La vi llegar con su gélida calma,
envuelta en un manto de fría ilusión,
sus ojos de invierno, su piel de escarcha,
su esencia marcada por la distorsión.
Desde ese instante supe en el alma
que aquel misterio sería mi cruz,
pues algo en ella, callado y distante,
prendió en mi pecho un fuego sin luz.
Nos vimos en danzas de azar y tiempo,
como dos sombras que juegan al fin,
mas siempre un muro, helado y denso,
detenía el roce, ahogaba el sentir.
Yo, inmortal en la brisa del mundo,
testigo del siglo y su lento latir,
hallé en su hielo un ardor profundo,
un eco olvidado, un nuevo existir.
Pero un día, sin rastro ni aviso,
su rastro se hundió en la niebla sin voz,
quedé vagando entre siglos y olvidos,
con su silueta marcada en mi amor.
Pasaron mil soles, mil lunas frías,
mas nunca mi alma dejó de esperar,
y cuando la nieve cubrió la vida,
su sombra en la brisa volvió a danzar.
No hubo palabras, solo miradas,
sus ojos de invierno, mi fuego interior,
y en un abrazo, donde el alma hablaba,
rompimos el hielo con nuestro calor.
Mas cruel destino, amante celoso,
nos separó con su ley mortal,
pues yo eterno, y ella de hielo,
no hallamos forma de amar sin final.
Hoy sigo errante, buscando en la niebla,
un rastro de ella, su pálida voz,
quizás en un sueño, quizás en un alba,
quizás en el eco de un viejo adiós.