La noticia cayó como un balde de agua helada sobre Lilith.
La manager de su hermano bajó la mirada, incapaz de sostenerla. Las lágrimas empezaron a caerle sin control.
—Lo siento… mucho —susurró entre sollozos.
El padre de Lilith habló, con su voz grave y su expresión siempre seria, pero ella ya no lo escuchó.
Las palabras se diluyeron hasta volverse ruido distante.
El mundo giraba, la vista se nublaba.
Su mente ya lo había entendido, pero su corazón se resistía, luchaba por negar lo inevitable… hasta que cedió.
Dio un par de pasos hacia la puerta, empujando al mayordomo que intentó detenerla.
Pero antes de llegar, el dolor la golpeó con fuerza. Su pecho se apretó, el aire le faltó, y cayó de rodillas.
Lloró con un llanto que no parecía humano, un sonido roto, lleno de dolor y rabia. Los presentes sintieron el peso de su sufrimiento… pero nadie se atrevió a consolarla.
—¡¡¿Por qué lo hiciste?!! —gritó—. ¡¡¿Por qué me dejaste sola?!!
Lloró por horas, encogiéndose sobre sí misma, como si quisiera desaparecer.
En cada sollozo, repetía el nombre de su hermano, rogando que todo fuera una mentira.
En su mente lo veía venir, abrazarla, calmarla con esa voz dulce que tanto extrañaba. Y así, entre lágrimas y delirios, cayó dormida.
Cuando despertó al día siguiente, sus ojos estaban hinchados, su garganta ardía. Se quedó mirando el techo, vacía, sin moverse.
Cuando alguien entraba con comida o para verla, apenas alcanzaba a decir con voz débil:
—Váyanse.
Los días pasaron.
Lilith dejó de comer, de hablar, de existir. No fue al funeral; esa noche tuvo una crisis y terminó internada en un psiquiátrico.
Decían que mejoraba… pero no era cierto.
Cada tanto, las crisis regresaban.
Gritaba que su hermano estaba vivo, que la visitaba, que estaba en su habitación.
—¡Les digo la verdad! —insistía—. Thiago está aquí, no lo molesten, está ocupado con su trabajo.
Y cuando la realidad la alcanzaba, volvía el llanto.
Se abrazaba a revistas, a fotos, murmurando entre dientes:
—Sí… él sigue vivo. Solo está ocupado.
Parecía no haber salida.
Hasta que un día, su padre entró a su habitación.
Hubo gritos. Ruidos de cosas rompiéndose o aventando.
Y al día siguiente, Lilith salió.
Estaba peinada, vestida, lista para continuar con su vida…
Pero sus ojos eran otros.
Fríos. Vacíos.
La antigua Lilith había muerto junto a su hermano.
Nadie preguntó qué había pasado esa noche.
Solo notaron que, desde entonces, evitaba a su padre.
Cuando lo veía, el aire se volvía pesado, incómodo.
Y cuando hablaban, todo terminaba en gritos, en heridas abiertas.
El tiempo pasó, pero el rencor no.
Y aunque nadie lo decía en voz alta, todos sabían que entre Lilith y su padre había algo que no se podía perdonar.
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