Recuerdo todavía, con la intensidad de un eco que no se extingue, aquel tiempo en que la vida parecía florecer entre mis manos. No existían relojes que me presionaran ni heridas que me pesaran. Todo era simple, y sin embargo, dentro de esa simplicidad se escondía un tesoro inmenso: el amor. No un amor cualquiera, sino aquel que hace de la existencia una melodía continua, un refugio cálido en medio del frío mundo.
Era la época en que alguien me amaba.
No lo digo con amargura, aunque el alma se me humedezca de tristeza. Lo digo con el temblor de quien sabe que ha tocado el cielo alguna vez, aunque ahora camine entre sombras. Esa persona—no importa su nombre, pues basta con su recuerdo—era la brasa encendida que mantenía vivo mi corazón. Sus gestos, incluso los más pequeños, tenían la fuerza de cambiar mis días grises en auroras brillantes.
Cuando alguien me amaba, los inviernos eran suaves. La lluvia ya no caía para mojar, sino para cantar en los cristales de las ventanas, y yo, desde adentro, me sentía a salvo. A salvo de la soledad, del vacío y de ese miedo callado que todos cargamos: el miedo de no ser vistos. Pero yo era visto, escuchado y comprendido. Era como si esa mirada se hubiera posado sobre mí para recordarme que mi existencia tenía valor.
El tiempo, sin embargo, es un escultor cruel. Donde antes había cercanía, comenzó a tallar distancia. Donde había risas, dejó silencios. No sé en qué momento dejé de sentir sus pasos junto a los míos. Tal vez fue un amanecer cualquiera, tal vez fue en un gesto indiferente que, entonces, no comprendí. El amor, como una rosa, no muere de golpe: se marchita lentamente, pétalo a pétalo, hasta que un día descubrimos que la flor se ha convertido en espinas.
Y así, sin notarlo, me encontré caminando sola.
Cuando alguien me amaba, yo no tenía miedo de soñar. Ahora, los sueños parecen habitaciones vacías donde resuena el eco de su voz que ya no existe. Me repito a mí misma que fue real, que aquel tiempo existió, que no fue fruto de mi imaginación febril. Y sé que lo fue, porque todavía, en la noche más oscura, puedo recordar la calidez de unas manos que se extendían para sostener las mías.
No me atrevo a odiar ni a reclamar. El amor no es una deuda ni un contrato; es un regalo, y el mío me fue entregado generosamente, aunque no para siempre. Tal vez lo más noble que puedo hacer es agradecer. Agradecer que alguna vez alguien me amó, que fui digna de ternura, que mi nombre fue pronunciado con afecto en labios ajenos.
Hoy camino con la frente en alto, pero con un secreto escondido en el pecho. Quienes me miran tal vez solo ven una muchacha como cualquier otra, pero dentro de mí late la memoria de un amor que me transformó. Ese amor me enseñó que el alma se expande cuando es tocada por otra alma, y que, aunque la vida cambie, aunque las personas se vayan, lo vivido no muere.
Cuando alguien me amaba, aprendí a amar. Y porque amé, sigo viva, aunque duela.
El futuro aún se abre ante mí como un campo virgen, y sé que la vida puede darme nuevas canciones. Pero siempre habrá un rincón en mi ser reservado para ese recuerdo. Ese rincón será santuario y herida a la vez. No lo borraré, porque borrar sería traicionar lo que fui y lo que sentí.
Y si algún día, en medio de los giros de la vida, vuelvo a encontrarme con alguien que pronuncie mi nombre con esa ternura perdida, quizás mi corazón, lleno de cicatrices, vuelva a florecer.
Pero mientras tanto, respiro hondo, cierro los ojos y dejo que me envuelva la certeza:
Hubo un tiempo en que alguien me amaba. Y ese tiempo, aunque fugaz, me pertenece para siempre.