
Perdón si no fui suficiente para los demás.
Perdón si no fui suficiente ni siquiera para mí.
Hoy no prometo ser feliz. Prometo intentarlo. Prometo mirar mis heridas sin odiarlas, y dejar que el tiempo las convierta en testigos, no en condenas. Prometo no esconderme del sol por miedo a romperme más.
Rota… sí, pero viva.
Rota… pero respirando.
Rota… y aún así, con la esperanza temblando entre los dedos.