Parte 4
Ana tenía ocho años cuando dejó de dormir con la luz apagada.
Su madre pensaba que era por las películas de terror que había visto a escondidas, pero no. Ana no le tenía miedo a los fantasmas. Le temía a algo que olía a colonia barata y mentía con voz dulce.
—¿Quieres que te lea tu cuento favorito, mi princesa? —preguntaba Antonio, con ese tono que siempre parecía una caricia.
La lámpara en forma de osito iluminaba apenas la habitación. La sombra del hombre se alargaba sobre la alfombra rosada mientras se sentaba al borde de la cama.
Ana cerraba los ojos, esperando no despertar lo que estaba bajo el colchón. Porque no era un monstruo con garras ni colmillos. Era su padre. Y aunque decía amarla más que a su vida, sus manos hablaban otro idioma.
Esa noche Ana no lloró. En cambio, observó la silueta de su héroe y pensó: "¿Esto es amor?"
Y el monstruo bajo su cama sonrió, porque sabía que ya había ganado.
La luz del crepúsculo filtraba sus últimos rayos entre las ramas oscuras. Jared se detuvo, con el corazón latiéndole como un tambor de guerra. La vio. Sentada sobre una piedra cubierta de musgo, el cabello de Anna caía como una cortina de fuego sobre su espalda.
—Anna… —su voz quebrada rompió el silencio.
Ella giró lentamente. Sus ojos, idénticos a los de su madre, se llenaron de una emoción cruda al reconocerlo. Pero no se levantó. No corrió hacia él. Solo lo miró, como si temiera que se desvaneciera.
—¿Por qué? —susurró ella—. ¿Por qué me dejaste?
Jared cayó ante ella, con los ojos húmedos. No podía hablar de inmediato, como si su alma estuviera estrangulada por años de culpa.
—Te dejé… para salvarte. No había otra forma. Los humanos nos perseguían como ladrón por la boche, querían tu sangre para hacer experimentos y pruebas. Te oculté en el único lugar donde no te buscarían. Me destrocé el alma cada día… pero vivías, algo que tu madre no pudo hacer, vivir.
Anna lo observaba en silencio. Un temblor cruzó sus labios antes de decir:
—Sobreviví, sí. Pero no me salvaste de todo. Un hombre… me tomó como si yo no fuera nada. No tenía corazón. No tenía alma. Y yo estaba sola y lo peor es que yo lo deseaba.
Jared tembló. Su rostro se descompuso en dolor.
—No… —murmuró—. No lo sabía. ¡Dios mío, Anna! ¡Yo habría dado la vida por evitarte eso!
Se arrastró hasta ella, tomando sus manos con desesperación.
—No hay perdón para lo que sufriste. Pero juro que nadie más volverá a tocarte sin tu consentimiento. Soy tu padre, y esta vez… no me iré.
Ella lo miró, los ojos ya sin lágrimas, solo vacíos.
—¿Y si ya es tarde, Jared? ¿Y si… ya hay oscuridad creciendo dentro de mí?
Jared palideció. Un recuerdo fugaz le atravesó la mente: la mirada de su hermano Ryan, la forma en que hablaba de una joven humana que lo había trastornado. El abuelo Christian tenía razón: el pecado florecía en la sombra, un pecado inevitable, pero necesario.
Y en ese instante, Jared supo que la salvación de Anna no solo dependía de su amor de padre… sino del monstruo que podría estar naciendo entre ellos.
Jared dejó sola a Anna y fue con su padre Luther. Este lo abrazó con nostalgia, su nieta de vuelta.
El viento soplaba con fuerza, haciendo que el cabello de Anna se arremolinara alrededor de su rostro. Ryan se mantenía a unos pasos de ella, la mirada clavada en el horizonte, como si mirar al cielo fuera más fácil que enfrentarla.
—¿Desde cuándo lo sabes? —preguntó Anna con voz tensa.
Ryan apretó la mandíbula. No respondió de inmediato. La respuesta pesaba como plomo en su pecho.
—Desde hace tres días —dijo al fin—. Cuando mi abuelo cambió de color tu… cabello. Y tu mirada. Siempre lo supe, en el fondo. Solo que no quise aceptarlo.
Anna sintió que el mundo se inclinaba bajo sus pies.
—Y aun así… me buscaste y tuvimos se*o.
Ryan se volvió hacia ella, desesperado, los ojos oscuros llenos de contradicción.
—No sabía. Te juro que no sabía quién eras, due solo un sentir ¡Eras solo Anna! La chica fuerte, valiente… que me hizo sentir por primera vez que aún tenía alma. —Su voz se quebró—. ¿Qué se supone que debía hacer cuando descubrí que eras… tú?
Anna se cubrió la boca con la mano, como si quisiera contener un grito. Lágrimas caían, ardientes, porque amarlo había sido lo más puro y lo más sucio al mismo tiempo.
—Tienes razón —susurró—. No sabíamos. Pero ahora sí lo sabemos. Y no podemos seguir. No como antes.
Ryan bajó la cabeza, derrotado.
—No. No podemos.
El silencio se extendió como una herida abierta.
Anna dio un paso hacia él, temblando.
—¿Podremos… ser tío y sobrina? ¿Podremos fingir que no pasó nada?
Ryan levantó la mirada, y en sus ojos no había esperanza, solo resignación.
—Fingir, tal vez. Olvidar… nunca.
Se miraron por última vez como amantes, por última vez como lo que no debían ser.
Luego, Ryan dio media vuelta y se alejó, dejando atrás el eco de lo imposible.
Anna se quedó allí, abrazándose el pecho, con la luna roja como único testigo del amor que había nacido en la oscuridad… y que nunca podría ver la luz.