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Obligada A Amarte

Capitulo I Sueños rotos

Punto de vista de Diana

Soy Diana Vega. Veinticinco años. Mi cabello castaño nunca está tan prolijo como a mi madrastra le gustaría, y mis ojos color miel, según mi padre, solo saben mirar en la dirección equivocada. A los cinco años quedé huérfana de madre, un golpe que marcó mi infancia para siempre.

Cuando cumplí siete, mi padre se volvió a casar con Laura Méndez, una mujer de carácter fuerte, que trajo consigo a Fabiana, una hija un año mayor que yo. Me sentí feliz ante la idea de una hermana, sin embargo, esa alegría se esfumó rápidamente. Fabiana no solo heredó el carácter de su madre, sino una envidia silenciosa y perversa que dedicó a hacer mi vida miserable.

Mi padre le dio su apellido, "Vega", como un escudo, dejando claro que nadie podía tocar a Fabiana y salir airoso. Era un trato muy diferente al que me daba a mí. Para Don Luis Vega, yo era la oveja negra, la rebelde que no hacía su voluntad, y por esa razón no dudaba en castigarme cada vez que lo desobedecía.

Aun así, no todo estaba perdido. Gracias al dinero que me dejó mi madre, pude dedicarme a estudiar con la única meta de obtener la independencia. Quería irme de la mansión Vega y ser libre de una vez por todas. Además de mi libertad, estaba Sergio, el hombre más guapo del mundo y el dueño de un corazón que creía solo mío. Teníamos planes de casarnos en menos de un mes y formar una familia. Justo por eso, y para ayudarlo con lo que sería nuestro hogar, decidí buscar trabajo.

Esa mañana, llevé mi currículum a una de las corporaciones más prestigiosas del país. Era un edificio enorme e imponente, el sueño de trabajo de cualquier recién graduada. Después de dejar mi expediente en el departamento de recursos humanos de las Empresas Villavicencio, marqué el número de mi mejor amiga.

Llamé a Irene para contarle que había seguido su consejo de postularme para el puesto de asistente de administración. Quería empezar por algo, pero también necesitaba su ayuda: había decidido que era hora de dar el siguiente gran paso en mi relación con Sergio.

—Hola, desconocida —la emoción en mi voz no podía ocultarse.

—Hola, cariño. ¿Dónde estás? —preguntó ella, y la escuché visiblemente estresada.

—Saliendo de tu lugar de trabajo. Como ya es hora del almuerzo, ¿te apetece ir conmigo y así hablamos?

Escuché un resoplido al otro lado y luego un silencio.

—Te tomaré la palabra, necesito un respiro.

Colgué la llamada quedándome fuera de la empresa a esperar. Mientras tanto, me dediqué a mirar el imponente edificio frente a mí. Era un lugar intimidante, un templo de cristal y acero que gritaba poder. Era el mundo de hombres como Marcelo Villavicencio; un mundo oscuro, frío y complejo que yo juraba evitar.

​Mientras mis ojos recorrían los pisos de ese gigante, no noté el auto negro de alta gama que se detuvo silenciosamente justo a mi lado. Bajó la ventanilla. El hombre al volante tenía unos ojos de un azul tan gélido y penetrante que me dejaron clavada en mi sitio, sintiendo cómo ese "giro de 180 grados" comenzaba a dar su primer temblor.

​Él no se fijó ni remotamente en mi presencia. En cambio, bajó de su auto dando pasos firmes. Su mirada era la de un depredador: fija, penetrante, terrorífica. En ese momento agradecí ser el último eslabón en su cadena alimenticia.

​Después de que ese hombre entrara al edificio, Irene salió dedicándome una sonrisa fingida, pues era obvio que estaba agotada.

​—Perdón por hacerte esperar —dijo mientras se acercaba.

​—No te preocupes, sé que estás ocupada.

​Nos dirigimos a un restaurante cercano y algo económico. No quería gastar más de lo necesario, pronto me casaría con Sergio y no quería despilfarrar lo poco que me quedaba.

—Estoy lista para dar el siguiente paso con Sergio — Dije de sopetón.

—¿De qué hablas? — pregunto, su mirada llena de pánico.

—Esta noche la pasaré con él en su departamento, — mi voz se cortó de pronto al ver la expresión de Irene.

​Mi amiga me tomó de la mano sobre la mesa. Su fingida sonrisa había desaparecido, dejando una mueca de ansiedad y culpa que me heló la sangre.

​—Diana, tenemos que hablar de Sergio —susurró, con una urgencia que no le conocía.

​—¿Qué pasa? ¿Tuvo problemas en el trabajo? —pregunté, sintiendo un nudo en el estómago.

​Irene negó con la cabeza, sus ojos esquivando los míos. —No puedo seguir guardando este secreto, Diana. Te juro que lo intenté, pero no puedo verte planear tu futuro con ese... infeliz.

​El ruido del restaurante desapareció. Solo escuchaba el latido frenético en mis oídos.

​—¿De qué estás hablando, Irene? —Mi voz era apenas un hilo.

​Ella apretó los labios y luego soltó las palabras como balas: —Sergio te está engañando. Te está engañando con Fabiana.

​El mundo se detuvo. No podía ser. Fabiana, la mujer que había dedicado su vida a arruinar la mía; Sergio, el hombre que juró amarme. Sentí una náusea amarga y un frío que no tenía nada que ver con el aire acondicionado del local.

​—Mientes. Estás celosa de que voy a casarme —repliqué, mi voz temblaba a pesar de mi intento por sonar firme.

​—¡Diana! Fabiana lleva meses utilizando tu coche para ir al departamento de Sergio! Los vi, cariño, los vi hace dos días saliendo de un hotel cerca de aquí, riendo como una pareja de recién casados. Ella te odia y él... él es un oportunista que solo ha esperado el momento para unirse a ella.

​El rostro de mi mejor amiga, lleno de dolor sincero, me hizo comprender que no estaba mintiendo. El "espíritu libre" y los "sueños y anhelos" que marcarían mi futuro se hicieron pedazos sobre esa mesa barata. El giro de ciento ochenta grados no lo había provocado Marcelo Villavicencio con sus ojos de hielo, sino la puñalada trapera de la gente que más amaba.

​Me levanté de la mesa, la silla resonó al caer, y salí del restaurante sin mirar atrás, el nombre de Sergio y Fabiana quemándome en la garganta. Necesitaba aire. Necesitaba venganza. Necesitaba, de alguna forma, recuperar el control de ese destino que acababa de ser destrozado.

Capitulo II La traición

Punto de vista de Diana

Salí corriendo del restaurante, dejando a mi amiga atrás. Tenía que corroborar sus palabras, necesitaba verlo con mis propios ojos. Así que volví a la mansión, sequé mis lágrimas y actué como si nada hubiera pasado.

Como era costumbre, subí a mi habitación, ignorando a los presentes: mi padre, su horrible esposa y su nefasta hija. Mi plan era simple: esperar a que Fabiana saliera de la casa y seguirla. Lo haría el tiempo que fuese necesario con tal de atraparla con mi supuesto prometido.

Mientras la tormenta se gestaba en mi interior, recibí la llamada de mi infiel prometido. Respiré profundo antes de contestar.

—Hola, amor —mi estómago se revolvió al pronunciar esa última palabra.

—Mi reina, estoy esperando por ti en mi apartamento. ¿A qué hora llegas?

Había olvidado nuestro plan para esta noche, por lo que tuve que pensar rápido en una excusa.

—Lo siento, cariño, esta noche no puedo ir a verte. Mis padres están esperando un desliz mío para recriminarme y compararme con mi perfecta "hermana" —hice énfasis en lo último con un sabor amargo en la boca.

—Ya no eres una niña y no pienso seguir perdiendo mi tiempo con alguien que no es capaz de alzar su voz... Soy un hombre y como tal tengo necesidades, Diana.

El muy imbécil colgó la llamada. Era un cobarde incapaz de amar a alguien. Sin embargo, él tenía razón en algo: debía tomar las riendas de mi vida y dejar de permitir que mi padre y su esposa siguieran controlándola.

Me quedé mirando por la ventana. La noche anunciaba una fuerte lluvia, y a lo lejos se podía ver el cielo alumbrado por los rayos incansables, parecidos a mis sentimientos en este momento. Volteé la mirada hacia una sombra en el jardín. Enfocando, mis ojos se abrieron de par en par al darme cuenta de que se trataba de Fabiana. Bajé rápidamente por la escalera de servicio (o usé la ruta más discreta), la seguí hasta el estacionamiento y la vi subir a mi auto.

Cuando salió de la propiedad fui tras ella. Casualmente iba pasando un taxi, el cual abordé sin pensar.

—Siga ese auto, por favor —le pedí al taxista, un hombre que me miró confundido por mi urgencia y mi aspecto descompuesto.

El hombre, con evidente cautela, puso en marcha el vehículo.

La persecución empezo, la lluvia comenzó a caer con furia, convirtiendo las luces de la ciudad en pinceladas borrosas. El taxista, un hombre mayor y de pocas palabras, me lanzó una mirada nerviosa por el espejo retrovisor.

—Señorita, ¿está segura? Vamos a más velocidad de la debida —murmuró, mientras un relámpago iluminaba el interior del coche.

—Continue conduciendo —dije, casi en un gruñido. Tenía que llegar a ese lugar. El auto que conducía Fabiana, mi auto, era ahora mi único faro en medio de la rabia y la tormenta.

El viaje fue una tortura. Cada semáforo, cada giro, era un recordatorio de lo que Sergio me había dicho: "Estoy esperando por ti en mi apartamento". No me estaba esperando a mí. Estaba esperando a Fabiana.

Finalmente, el coche de mi hermana se detuvo frente a un edificio de apartamentos en una zona céntrica. Le pagué al taxista sin esperar el cambio y salí corriendo bajo el aguacero, sintiendo el frío en el rostro.

Me escondí detrás de un arbusto empapado, justo a tiempo para ver a Fabiana bajar de mi coche. Estaba impecable, sonriendo con una suficiencia que me hizo querer gritar. Subió los escalones y la puerta del edificio se abrió antes de que tocara el timbre.

Lo vi.

El hombre que la recibió en el umbral no podía ser otro que Sergio. Mi prometido. Su camisa desabrochada, su sonrisa de complicidad... No hubo besos, no hubo abrazos forzados, solo una mirada de entendimiento que valía más que cualquier palabra.

Fabiana entró, y Sergio cerró la puerta de golpe, apagando mi última chispa de esperanza.

Me quedé allí, temblando, empapada hasta los huesos. La lluvia no era nada comparada con el torrente de dolor, humillación y furia que sentía. El egoísmo de Fabiana, la traición de Sergio, el favoritismo de mi padre... todo se unió en una única y poderosa necesidad: venganza.

Se acabó. Mi libertad no se negociaba, ni mi corazón se entregaba a un imbécil. Ahora, ellos me habían obligado a luchar. Y yo iba a amar cada minuto de la batalla.

Después de presenciar el acto de traición más ruin que una pueda imaginar, empecé a caminar bajo la fría lluvia sin rumbo fijo. Aunque detestaba la idea, mis pies me llevaron de vuelta a la mansión Vega, el lugar que odiaba con todas mis fuerzas. Los señores Vega se encontraban aún en la sala, tomaban champán y reían animados, era obvio que estaban celebrando algo.

De pronto la mirada de mi horrible madrastra se dijo en mí con desprecio.

—¿Qué gachas son esas? Pareces una indigente. — su voz me recordó una vez más que ella había robado mi vida para dársela a su hija.

—No es tu problema, mejor atiende los asuntos de tu hija.

Un fuerte golpe atrajo mi atención, mi padre quien permanecía en silencio como o el vaso en sus manos con fuerza sobre la mesa.

—Eres una insolente, ven y pídele perdón a tu madre. — grito Don Luis.

—Ella no es mi madre y no tengo porque disculparme y mucho menos pedir perdón.

Mi padre se levantó caminando a grandes zancadas hasta llegar hasta donde estaba yo y sin mediar palabras golpeó fuertemente mi rostro dejando un ardor en mi mejilla aunque eso no era nada comparado al dolor que estaba sintiendo en mi corazón.

—Solo le faltaba esto, señor. Espero que se sienta realizado como padre después de tan miserable acción.

La furia en los ojos de mi padre me confirmó lo que siempre supe: yo no era nada para él. Solo me había soportado por la memoria de mi madre. Mire detrás de él y pude ver la cara de satisfacción y diversión que tenía Laura ante la escena. Así que sin decir una palabra más me retire a mi habitación cerrando la puerta con llave y tumbándome en la cama para desahogar mi rabia.

El sonido de mi teléfono me saco de mi miseria, lo tome con la esperanza de que fuera Irene, pero el número del remitente era desconocido. Abrí el mensaje para darme cuenta de que de la empresa Villavicencio me habían escrito citandome para el siguiente día a primera hora. Era una entrevista de trabajo, —tal parece que mi vida está por cambiar. —susurre para mí.

Capitulo III El encuentro

Punto de vista de Diana

Recibir el mensaje de las Empresas Villavicencio fue un bálsamo para mi corazón herido, una prueba de que, a pesar de todo, aún podía controlar mi camino. Decidí descansar bien y presentarme a la entrevista como toda una profesional.

A la mañana siguiente me levanté con el sonido de la alarma. Aún podía sentir el golpe que mi padre me dio en el rostro, pero me apresuré a mirarme al espejo para descubrir que no tenía rastros visibles de su violencia. Suspiré aliviada. Fui a mi guardarropa y saqué el traje más formal que tenía: un pantalón de sastre color negro, con una camisa de satín y un chaleco del mismo color.

Entré al baño y, después de asearme, me dispuse a maquillarme de manera natural. Recogí mi cabello castaño en una cola alta, dejando que las ondas cayeran sobre mi espalda. Me puse el traje de sastre y, al verme al espejo, no me reconocí. Realmente, este no era mi estilo, pero si quería dar una buena impresión, debía dejar mis jeans de lado y verme como una profesional.

Salí de la casa antes de que mi maravillosa familia se despertara. Este día no quería dramas en mi vida; yo solo quería ser independiente y empezar a ganar mi propio dinero. Subí a mi auto y, de inmediato, recordé cómo la estúpida de Fabiana lo había usado. Ella lo hacía para que los de seguridad reportaran que era yo quien salía por las noches y no volvía hasta altas horas de la madrugada; era una víbora ponzoñosa y tenía todo planeado para incriminarme.

Sacudí esos recuerdos de mi cabeza para proceder a retirarme de la mansión. "Después de la entrevista de trabajo llevo el coche a lavar," pensé, no quería seguir oliendo la podredumbre de Fabiana en él.

Conduje durante veinte minutos hasta las Empresas Villavicencio. En la entrada ya me esperaba mi amiga Irene con una gran sonrisa.

—Sabía que te iban a llamar —comentó, guiándome al interior del edificio.

—No te puedo mentir, estoy muy nerviosa —confesé con inquietud.

—Tranquila, amiga. El encargado de Recursos Humanos es muy amable, él te tratará bien.

"Por lo menos no me entrevistaría con Marcelo Villavicencio", pensé. Eso sí sería bastante malo para mí, ya que él tiene fama de frío y despiadado.

Irene me condujo hasta el área de Recursos Humanos y me explicó hasta dónde debía ir. Ella no podía acompañarme, pues su turno estaba por empezar. Caminé por un largo pasillo lleno de lujos y un piso reluciente, pero lo que más atrajo mi atención fue que en ese lugar no había nadie más. Imaginaba que estaría lleno de personas optando por el puesto.

Me presenté con una secretaria que estaba sola en la inmensidad de aquel lugar. La mujer, de rostro serio, me indicó con un gesto ascender al siguiente piso.

—El señor Villavicencio la espera —dijo sin más.

Mi respiración se detuvo. —¿El encargado de Recursos Humanos?

—No, señorita Vega —respondió ella, sin siquiera levantar la vista—. El Señor Marcelo Villavicencio. Suba por el ascensor privado, es la única forma de llegar a su oficina.

La noticia me golpeó como un rayo. El plan de una "entrevista tranquila" se había esfumado. De repente, la amabilidad de Recursos Humanos era una burda excusa para llevarme directamente a la cima, al depredador que había visto ayer en la entrada.

Tomé el ascensor de metal pulido. Mientras subía, vi mi reflejo en las puertas: una profesional en un traje de sastre, pero con un corazón latiendo como un pájaro asustado. El viaje terminó con un ding casi inaudible.

Al salir, la atmósfera era diferente: silencio absoluto y una vista panorámica de toda la ciudad que me hizo sentir pequeña. Solo había una puerta, maciza y oscura. Toqué con un temblor que no pude disimular.

—Adelante —escuché una voz grave y profunda, sin un ápice de calidez.

Abrí la puerta y entré en una oficina del tamaño de mi casa. Al centro, detrás de un escritorio de caoba oscura que parecía un altar, estaba él. Sus ojos, ese azul gélido que recordaba, se fijaron en mí como si yo fuera un objeto a analizar. No había sonrisa, ni saludo, solo esa mirada de depredador.

—Diana Vega —dijo, nombrando mi identidad con una autoridad que me hizo retroceder un paso—. Pase y tome asiento.

Su tono de voz era firme, lo cual era el contraste ideal a su expresión. Tragué saliva, acercándome a él y manteniendo la firmeza en mi andar. No podía verme débil ante el hombre más intimidante que había visto en mi vida.

—Gracias, señor Villavicencio —respondí con firmeza, aunque por dentro era un manojo de nervios.

Él tomó lo que parecía ser mi currículum y empezó a observarlo con determinación. Había algo en su expresión que me hacía querer salir corriendo de aquella oficina, pero el saber que esta era mi única oportunidad de ser libre me mantuvo pegada a la silla.

—Graduada con honores, excelente recomendación de sus profesores, nada de experiencia laboral. Hija de Luis Vega, mi principal competidor. —Quedé atónita ante su comentario, pues yo no sabía nada de la empresa que mi padre manejaba—. Tiene muchas agallas para venir aquí y querer un puesto en el área de administración. ¿Acaso su padre la envió como espía?

—¿Qué? No, no es así. Yo no tengo idea de lo que me está hablando —me apresuré a decir—. Los negocios de mi padre no me interesan para nada, yo solo vi la oportunidad de un buen trabajo en esta empresa y por eso me postulé.

Marcelo se quedó mirándome fijamente, como si quisiera leer mi alma. No iba a negar que esa actitud me dejó bastante nerviosa; él me intimidaba, aunque también me hacía sentir algo extraño.

—Por obvias razones no puedo contratarla, señorita Vega.

Ese había sido un golpe duro a mis sueños de ser libre. La burbuja de ilusiones se había reventado, dejándome un mal sabor de boca. Tampoco le rogaría a este prepotente el puesto, no pensaba humillarme ante nadie, así que tomé mi currículum y me dispuse a irme.

—Aún no he terminado —dijo el sujeto cuando estaba por empezar mi andar—. No la contrataré como administradora de mi empresa, pero sí como mi secretaria.

Quedé en shock. Yo no había estudiado tantos años para terminar de secretaria de un arrogante y frío CEO, pero mi necesidad de libertad me estaba asfixiando, por lo que ahora me encontraba contra la espada y la pared.

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