El camino hacia la casa de Diana parecía envuelto en un velo de nostalgia. Cada paso por la vereda desgastada era como caminar por un baúl de recuerdos. Las flores marchitas en el jardín y el color deslavado de las paredes parecían murmurar historias olvidadas. La madre de Diana, doña Francisca, me recibió tras el mostrador de lo que parecía una tienda que alguna vez fue una ferretería.
—Diana está en casa —dijo con una sonrisa cansada.
Mis latidos se aceleraron. Subimos las escaleras de madera, que crujían bajo nuestros pies, hasta una puerta blanca. Francisca la abrió lentamente. Diana apareció, tan distinta y tan igual. Su cabello suelto enmarcaba un rostro más joven, más sereno, y llevaba un vestido celeste largo, como si fuera una princesa de cuento. Pero su mirada no era dulce.
—¡¿Por qué abres la puerta?! —gritó a su madre, visiblemente molesta.
En su furia, intentó cerrar la puerta, pero me colé antes de que lo lograra. Mi presencia la tomó por sorpresa; por un instante, sus ojos brillaron de reconocimiento.
—Solo quería verte —dije, como si esas palabras fueran suficientes para sostener el momento.
El tiempo pareció detenerse. Hablamos en murmullos, como si cada palabra fuera un secreto compartido. Finalmente, Diana dijo:
—Vuelve más tarde.
—No puedo —respondí, sintiendo que la distancia entre nosotros era más grande que la geografía. Le expliqué dónde vivía, cómo era difícil regresar. Pero, al final, pregunté:
—¿A qué hora?
Ella no respondió. La puerta se cerró suavemente tras de mí.
Regresé a mi cuarto. Mientras le contaba a mi madre lo ocurrido, su respuesta me sorprendió.
—Cámbiate, ve ahora.
Yo dudaba. Pensaba en los peligros: en el celular que podía perder, en las fotos de ladrones que había visto antes. Decidí que iría a las cuatro de la tarde. No era ni de día ni de noche; un momento neutral, seguro. Pero mientras meditaba mi plan, algo extraño sucedió.
Me desperté. Sentí las palabras en mi boca, balbuceando entre la confusión del sueño:
—Tengo que ir ahora… o a las cuatro.
Y luego la verdad me golpeó como una ráfaga fría: no había ninguna casa, ni Diana, ni puerta blanca. Era solo un sueño. La tristeza se filtró en mi pecho mientras susurraba para mí mismo:
—Ya no tengo que ir a las cuatro…
Pero incluso despierto, la nostalgia permaneció, como si la distancia entre los sueños y la realidad aún pudiera ser cruzada.