Lo vi por primera vez un martes nublado, justo cuando el viento comenzaba a llevarse las hojas secas del otoño. Estaba en el jardín de la antigua casa que había alquilado para ese semestre, leyendo un libro bajo el sauce llorón. Su nombre era Elías.
Tenía algo en la mirada. No sé si era nostalgia, melancolía o simplemente un alma antigua atrapada en un cuerpo joven. Empezamos a vernos todos los días, a la misma hora, siempre en el jardín. Él nunca entraba a la casa, y siempre se despedía justo antes del anochecer.
Yo creía estar enamorada. Me hablaba de poesía, del amor eterno, de cómo las flores del jardín podían guardar secretos que nadie entendía. Me regalaba margaritas blancas, siempre frescas, incluso en días de lluvia. Me hacía sentir como si el mundo se detuviera cuando me miraba.
Pero una noche, quise sorprenderlo. Me escondí entre los árboles del jardín para verlo llegar.
Esperé. Elías apareció como siempre, pero no estaba solo.
Venía flotando. Literalmente. A unos pocos centímetros del suelo, sus pies no tocaban el pasto húmedo.
Lo seguí con el corazón desbocado mientras él caminaba —o flotaba— hacia el fondo del jardín, donde jamás me había atrevido a ir. Había una verja oxidada cubierta de hiedra. Lo vi atravesarla sin siquiera abrirla.
Pasaron los minutos. Luego una hora. Me acerqué, empujada por la desesperación.
Más allá de la verja había una lápida.
"Elías V. Rivas. 1882 – 1903. Te recordaremos en el jardín que tanto amaste."
Retrocedí temblando, y cuando me giré para correr, él estaba ahí. Con las mismas flores blancas en las manos. Pero su rostro… su rostro ya no era humano. Estaba cubierto de tierra húmeda y grietas secas. Sus ojos eran dos huecos vacíos, y aún así me miraban.
—Te prometí amor eterno —susurró.
Y desde entonces, nadie me ha visto salir de esa casa.
Pero cada tarde, si pasas por ahí, podrás ver dos sombras bajo el sauce llorón. Y siempre, siempre, hay margaritas frescas en la tierra.