He vivido siempre en Obsidiana.
Una de las cuatro grandes ciudades del continente.
Encerrada entre montañas volcánicas, aislada del mundo exterior.
Desde pequeño me enseñaron su grandeza.
El porqué del anonimato.
El orgullo de pertenecer a una ciudad que se decía justa.
Pero para mí, Obsidiana no era nada sin Elaia.
Mi mejor amiga.
Mi compañera de juegos.
Mi hogar.
—¡Varek! —gritaba Elaia con su dulce voz aniñada.
Jugábamos en las montañas.
Elaia me enseñaba a sentir el movimiento de la tierra.
A escucharla.
A entenderla.
Recuerdo el día que descubrimos que yo poseía dos naturalezas de maná.
Su rostro emocionado.
Su sonrisa brillante.
Todo era perfecto.
Hasta que ese día pasó.
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—Varek, volveré pronto. Iré por unas medicinas y regreso.
—Pero… Iré contigo… cof cof
—Por supuesto que no. Estás enfermo y débil. Deberías estar recostado en la cama.
Elaia me llevó hacia la cama.
Me obligó a acostarme.
Y con una sonrisa suave… se despidió.
Salió de la casa.
Y no volvió ese día.
Ni el siguiente.
Días después me enteré que estaba en la enfermería del pueblo.
Pero nadie quería decirme por qué.
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Un día, lleno de escándalos y murmullos.
De discusiones y gritos.
Me enteré: una niña había sido abusada sexualmente por un viejo noble de Obsidiana.
La había visto, y a la fuerza la llevó a los límites de la ciudad.
Ahí la encontraron.
Y el veredicto del juzgado… fue a favor del noble. Dijeron que la niña tuvo la culpa.
Que provocó. Que sedujo. Que mintió.
Fui hasta allá.
Vi gente amontonada, exigiendo justicia. Y entonces las enormes puertas del edificio se abrieron.
Me congelé.
Era Elaia y su padre.
Los que salían del juzgado.
El noble, con una sonrisa arrogante, se marchó como si nada.
Quise avanzar entre la multitud.
Cuando por fin estuve al frente, Elaia me miró. Y desvió la mirada. Marchándose con su padre.
Su expresión…
Nunca la olvidaré.
Tristeza. Dolor.
Un vacío que me rompió por dentro.
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Dos días después, Elaia se quitó la vida. Y con su ausencia, dejó una carta para mí.
Una carta donde hablaba de la soledad que sentía. Del dolor. De la impotencia. De cómo el mundo la había silenciado. De cómo su sonrisa fue usada en su contra. De cómo nadie la defendió.
Me odié.
Por no haber ido con ella ese día.
Por haber confiado en la justicia de Obsidiana. Por haber creído que el sistema protegería a alguien como Elaia.
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Y en medio de ese dolor insoportable… Lo vi.
Era una tarde cualquiera.
Los adultos en sus trabajos.
Las madres cocinando.
Y él…
El mismo noble que profanó a Elaia. Jalando a otra niña. De la misma edad que tenía Elaia.
La llevaba al mismo lugar. No pude contenerme.
Cuando me di cuenta, lo tenía de rodillas. Suplicando.
—Por favor… no me mates. Si lo haces, sabes muy bien que te irá muy mal, mocoso.
Mi expresión era fría. Me acerqué. Y con una voz que no parecía mía, dije:
—¿Por qué debería tener piedad por alguien tan repugnante y asqueroso como tú?
Él abrió los ojos. Cambió de actitud.
—T-te daré dinero… ¿cuánto quieres?
Su voz temblaba. Desesperado.
—Te haré pagar por lo que le hiciste a Elaia.
Y entonces empezó a gritar.
— ¡Esa perra me sedujo con esa sonrisa tan linda!
— ¡Esa niña es una maldita ofrecida!
— ¡Después se hizo la víctima por lo que ella misma se buscó!
Ese día… lo maté.
Y desperté de Obsidiana.
No sé por qué elegí ese pueblo.
Tal vez porque parecía tan roto como yo.
Las casas estaban vacías, el aire olía a polvo viejo, y el silencio…
El silencio era lo único que no me juzgaba.
Caminé sin rumbo.
La tela que cubría mi espada rozaba el suelo, arrastrando más que tierra.
Arrastraba historia.
Culpa.
Decisión.
Obsidiana había quedado atrás.
Pero no dentro de mí.
Me detuve frente a una fuente seca.
El agua se había ido hace años, como todo lo demás.
Y entonces lo sentí.
Una presencia.
No amenazante.
Pero intensa.
Como si el aire se hubiera tensado en un solo punto.
—No esperaba encontrar a nadie aquí —dijo una voz.
Giré.
Un hombre estaba de pie entre las sombras de una casa derruida.
Cabello negro, ojos violetas.
No era un guerrero en apariencia.
Pero algo en él…
Algo en su postura, en su mirada, me dijo que podía destruir una ciudad sin levantar la voz.
—Tú… has matado a alguien —dijo, sin acusarme.
No respondí de inmediato.
Solo lo miré.
Porque él no hablaba por curiosidad.
Hablaba como quien ve más allá de la sangre.
—¿Y si lo hice? —dije al fin.
Se acercó.
Sus pasos eran suaves, como si respetara el dolor ajeno.
—No lo hiciste por odio. Lo veo en tus ojos. Hay fuego. Pero también justicia.
Sus palabras me golpearon más que cualquier espada.
No porque fueran falsas.
Sino porque eran ciertas.
—No sabes lo que pasó —murmuré.
—No. Obsidiana está cerrada para mí. Pero los ojos no mienten. Y tú… no eres un asesino. Eres alguien que carga con el peso de hacer lo que otros no se atreven.
No supe qué decir.
Porque por primera vez… alguien no me preguntaba por qué.
Solo aceptaba que lo hice.
Y que aún quedaba algo bueno en mí.
—¿Quién eres? —pregunté.
Sonrió, apenas.
—Alguien que busca a los que aún tienen fuego. No para apagarlo. Sino para darles un propósito.