El sonido de la lluvia golpeando el parabrisas era lo único que rompía el silencio incómodo entre ellos. Sofía tenía la mirada fija en la carretera, las manos aferradas al volante con tanta fuerza que los nudillos se le veían blancos. Ricardo, sentado en el asiento del copiloto, la miraba de reojo, buscando las palabras adecuadas para detener lo inevitable.
—No quiero seguir así —susurró ella de repente, su voz apenas audible entre el ruido de la tormenta.
Ricardo sintió un escalofrío recorriéndole la espalda.
—No digas eso… —intentó replicar, pero ella negó con la cabeza.
—Siempre es lo mismo, Ricardo. Peleamos, nos gritamos, nos pedimos perdón… y luego volvemos a pelear.
Él apretó los puños. Odiaba admitirlo, pero tenía razón. Habían caído en un ciclo tóxico donde el amor y el dolor iban de la mano.
—Pero yo te amo —dijo, casi como una súplica.
Sofía rió con amargura.
—¿Y de qué sirve eso si nos seguimos hiriendo?
El semáforo en rojo detuvo el auto en la intersección. Ricardo aprovechó el momento para tomar su mano, intentando aferrarse a lo poco que les quedaba.
—No te vayas enojada. Te prometo que cambiaré.
Sofía lo miró con los ojos llenos de lágrimas, y por un momento él creyó que había esperanza. Pero entonces ella apartó la mano con suavidad y bajó la mirada.
—Lo siento, Ricardo. Ya no puedo más.
El semáforo cambió a verde. Sofía pisó el acelerador sin darle tiempo a responder.
Ricardo sintió un nudo en el pecho. La vio manejar con los ojos empañados, su respiración agitada, como si cada kilómetro que avanzaban la alejara más de él. De pronto, no pudo soportarlo más.
—¡Sofía, detente! ¡Hablemos!
Ella negó con la cabeza.
—No, Ricardo. Solo quiero irme a casa.
Y entonces, sucedió.
Desde una calle lateral, un camión apareció de la nada. Sofía giró la cabeza justo a tiempo para ver las luces cegadoras, pero no para reaccionar.
—¡SOFÍA! —gritó Ricardo.
El impacto fue brutal. Todo ocurrió en segundos, pero para él, el tiempo se ralentizó. El metal retorciéndose, el vidrio estallando en mil pedazos, el sonido ensordecedor del choque. Ricardo sintió que su cuerpo se sacudía con violencia antes de que la oscuridad lo envolviera.
Un último adiós
El dolor lo despertó. Su cabeza palpitaba, sus extremidades se sentían pesadas. Con esfuerzo, logró abrir los ojos. La lluvia seguía cayendo, ahora mezclada con el olor a gasolina y a sangre.
Lo primero que vio fue el auto destrozado. Y lo segundo, el cuerpo de Sofía.
Un grito escapó de su garganta mientras se arrastraba hacia ella, sin importarle las heridas en su propio cuerpo.
—¡Sofía! ¡Dios, no! ¡Respóndeme!
Ella estaba recostada en el pavimento, con la mirada perdida en el cielo. Su pecho subía y bajaba con dificultad. Había sangre en su frente, en sus labios, en sus manos.
Ricardo tomó su rostro con desesperación, sintiendo cómo la vida se le escapaba entre los dedos.
—Te tengo… Estoy aquí… Aguanta, por favor…
Los labios de Sofía se movieron levemente, pero apenas pudo pronunciar un susurro:
—Te… amo…
Una lágrima rodó por la mejilla de Ricardo. Se inclinó sobre ella, acercando su frente a la de ella, sintiendo su aliento débil y tembloroso.
—No me dejes, por favor…
Ella intentó sonreír, pero sus ojos comenzaron a cerrarse lentamente. Su último aliento fue cálido contra su piel.
Ricardo sintió su corazón romperse en mil pedazos. Se aferró a ella con fuerza, sollozando como un niño.
Y entonces, con el alma hecha pedazos, le dio un último beso.
Un beso lleno de amor. De arrepentimiento. De despedida.
Las sirenas de la ambulancia sonaban a lo lejos, pero él ya sabía la verdad. Sofía se había ido.
Y con ella, su mundo entero.
-Lunaria-
Katlyn