El ruido del reloj se mezclaba con el de la lluvia golpeando los vidrios.
Esa noche, Ana comprendió que el amor no siempre muere de un golpe… a veces se apaga de a poco, como una vela consumiéndose en silencio.
Lucas estaba sentado frente a ella, en el sofá donde habían pasado tantas noches riendo, discutiendo, soñando. Ahora el silencio era tan espeso que dolía respirarlo.
—No sé en qué momento dejamos de ser nosotros —murmuró Ana, mirando la taza de café que se enfriaba entre sus manos.
Lucas no respondió. Hizo ese gesto tan suyo de llevarse la mano al cuello, como si buscara palabras que no iban a salir.
Ella suspiró.
Él bajó la mirada.
Y en ese pequeño gesto, Ana entendió todo.
Había amado con una intensidad que la había dejado vacía.
Había remendado los huecos de la relación una y otra vez, creyendo que el amor era suficiente, que él volvería a mirarla como antes. Pero no lo hizo.
Lucas se había ido mucho antes de marcharse físicamente.
Se había ido en los mensajes sin responder, en los “después hablamos”, en las miradas vacías cuando ella le contaba algo importante.
Ana lo notó, claro que sí. Pero eligió quedarse.
Porque el amor, cuando es real, a veces se confunde con la esperanza.
Y ella tenía tanta esperanza que no se dio cuenta de que estaba luchando sola.
—Yo te quise de verdad —dijo él finalmente, como si eso pudiera remediar los silencios acumulados.
—Yo también —respondió Ana, con una calma que le sorprendió.
Lo dijo sin rencor, sin odio. Solo con la certeza de quien ya entendió que hay amores que, aunque sean sinceros, no alcanzan para quedarse.
El viento entró por la ventana entreabierta, moviendo las cortinas.
Ella pensó en todas las veces que lo esperó despierta, en las noches en que se prometió a sí misma no llorar más, y en cómo, aun así, siempre terminaba llorando.
El amor se había vuelto una batalla desigual.
Ella daba cien, él apenas un diez disfrazado de intento.
Y cuando uno ama más, siempre pierde primero.
Ana se levantó despacio, fue hacia el perchero y tomó su abrigo.
Lucas la miró, con los ojos empañados, como si recién entendiera lo que estaba por perder.
—¿Así nomás te vas a ir? —preguntó, apenas un susurro.
Ella sonrió, una sonrisa rota, cansada.
—No “así nomás”, Lucas. Me voy después de intentarlo todo.
Y eso… eso duele más que rendirse sin pelear.
Guardó las llaves sobre la mesa.
El sonido metálico pareció sellar el final.
Cuando salió, el aire frío le golpeó el rostro.
Caminó sin rumbo, sintiendo cómo la lluvia la empapaba, pero sin apurarse.
Por primera vez en mucho tiempo, no sentía miedo.
Solo una extraña paz que nace cuando uno deja de sostener lo que ya no quiere sostenerlo a uno.
Mientras caminaba, recordó los comienzos: las risas en la cocina, los viajes improvisados, las madrugadas conversando de todo y de nada.
Y también recordó el final que fue escribiéndose sin palabras: las ausencias, los reproches, la costumbre reemplazando al cariño.
Habían sido más las lágrimas que las sonrisas, más los silencios que las canciones.
Y aun así, ella apostó. Apostó hasta el último aliento, hasta vaciarse por dentro.
Porque eso hacen las personas que aman de verdad: se quedan un poco más, por si acaso.
Pero el amor no se sostiene solo con uno.
Y Ana, finalmente, lo entendió.
Se detuvo bajo una farola, el agua goteándole del cabello, y respiró hondo.
Allí, en medio de la ciudad que seguía su curso sin ellos, comprendió que no se trataba de perderlo a él, sino de recuperarse a sí misma.
Miró hacia atrás una última vez, solo para asegurarse de que no había vuelta posible.
Luego siguió caminando.
Con paso firme, con el corazón hecho trizas, pero libre.
Y mientras la lluvia lavaba sus mejillas, sonrió.
Porque entendió que no todos los finales son tristes; algunos simplemente son necesarios.
A veces amar no es quedarse, sino tener el valor de irse cuando el amor ya no alcanza.
Porque quien da todo, merece a alguien que también esté dispuesto a darlo todo.
Y porque a veces, soltar no es perder: es empezar a sanar.