Donde las Sombras Beben Luz*
**Primera parte**
Dicen que las sombras no tienen sed, que solo existen por la ausencia de luz. Pero en los pasillos húmedos de la antigua mansión Valdecruz, algo bebía. No de copas ni de cuerpos, sino del resplandor: de los ojos que brillaban con esperanza, de las voces que cantaban en las cocinas, de los sueños que alguna vez llenaron las habitaciones.
Bianca lo notó al regresar.
Había estado ausente durante once años. Desde la muerte de su madre, la casa fue sellada. Su padre desapareció poco después, dejado solo un último mensaje manuscrito en el borde de un espejo:
*“El reflejo ha aprendido a morder.”*
Ahora, convertida en restauradora de arte sacro, Bianca sentía un deber casi místico con la estructura. No era por el valor monetario, ni por el terreno frente al acantilado. Era por las sombras que la visitaban en sueños, por la promesa nunca rota entre ella y la casa:
*“Volverás cuando puedas ver sin cerrar los ojos.”*
El primer atardecer fue extraño. Las paredes no crujían como en las casas viejas; suspiraban. Se oía un susurro colectivo, como si las grietas quisieran contar secretos. Mientras recorría el salón principal—donde una vez bailó con su padre bajo una lluvia de candelabros encendidos—percibió algo distinto en los espejos cubiertos con sábanas: las telas se movían con un ritmo casi imperceptible. Como si respiraran.
Esa noche, despertó a las 3:03 a. m. con el sonido de una copa que caía. Bajo la tenue luz de la luna, la vio: una figura delgada, elegante, envuelta en un vestido de duelo victoriano, observándola desde la puerta.
—No has cambiado, Bíanca —susurró la figura—. Pero la casa sí. Aquí la luz no es lo que parece.
Bíanca no gritó. Parte de ella lo había esperado. Se incorporó, los pies descalzos rozando el piso frío.
—¿Quién eres? —preguntó, aunque la voz le temblaba más por reconocimiento que por miedo.
La figura dio un paso hacia adelante. El rostro era una mezcla entre lo familiar y lo imposible. Sus ojos eran como vitrales rotos por dentro.
—Soy lo que quedó cuando tu madre partió —dijo—. Y cuando tu padre decidió mirar demasiado profundo.
Bíanca sintió que el aire se volvía más denso. Un anillo de niebla empezó a formarse alrededor de la silueta.
—¿Qué beben las sombras? —preguntó la joven, con voz apenas audible.
La figura sonrió. Era una sonrisa triste, casi maternal.
—Lo que tú no quieres ver.
Fue entonces que comprendió: la casa no estaba vacía. Era una prisión de reflejos. Cada espejo era una celda. Cada sombra, un recuerdo sin cuerpo.
Recordó los viejos rituales de su madre, las letanías en latín mezcladas con versos en un idioma más antiguo. Había algo oculto bajo el altar familiar, algo cubierto con una tela púrpura. La abuela la llamaba *“la reliquia que no debe ser tocada si aún se ama la luz.”*
Bíanca bajó al sótano con una linterna. El polvo formaba remolinos al avanzar, como si el tiempo se agitara con cada paso. Al destapar el altar, encontró un espejo circular, de marco labrado con figuras entrelazadas: cuerpos y ramas, ojos y bocas, todo fundido en un solo gesto de angustia y éxtasis. En el centro, una inscripción:
**“Lux est Ultima Devotio.”**
*La luz es la última devoción.*
No entendía aún el significado, pero al mirarse en el espejo, el reflejo no repitió sus movimientos. En cambio, se quedó inmóvil… y luego parpadeó.