Hace diez años, específicamente cuando éramos compañeros de clase, siempre me resultó extraño un chico.
Cabello puntiagudo, lentes, algo regordete y con una barba pequeña –la típica que se lleva cuando un chico entra a la adolecencia–, pero plasmado de emociones que yo no comprendía.
–Té presento a mi amigo –nos presentaron–. Porfavor, tratalo bien que no lo ha pasado bonito.
Sin más interés, que esa minúscula interacción, me marché por mi lado y él por el suyo.
Pasaron los meses y lo encontraba en algunos desastres del curso, ahora se veía distinto, seguía sin llamarme la atención, pero algo en él me hacía vibrar.
Aunque lo dejé pasar.
–¿Quieres escuchar música? –me ofreció mi mejor amiga de ese tiempo.
Acepté, ya que no tenía nada que perder. Me relaje en la mesa que tenía de escritorio y relaje mis ojos.
–Solo dejame el asiento, ¿sí? –Se escuchó aquella voz, suplicante.
Abrí los ojos y subí la mirada, ahora lo encontraba suplicando por el asiento junto a nuestra compañera.
Una vez lo consiguió, orejas y colita salían de él, emocionados por atención.
En ese momento algo se encendió en mi, no supe explicarlo en aquel entonces, pero se sentía bien.
Me toque el pecho y este se conmovió ante sus acciones, pero...
–Eres bastante molesto –respondió aquella chica–. No me agradas para nada.
Y fue cuando esa chispa se apago, al igual que la emoción de aquel chico.
–No puedo creerlo –suspire sin darle mucha importancia–. Que pena por el.
Y allí fue la primera vez, en donde una pequeña molestia creció dentro de mí.