El reloj de arena llegó a la vida de Mateo en un día cualquiera, envuelto en papel reciclado y con una nota que decía: "Para que nunca olvides". Al principio, lo miró con desdén, como un objeto más en su colección de antigüedades sin uso. Sin embargo, al caer la noche, la curiosidad lo llevó a voltearlo por primera vez. La arena dorada comenzó a deslizarse lentamente, y con cada grano que caía, un recuerdo olvidado emergió en su mente.
El primero fue la risa contagiosa de su hermana, jugando en el jardín durante una tarde de verano. La imagen lo envolvió, como si el tiempo no hubiera pasado. Se vio a sí mismo corriendo tras ella, sintiendo el calor del sol y el frescor de la hierba bajo sus pies. ¿Cuándo fue la última vez que pensó en ella? La tristeza se mezcló con la alegría, y cuando la última arena se deslizó, un eco de su risa se desvaneció en el aire.
Intrigado, Mateo repitió el proceso. Cada vez que el reloj giraba, un nuevo recuerdo brotaba; la primera vez que besó a Clara bajo el sauce llorón, la noche de su graduación, donde la emoción se entrelazaba con la incertidumbre del futuro, las charlas interminables con su abuelo sobre las estrellas. Cada reminiscencia era un viaje a un rincón olvidado de su alma, una puerta abierta a momentos que había dejado sepultados bajo el peso de la rutina.
Sin embargo, había un precio que pagar. Cuanto más volteaba el reloj, más se daba cuenta de que la arena no solo contaba el tiempo, sino que también lo consumía. Cada recuerdo revivido era un grano menos, y la presión del tiempo se hacía palpable. Con cada vuelta, el reloj parecía reírse de él, como un cómplice cósmico que disfrutaba de su lucha contra la inexorabilidad del destino.
Mateo comenzó a obsesionarse con el reloj. Días se convirtieron en semanas, y las horas se escurrieron entre sus dedos mientras se sumía en un mar de memorias. Se olvidó de vivir el presente, atrapado en el eco de un pasado que lo llamaba con fuerza. La vida que una vez tuvo, llena de promesas y sueños, se desvanecía con cada giro del reloj.
Una noche, en un arranque de desesperación, decidió que no volvería a voltearlo. Pero el impulso era más fuerte que su voluntad, y ante la mirada de un futuro incierto, se encontró girando el reloj una vez más. Esta vez, en lugar de un fragmento de memoria, una sombra emergió: el rostro de su madre, con lágrimas en los ojos, despidiéndose antes de que la enfermedad reclamara su luz. El dolor lo atravesó como un rayo, y la angustia de lo irremediable lo envolvió. Comprendió que no solo estaba contando su vida; estaba desenterrando el peso de las pérdidas.
Con el corazón apesadumbrado, Mateo decidió que era hora de dejar el reloj de arena de lado. Se sentó en su sillón, con el objeto en sus manos, y contempló la arena que aún quedaba. Aquel reloj no solo le había ofrecido recuerdos, sino que también le había enseñado a apreciar el presente, a valorar los momentos que aún estaban por vivir. La vida no se medía solo en memorias, sino en la capacidad de crear nuevas, de experimentar cada día como un regalo.
Así, Mateo guardó el reloj en el fondo de un cajón, un relicario de su pasado que, aunque no olvidaría, no dejaría que lo consumiera. Y mientras el tiempo continuaba su marcha, él decidió vivir intensamente, cada instante, cada sonrisa, cada lágrima, sabiendo que el verdadero tesoro de la vida no reside en los recuerdos, sino en el presente que se despliega ante él, brillante y lleno de posibilidades.