Se dice que antes incluso de que nacieran los dioses, existía un ser tan antiguo que su existencia no podía medirse con el tiempo.
Y de su luz nació ella.
Entre las aguas frías de un lago solitario emergió una niña: pura, sin malicia alguna, con cabellos tan blancos como la nieve y ojos rosados que brillaban como gemas bajo la luna. Su mirada era tan inocente que resultaba imposible describirla con palabras.
Aquel ser era poderoso, pero su alma no conocía la malicia.
Así comenzó la narración…
Aunque era hija de un ser primigenio, no comprendía su propósito. Pérdida, abandonó el lago y vagó por el mundo buscando un sentido a su existencia. Fue entonces cuando conoció a una mujer de espíritu radiante que se presentó como Astrid, una aventurera llena de vida, obsesionada con la justicia.
Pero cuando la joven de cabellos blancos la observó, vio algo que nadie más podía percibir: sobre su cabeza brillaba un título dorado —“Héroe”—, y con él, cadenas invisibles cubrían su cuerpo, goteando sangre que solo ella podía ver.
Aun así, viajaron juntas, compartiendo risas, batallas y sueños. Se hicieron amigas. Y un día, cuando la muerte se cernía sobre Astrid, la hija del ser antiguo escuchó un deseo que cambiaría el curso del mundo.
—Entonces… ¿dices que tengo el título de héroe? —preguntó Astrid, emocionada.
—Sí —respondió con voz temblorosa.
—¡Eso es asombroso! ¡Podré matar monstruos y traer paz a estas tierras!
—Supongo que sí… —murmuró ella, sin poder apartar la mirada de las cadenas que la aprisionaban.
Con el tiempo, las dos ganaron fama: derrotaban monstruos, salvaban aldeas y eran alabadas por todos.
Hasta que, en la cima de una montaña, el destino las separó.
Astrid yacía moribunda, envuelta en cadenas y sangre.
—¿Qué debo hacer? ¡Dime cómo puedo salvarla! —gritó la hija del ser antiguo al cielo oscuro, pero no hubo respuesta.
Entonces recordó un fragmento del pasado, una voz lejana, la suya propia:
“Déjame ver el mundo…”
—Pídeme un deseo, Astrid… —susurró entre lágrimas—. Pídeme que te salve.
—Ya es demasiado tarde para mí… pero… —sus ojos se llenaron de paz—. Mi deseo es que mi título traiga luz a las personas. Que se herede… hasta que un héroe sea capaz de traer la verdadera paz. ¿Podrías guiarlos?
Así se selló el primer deseo.
Y la hija del ser antiguo cumplió la promesa.
Desde entonces, tomó el nombre de su amiga caída: Astrid.
Pero más que paz y un deseo de esperanza se volvió una maldición gracias a ese título maldito.
Los siglos pasaron. Héroes nacían y morían, todos cargando con el mismo título y la misma maldición. Ella les concedía sus deseos: poder, riquezas, belleza, espadas legendarias… ninguno lograba romper el ciclo. Cada héroe, sin excepción, terminaba devorado por el mismo destino que la primera.
La muerte...
Hasta que un día, apareció un héroe diferente.
Cabello castaño, mirada limpia, y un corazón tan puro como el que tuvo la primera Astrid.
Él no pidió nada, solo se inclinó ante ella con respeto.
Aquel gesto encendió algo olvidado en el corazón de Astrid.
Intrigada, la antigua diosa dejó su catedral y viajó junto a él.
Por primera vez en siglos, rió, vivió, amó.
Él le propuso matrimonio, y ella —feliz— partió a la catedral para anunciar la noticia.
Pero el destino no se compadece de los inmortales.
Mientras ella se ausentaba, los hombres del reino enviaron al héroe a enfrentar una horda de monstruos.
Murió de la forma más cruel imaginable.
Cuando Astrid halló su cuerpo, no lo reconoció por el rostro… sino por las marcas malditas del título.
Herida, rota y consumida por la furia, desató su poder. Masacró reinos enteros, humanos y monstruos por igual.
—Este dolor… es sofocante —susurró entre sollozos, empuñando la espada ensangrentada—. Cada día me siento más muerta que viva… Cada día siento que muero con él…
Al terminar su venganza, selló sus recuerdos.
Olvidó su rostro, su voz, su amor. Todo de él.
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Cuarenta años después regresó a la catedral. El mundo había cambiado, y los héroes parecían haber desaparecido… hasta que uno nuevo fue anunciado.
—¿Y cómo sabes que ese niño tiene el título? —preguntó Astrid con desdén.
—Tiene apenas ocho años, pero su poder mágico es impresionante. Se llama Eryon. Es huérfano, vive en la catedral de la ciudad vecina… deberías conocerlo.
—Qué mal por él. En fin, no me interesa —respondió ella, alejándose.
Pasaron siete años.
Astrid y Eryon se encontraron por primera vez durante una batalla perdida contra monstruos. Ella apareció para salvarlos.
Él tenía quince años, cabello negro y ojos verdes llenos de determinación.
Ella lo reconoció al instante: el nuevo “Héroe”.
Aquel título dorado que posaba en la cabeza del joven la estremeció.
Tiempo después, lo llamó ante ella.
—Entonces, muchacho… ¿Qué tipo de deseo deseas? —preguntó, comiendo una uva con aire aburrido.
Eryon dio un paso al frente.
—Deseo ser inmortal… y destruir para siempre el título de héroe.
Astrid lo observó sorprendida, y una sonrisa curvó sus labios.
—Vaya, qué interesante… Pero dime, mocoso, ¿qué harás con los monstruos?
—Seré inmortal. Me haré más fuerte. Los aniquilaré a todos.
Ella soltó una carcajada.
—Jajajajajajaja… qué chico más interesante~. Bien, tu deseo será concedido.
Y así, entre luces de mil colores, el nuevo ciclo comenzó.
Desde entonces, comenzó entre ellos una extraña relación:
amistad, rivalidad, discusiones, risas…
Lucharon juntos, discutieron, se separaron y volvieron a encontrarse una y otra vez, a lo largo de siglos.
Hasta que, en uno de sus absurdos combates, un hechizo mal calculado cambió el curso de la historia:
Eryon renació como un bebé… cuatrocientos años después.
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