Yo no creo en el mal. O no creía. Hasta hace tres meses.
Me mudé a un barrio casi vacío en las afueras de la ciudad. Casas viejas, muchas cerradas o abandonadas. Pero la renta era barata y estaba a veinte minutos de mi trabajo. Pensé que era una buena idea.
Al lado de mi casa hay una vivienda antigua, de esas que parecen haber quedado olvidadas por décadas. Las ventanas están selladas con tablones, la pintura descascarada, el jardín seco y sin vida. Nadie vive ahí. O eso pensé.
La primera noche escuché ruidos.
Golpes suaves, como si arrastraran algo pesado por el suelo. Venían de la pared que daba a esa casa vecina. Me dije que era la madera dilatándose. O quizá ratas. El cerebro busca explicaciones cómodas.
Pero los ruidos se repitieron. Siempre a la misma hora.
3:17 AM.
Exactamente. Cada noche.
Después vino el llanto.
No era un llanto cualquiera. Era el llanto de una mujer. Un lamento lento, entrecortado. No de tristeza, sino de desesperación. Como si alguien estuviera al borde de deshacerse, de perder la forma.
El llanto se escuchaba en mi cocina. Pero no había nadie ahí.
Y yo no podía moverme.
Una madrugada decidí mirar por entre las maderas de la casa abandonada. Llevaba una linterna. Apenas iluminé el interior, noté algo.
No era solo abandono.
Había marcas de uñas en las paredes. Rascaduras en la madera. Y, al fondo, una figura. Alta. Encorvada. Como si no pudiera mantenerse en pie del todo.
Me alejé con el corazón latiéndome en la garganta.
Cuando me di vuelta para correr, escuché claramente, desde adentro:
—No te vayas.
Esa voz no debería sonar como sonó.
Era como si se arrastrara por dentro mío.
Volví a mi casa. Cerré todo. No dormí.
La siguiente noche tocaron mi puerta.
Tres golpes secos.
3:17 AM.
Miré por la mirilla.
Una mujer de espaldas.
Larguísima. Inmóvil.
Tenía el pelo mojado, pegado a la espalda. Piel blanquísima, casi translúcida. Llevaba un camisón que parecía estar húmedo, como si acabara de salir de un pozo. Estaba tan quieta que dudé si era real.
Entonces se inclinó.
Lentamente. Como si pudiera verme a través de la puerta.
Y sonrió.
No abrí. Me metí bajo las frazadas. Recé sin saber a quién. No me dormí: me desmayé del miedo.
A la mañana siguiente, encontré la puerta entreabierta. Y huellas. Pequeñas, mojadas. Que entraban, pero no salían.
Fui a la comisaría. Les conté lo que vi.
Un policía mayor se me quedó mirando. Me llevó a una habitación, lejos de los demás, y me habló en voz baja:
—Esa casa… hace años apareció una mujer encerrada ahí. Encadenada. Sin agua ni comida. Las uñas desgastadas de tanto arañar. No se sabe cuánto tiempo estuvo viva antes de morir. Dicen que cada 17 de marzo, la hora exacta en la que dejó de respirar, su llanto vuelve.
—¿Qué hora era? —pregunté, aunque ya lo sabía.
—3:17 AM.
Intenté mudarme. Llamé a fletes. Armé valijas. Pero cada vez que lo hacía, las cosas desaparecían. O amanecían fuera de las valijas, como si alguien las hubiera desempacado durante la noche.
Una vez grabé con el celular. Lo dejé filmando mientras dormía.
Al día siguiente, revisé el video. No mostraba nada extraño, hasta que, a las 3:17 AM, la cámara tembló. Se escuchó la puerta abrirse lentamente. Y luego…
Ella entró.
No caminaba: se deslizaba.
Se sentó al borde de mi cama.
Y se quedó mirándome mientras yo dormía. A centímetros de mi cara.
No me tocó. Solo susurró algo que no pude entender.
Esa noche me desperté con moretones en los brazos. Como si me hubieran agarrado con fuerza.
Pasaron días sin que volviera. Empecé a creer que se había ido. Volvía a dormir. Volvía a sentirme humano.
Hasta anoche.
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Me desperté a las 3:17. No por ruido. No por miedo. Me desperté porque sentí que alguien me estaba mirando desde adentro.
No desde la puerta.
Desde adentro de mi cuerpo.
Fui al baño. Encendí la luz. Me miré al espejo.
Mis ojos estaban... apagados. Como si alguien los sostuviera desde atrás.
Entonces, por un instante, vi algo en el reflejo: ella, detrás mío, con la cabeza apoyada en mi hombro.
No grité. No pude.
El reflejo me sonrió. Pero yo no estaba sonriendo.
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Estoy escribiendo esto sin saber si soy yo todavía. Desde hace un rato, siento que mis manos no son mías. Que mi cuerpo se mueve con un ritmo que no decido. Como si estuviera ocupándome. Usándome.
La escucho.
Susurra cosas cada vez más claras.
Me dice que me calle. Que basta. Que no avise a nadie.
Pero tenía que dejar este mensaje.
Si estás leyendo esto, no vayas a mirar la casa del lado.
Y por lo que más quieras…
Nunca mires el reloj a las 3:17 AM.
Porque una vez que sabés que está ahí…
Ella ya te está buscando.
Y va a entrar.