La nieve caía con un ritmo lento y constante sobre las calles apagadas de Moscú, tiñendo el paisaje urbano de un blanco sepulcral. Las luces de los postes parpadeaban como si vacilaran en presencia de algo más oscuro que la noche misma. El silencio era espeso, casi irrespirable, y se rompía solo por el sonido seco de unos pasos firmes, resonando en el concreto congelado.
Dilan Fox caminaba con la elegancia mortal de un depredador que no necesita correr para dominar. Alto, vestido con un abrigo largo negro que rozaba la línea de sus botas de cuero, su figura parecía devorar la luz. El cabello negro, peinado hacia atrás con pulcritud milimétrica, dejaba al descubierto un rostro de facciones afiladas y ojos grises que parecían esculpidos en acero: fríos, calculadores, y vacíos de emoción.
Frente a él, el edificio industrial abandonado parecía temblar bajo su sombra. Dos hombres lo esperaban en la entrada, ambos armados, nerviosos. Uno de ellos dio un paso adelante, extendiendo la mano con torpeza.
—Señor Fox... el trato ya está listo. El jefe de los Petrov quiere verlo adentro.
Dilan lo observó un segundo. Uno solo. El suficiente para que el otro tragara saliva y bajara la mano con torpeza. Sin decir palabra, Dilan pasó a su lado. Su andar era tranquilo, casi silencioso, pero cada movimiento irradiaba un dominio absoluto. La tensión se colaba como electricidad entre las paredes del edificio.
Dentro, el aire olía a aceite viejo y metal oxidado. Cuatro hombres armados rodeaban una mesa donde otro mafioso esperaba, sentado, sonriendo con nerviosismo. El llamado "jefe" de los Petrov.
—Dilan, viejo amigo... —empezó el hombre con un tono amable, como si el veneno pudiera disfrazarse de miel.
Dilan se detuvo a dos metros. Sacó un encendedor de plata, antiguo, con grabados en cirílico que el tiempo había desgastado. Lo sostuvo entre los dedos, girándolo sin prenderlo, como si lo pesara en la balanza invisible de su memoria.
—No somos amigos —murmuró con voz baja, casi ausente, pero con una firmeza que heló la sangre en el lugar.
—Quiero enmendar lo del pasado… esa noche en Kaluga, no tenía opción. Te traicioné, sí, pero solo para salvar a mi familia.
Dilan alzó la mirada. Sus ojos grises eran un cementerio de promesas rotas.
—Yo también tenía una familia esa noche.
El silencio que siguió fue espeso, cortante. Luego, el clic del encendedor rompió la quietud. La flama azul iluminó por un instante su rostro. No la usó para encender un cigarro. No fumaba. Solo la contempló. Un recordatorio.
Un disparo estalló.
El jefe de los Petrov cayó hacia atrás, el agujero en su frente aún humeante. Nadie se atrevió a moverse. Dilan guardó el encendedor sin prisa, como quien guarda una cruz.
—No hay segundas oportunidades.
Giró sobre sus talones y salió del lugar como si la muerte fuera parte de su rutina. Los demás, sabiendo que estaban vivos solo porque él así lo había decidido, no se atrevieron a seguirlo.
Fuera, la nieve seguía cayendo.
Y Dilan Fox desapareció entre las sombras, tan silencioso como llegó, dejando atrás el eco de una sentencia que no necesitó más palabras.