La noche estaba húmeda, cargada de un aire espeso que olía a gasolina y lluvia podrida. Las luces de neón se reflejaban en los charcos de la calle como heridas abiertas, parpadeando en un lenguaje que solo entendían los que no tenían adónde ir. Él estaba allí, sentado en la acera de una esquina cualquiera, con un cigarro encendido que le temblaba en los dedos y una rabia que no sabía callar.
El humo se alzaba lento, dibujando figuras torcidas que parecían reírse de él. Ella estaba en todas partes: en el aire, en su garganta seca, en las sombras que lo miraban desde los edificios oscuros. Era imposible sacarla, aunque había jurado que lo haría.
—¿Sabés qué es lo jodido? —dijo en voz baja, como si hablara con alguien invisible—. Que todavía siento tu perfume hasta en los lugares donde nunca estuviste.
Dio una calada larga, tragando humo y veneno al mismo tiempo. La brasa del cigarro iluminó sus ojos cansados, dejando ver un destello de furia mezclado con nostalgia.
Habían pasado semanas desde la última vez que la vio, pero cada noche era lo mismo: el recuerdo lo perseguía como una deuda impaga. Se odiaba por seguir pensando en ella, por seguir buscándola en cada mujer que pasaba, por seguir prendiendo cigarro tras cigarro como si en el humo pudiera borrar los besos que lo dejaron marcado.
—El dolor también se fuma… —susurró, escupiendo el humo como si fuera sangre—. Y vos me dejaste suficiente pa’ llenar una cajetilla entera.
Se rió de sí mismo. Una risa rota, seca, que dolía más que llorar. Sabía que estaba jodido, que lo que sentía no era amor, sino una adicción. Ella era su droga, y como toda droga, lo estaba matando lento. Pero al mismo tiempo, ¿qué era vivir sin ese veneno? ¿Qué quedaba de él si le quitaban esa obsesión que lo mantenía ardiendo?
Cerró los ojos y la recordó. No la versión real, no la mujer que lo había traicionado, sino la que él había inventado en sus noches de fiebre: labios rojos, mirada de fuego, sonrisa capaz de salvar y condenar al mismo tiempo. Esa mujer perfecta que nunca existió, pero que él había amado hasta la destrucción.
El ruido de un motor interrumpió sus pensamientos. Una moto pasó rugiendo por la avenida, y el olor a gasolina lo sacó de sus fantasías. Miró la cajetilla: quedaban tres cigarros. “Suficientes pa’ no pensar en ella por un rato”, se mintió, aunque sabía que no había humo suficiente en el mundo para tapar la herida que llevaba dentro.
—Volvé, maldita… —dijo entre dientes, con la voz quebrada de odio y deseo—. Volvé aunque sea pa’ romperme otra vez.
Aplastó la colilla contra el pavimento y encendió otro cigarro. El ritual tenía que seguir: encender, inhalar, arder, exhalar, morir un poco más. Porque lo había entendido tarde, demasiado tarde: hay dolores que no se olvidan, se consumen… hasta que de vos no quede nada más que humo.
Y él estaba dispuesto a quemarse entero.