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VEINTICUATRO (BL)

capítulo 1: Conociendo al Diablo

El piso vibraba.

El aire olía a caucho quemado y a gasolina.

Y lo único que rompía el silencio eran los motores encendiéndose uno tras otro, como si despertaran monstruos en fila.

Cada uno con hambre. Con rabia. Con ganas de correr.

En medio de una vieja zona industrial al borde de la ciudad, los autos se alineaban frente a una pista improvisada. Gente por todos lados, gritando, bebiendo, apostando. Olor a goma quemada, gasolina, sudor y fritanga callejera. Un ambiente desordenado pero vivo. Tan vivo que parecía respirar.

—¿Seguro que es aquí? —preguntó Alex, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.

—Lo estoy viendo —respondió Nathan, sin despegar la mirada del coche gris que acababa de estacionarse frente a la línea de salida.

Llevaba un abrigo oscuro, elegante, fuera de lugar entre sudaderas, cadenas y gorras. A su lado, Alex —su asistente personal, amigo de confianza desde hace años— parecía aún más incómodo, como si esperara que en cualquier momento los reconocieran y alguien intentara robarles o sacarle fotos al CEO de la empresa automotriz más poderosa del país.

—¿Vinimos solo a ver, o estás planeando fichar a alguien? —preguntó Alex, intentando sonar relajado.

Nathan entrecerró los ojos, como si ni él mismo supiera responder eso.

En la pista, el chico del coche gris azulado bajaba con paso despreocupado. Camiseta negra sin mangas, pantalones sueltos y zapatillas viejas. El cabello despeinado, sonrisa torcida. Dylan Seo. El nombre retumbaba en los pasillos del mundo ilegal como si ya fuera leyenda. Joven, rápido, impredecible.

Y no estaba solo.

—¡Bro, vamos tarde como siempre! —reclamó uno de sus amigos, un tipo bajito con cabello teñido de rojo.

—Cállate, que si no llego me reemplazan con uno de esos de TikTok —respondió Dylan, acomodándose los guantes mientras se reía.

—¿Otra carrera sin practicar, hermano? —preguntó el más alto, con cara de dormido y un vaso de café en la mano.

—La práctica está sobrevalorada —soltó Dylan, caminando hacia su auto sin mirar atrás.

Eran un grupo raro, pero encajaban. Como piezas mal cortadas que de alguna forma formaban un todo. Se entendían sin hablar demasiado.

El auto del contrincante rugió desde el otro lado. Un tipo alto, musculoso, tatuado hasta el cuello, que bajó de su Dodge como si fuera la estrella de una mala película. Miró a Dylan de arriba abajo.

—¿Otra vez tú, mocoso?

—Qué aburrido ser tu pesadilla —contestó Dylan, sin perder la sonrisa.

Nathan no pudo evitar soltar una mínima curva en los labios. Era la reacción involuntaria de alguien que llevaba demasiados años sin ver algo que lo sorprendiera.

—¿Ese es Dylan Lee? —murmuró Alex.

—Sí. —Nathan habló bajo, pero claro—. Él es lo que vine a ver.

—¡Apuestas cerradas! ¡Motores encendidos! —gritó uno de los organizadores desde un micrófono portátil, elevando el volumen entre la multitud.

—Tres...

—Dos...

—¡UNO!

La pista explotó en ruido.

Los dos autos salieron disparados como flechas. Dylan tomó la delantera en menos de cinco segundos. Sus manos se movían rápido, pero precisas. No temblaban. El auto viraba con agresividad, sin titubeos.

No corría. Volaba.

Detrás de él, el Dodge se esforzaba por alcanzarlo. La diferencia estaba en cada curva, en cada frenada perfecta que Dylan hacía sin miedo, como si no hubiera opción de perder.

Nathan lo observaba con una mezcla de fascinación.

Alex lo notó.

—Estás muy callado. ¿Te gustó lo que viste?

—Tú,qué creés—murmuró Nathan, con los ojos fijos en la pista.

El rugido de los motores bajó.

Dylan cruzó la meta con una ventaja tan clara que ni siquiera hubo emoción en el final. Solo frenó, bajó el vidrio, y se quedó mirando cómo el otro tipo maldecía desde el volante.

—Otra vez lo reventó —dijo alguien—. No tiene rival ese cabrón.

Dylan no respondía. Solo apagó el motor y se bajó del auto, rodeado enseguida por sus tres amigos.

—La curva estuvo asquerosamente buena —dijo el más bajo, todavía con la cámara en la mano—. ¡La tengo grabada!

—Yo solo quiero decir que deberías dejar que los demás ganen alguna vez. Por autoestima. —El alto, con su café medio derramado, le palmeó la espalda.

Dylan solo sonrió.

—Si quieren autoestima, cómprenla por Amazon.

Mientras hablaban, nadie notó que, del otro lado, Nathan se quitaba el abrigo. Se arremangó la camisa, entregó las llaves de su camioneta a Alex, y se dirigió directo hacia uno de los autos de respaldo que había mandado traer esa misma noche. Negro, discreto, con motor silencioso y diseño modificado para competir… aunque nadie lo supiera.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Alex, acercándose con cara de “esto es una mala idea”.

—Lo que vine a hacer.

—Nathan, si alguien te reconoce…

—No lo harán.

Abrió la puerta del auto y se sentó como si lo hiciera cada noche. Porque, de hecho, lo hacía.

Solo que nadie lo sabía.

En la pista, el organizador miró la lista en su tablet, levantó la cabeza buscando entre los nuevos.

—¿Nathan...?

—Llamame número veinticuatro —respondió Nathan, desde dentro del coche.

—Ok… siguiente ronda: ¡Dylan Lee contra el corredor veinticuatro!

Dylan levantó la cabeza.

—¿Quién?

—Ni idea —dijo uno de sus amigos—. ¿Ese tipo de allá?

Se giraron.

Vieron al auto negro. Ventanas polarizadas. Nadie lo reconocía. Pero sí lo notaban. Porque el auto no era común. Y el tipo tampoco.

—Qué raro. Ni siquiera muestra la cara —dijo Dylan en voz baja.

—¿Será otro ricachón aburrido?

—No sé, pero ojalá no maneje como viste —bromeó.

Los dos autos se alinearon.

Dylan miró de reojo al conductor. Pero los vidrios seguían oscuros. asique no podía verle el rostro.

—¿Listos?

El semáforo improvisado cambió de rojo a amarillo.

Dylan sonrió.

—Veamos qué tan bueno eres, Riquillo.

Verde.

Los dos salieron disparados.

Dylan tomó la ventaja al principio, como siempre. Pero al llegar a la primera curva, algo le molestó.

El otro auto... seguía ahí.

No solo seguía ahí. Lo estaba midiendo. Aguantando.

Control absoluto. Ningún error. Ni uno.

Dylan frunció el ceño.

No estaba acostumbrado a eso.

El auto negro no buscaba rebasarlo a lo loco. Esperaba. Elegía. Cada metro lo leía, lo analizaba. Era como correr contra alguien que ya había estudiado su forma de conducir.

Nathan no tenía expresión. Solo los ojos atentos, calculando distancias, reflejos, zonas de frenado. No buscaba lucirse. Buscaba precisión.

Y la encontró.

En la penúltima curva, lo rebasó por fuera. Silencioso. Letal. Como si hubiera estado esperándolo todo el tiempo.

Dylan aceleró. Intentó recuperar el control. Pero ya era tarde.

Cuando cruzaron la meta, Dylan frenó tan de golpe que el auto chirrió como si se quejara.

Se sacó el casco de un tirón, lo dejó caer en el asiento y bajó al instante.

La sangre le hervía. El corazón a mil. Y la rabia en la garganta.

Miró el auto negro que acababa de ganarle.

Estaba ahí, estacionado como si nada.

Impasible. Callado. Intocable.

—¿Quién carajos es ese? —soltó, sin despegar los ojos del vehículo.

Y justo en ese momento, la puerta del auto negro se abrió. Nathan bajó con una calma que rayaba en burla. Tenía el cabello algo despeinado, los guantes colgando en una mano, la camisa medio abierta y esa sonrisa desvergonzada... Tranquila, segura, como si él no hubiera corrido… sino jugado.

Caminó unos pasos hacia el frente, estirando los hombros. Lo miró.

Dylan no se aguantó.

—¿Tú quién mierda te crees?

Nathan frenó. Lo vio de arriba abajo.

Y sonrió más.

—¿No te lo dejé claro?

El comentario le pegó directo al ego.

Dylan dio un paso más.

—Ganaste por nada. Te crees mucho, pero—

—¿“Por nada”? —lo interrumpió Nathan, alzando una ceja como si le hablara un niño—. Entonces corre mejor.

Dylan se quedó callado por un segundo. No porque no tuviera qué decir…

Sino porque el descaro fue tan directo que le descolocó el cerebro.

Y ahí se acercó.

No mucho. Solo lo suficiente para que Dylan sintiera el peso de su presencia.

—No te pongas tan tenso, campeón —le dijo, con voz tranquila—. A cualquiera le puede pasar.

Dylan alzó la ceja, ya listo para responderle algo, pero Nathan no terminó ahí.

Se inclinó un poco, lo suficiente como para quedar a pocos centímetros de su cara.

—Aprende a perder.

La frase le cayó como un ladrillazo.

Dylan se quedó en silencio. No porque no tuviera palabras, sino porque el nivel de descaro era tan alto que le trabó el cerebro.

Nathan sonrió de lado, giró lentamente y empezó a alejarse. Como si no acabara de dejarlo masticando su propio ego.

—Nos vemos en la próxima, campeón.

Y siguió caminando.

Como si no lo acabara de dejar masticando el polvo.

capítulo 2: El número veinticuatro

El rugido de los motores ya era un eco lejano.

Dylan caminaba solo por las calles húmedas, con las manos en los bolsillos y la cabeza hecha un desastre. No saludó a nadie al irse. Ni siquiera escuchó los gritos de sus amigos. Solo necesitaba aire. Y espacio. Mucho espacio.

Nunca lo habían ganado así.

Ni por poco.

Ni por nada.

Ese tipo… ese tal “número veinticuatro”… había corrido como si conociera cada maldito movimiento suyo. Como si lo hubiera estudiado. Como si supiera quién era, incluso antes de llegar.

—Pinche mamón... —murmuró Dylan, pateando una botella vacía.

La calle estaba desierta. Solo se escuchaban los autos lejanos y sus pasos malhumorados. Ya iba por su tercer intento de sacar un cigarro cuando su auto, el mismo que había dejado estacionado en una calle paralela, parpadeó. Las luces titilaron como si tuvieran vida propia.

Frunció el ceño.

—¿Y ahora qué...?

Se acercó. Abrió la puerta. Todo parecía normal… hasta que intentó encender el motor.

Nada.

—No empieces con mamadas…

Giró la llave una, dos, tres veces. El tablero parpadeó… y luego, todo se apagó.

—Genial. —Golpeó el volante con la palma—. ¡Lo que me faltaba!

Salió, revisando los alrededores. El callejón tenía ese tipo de silencio que ya no parecía normal. Como si alguien más respirara ahí. Como si lo estuvieran viendo.

Se giró rápido.

Nada.

Dio un paso atrás.

Y ahí fue.

En menos de un parpadeo, dos tipos lo tomaron por los brazos. No eran improvisados: grandes, coordinados, sin decir una sola palabra. Dylan intentó soltarse, pateó, empujó, lanzó el codo a uno... pero fue en vano. Sintió algo punzante en el cuello.

Frío.

Después ardor.

Y después... nada.

Oscuridad total.

Despertó con la garganta seca y los músculos tensos. La cama bajo él era demasiado suave.

Demasiado cómoda para ser suya.

Abrió los ojos.

El techo alto. Las cortinas gruesas. El aire con olor a madera fina y perfume caro.

—¿Qué chingados…? —se incorporó de golpe.

—Buenos días.

Esa voz.

Esa maldita voz.

Giró la cabeza y lo vio.

Parado en el marco de la puerta. Sin prisas. Como si llevara media hora ahí.

Nathan Liu. Con la camisa remangada, el mismo porte tranquilo y esa expresión que no mostraba nada… pero lo decía todo.

—¡¿Tú?! —Dylan se levantó de un salto, medio mareado—. ¿Qué es esta mierda? ¿Dónde estoy?

—Tranquilo. —Nathan se acercó un poco, sin levantar la voz—. No estás en peligro.

—¿Me estás jodiendo? ¡Me drogaste, imbécil!

Nathan alzó una ceja, como si lo exagerara todo.

—Preferí evitar una escena. No iba a discutir contigo en medio de la calle.

—¡Secuestrarme no era la otra opción, enfermo!

—¿Seguro? Porque no parecías muy dispuesto a hablar después de la carrera. —Nathan se detuvo a un par de metros—. Me ganaste la atención, Dylan. No suelo interesarme por nadie. Pero tú... eres diferente.

Dylan retrocedió un paso, con el pecho agitado.

—No sé qué pedo tengas en la cabeza, pero ni se te ocurra pensar que voy a quedarme aquí. En cuanto encuentre mi teléfono, llamo a la policía.

Nathan sonrió con esa calma de quien ya tenía todo bajo control.

—No vas a encontrarlo. Ni el teléfono, ni la salida. Todo está pensado, Dylan. Absolutamente todo.

—Estás jodido. Completamente jodido.

—Quizás. Pero eso no cambia que estés aquí. —Se le acercó un poco más—. Y que no te vas a ir.

—¿Ah, sí? ¿Y quién chingados te crees?

Nathan bajó la mirada un segundo… y luego le sostuvo la vista con una tranquilidad inquietante.

—El único que te vio correr... y pensó en más que una carrera.

Dylan lo fulminó con los ojos.

Nathan solo suspiró.

—No vine a hacerte daño. Te traje aquí porque quiero que entiendas algo: no fue una casualidad conocerte.

—Esto no es conocer. Esto es secuestrar, idiota.

—Entonces considéralo una especie de arresto… preventivo.

—No estás bien, loco.

Nathan se inclinó, bajando un poco la voz.

—No. Pero sí sé lo que quiero. Y no suelo soltar lo que quiero.

Dylan apretó los dientes.

—Me das asco.

Nathan asintió con suavidad, casi como si esperara esa respuesta.

—Perfecto. Es un buen punto de partida.

Se giró y se fue, dejando la puerta cerrada con un clic suave.

Pasaron unos minutos. O tal vez una hora. Ni siquiera lo sabía.

Dylan seguía ahí, de pie en medio del cuarto, con los puños apretados y la cabeza trabajando a mil. Todo esto era absurdo. Irreal. Un maldito delirio.

—Maldito enfermo... —susurró.

Caminó hacia la puerta. Intentó abrirla. Cerrada.

Obvio.

Revisó la habitación, buscando alguna salida secundaria. Nada. Las ventanas eran altas, blindadas, y por más que intentó mover el marco o correr las cortinas, no encontró ni una hendija que pudiera usar. Todo estaba perfectamente sellado. Como si alguien se hubiera tomado el tiempo de pensar en cada posible escape.

Se rascó la nuca, frustrado.

—Ok... respiro... respiro... piensa —se dijo, empezando a caminar en círculos.

Se detuvo frente al enorme espejo. Su reflejo lo miraba con el mismo odio que sentía por dentro. Tenía la cara sucia, el cuello le ardía por la inyección, y el corazón latiéndole fuerte, como si estuviera corriendo otra vez.

—¿Por qué mierda me pasa esto a mí?

Fue al baño, se mojó la cara con agua fría. El mármol era tan blanco que casi le dolían los ojos. La regadera tenía sensores y luces LED. En cualquier otro contexto habría sido impresionante.

Pero ahora solo se sentía... atrapado.

Entró al vestidor. Ropa nueva, colgada, planchada. Su estilo. Su talla. Marcas caras.

Todo.

Ese tipo sabía exactamente con qué lo haría sentir incómodamente observado.

—Hijo de puta...

Tomó una sudadera negra y se la puso por encima. La tela le quedó perfecta.

Demasiado perfecta.

Volvió a sentarse en la cama. Las piernas le temblaban un poco, pero la rabia le impedía quedarse quieto. Quería patear algo. Gritar. Romper una ventana.

Pero no.

Tenía que pensar con la cabeza fría. Si ese tipo lo había traído ahí, algo quería. Algo buscaba. Y Dylan no iba a dárselo tan fácil.

Justo cuando estaba por volver a intentar abrir la puerta... clic.

Se abrió sola.

El corazón le dio un vuelco.

—No mames...

Asomó la cabeza despacio.

Nada.

Solo un pasillo largo, elegante, silencioso. Con cuadros costosos, luces tenues, alfombras que apagaban cualquier ruido. Ni un solo guardia. Ni un sonido.

“Demasiado fácil…”

Pero eso no lo detendría.

Caminó con cautela, cuidando cada paso. Se asomaba en cada esquina, cada puerta.

Todo cerrado. Todo silencioso. El lugar era como un maldito hotel de lujo abandonado.

—¿Dónde demonios estoy...? —susurró, apretando los dientes.

Avanzó un poco más. Bajó unas escaleras amplias, de mármol pulido. Abajo, más salas, sillones de diseño, estanterías, una chimenea… y ni rastro de Nathan.

Hasta que lo escuchó.

—¿Buscando algo?

Y ahí estaba él.

Sentado con total descaro en uno de los sillones de cuero, con el café en una mano, el brazo extendido sobre el respaldo y las piernas cruzadas con una calma irritante. El cabello le caía un poco sobre la frente, desordenado. La luz de la mañana le daba un tono cálido al perfil.

Como si lo hubiera estado esperando.

— ¡Esto no es normal! ¡Tienes problemas!—le escupió Dylan, con el pecho agitado.

Nathan alzó apenas la vista, con una media sonrisa.

—Tal vez. Pero insisto: no te estoy haciendo daño. Solo quiero hablar.

—¿Por qué me tienes aquí? —preguntó al fin, con voz tensa.

—Porque me interesás.

Dylan parpadeó.

—¿Qué?

Nathan se inclinó un poco hacia el frente, apoyando los codos en las rodillas, todavía con la taza en la mano.

—Desde la primera vez que te vi. Desde antes de saber quién eras siquiera. Y cuando algo me interesa, Dylan... me encargo de conseguirlo.

Dylan lo miró como si no terminara de creer lo que estaba escuchando. Como si el mundo se hubiese detenido un segundo.

—¿Estás enfermo?

Nathan se encogió de hombros.

—Probablemente. Pero eso no cambia el hecho de que ya estás aquí, ¿o sí?

Silencio.

El ambiente se tensó. Dylan bajó un peldaño más, sin decidirse si avanzar o retroceder.

—No tenés derecho a hacer esto. No puedes...

—Claro que puedo —interrumpió Nathan, sin levantar la voz—. No te lastimé, no te forcé. Solo... facilité las cosas.

—¿Facilitar? ¿Te escuchás? Me drogaste, me trajiste aquí y por si no fuera poco contra mi voluntad.

Nathan se levantó. Sin prisa. Se acercó. Hasta quedar a menos de medio metro de él.

—¿Y si te dijera que desde la primera vez que te vi quise tenerte así, justo así… frente a mí, sin escaparte?

Dylan frunció el ceño. La confusión le ganó por un segundo.

—¿Qué...? ¿Estás loco?

Nathan lo miró directo, sin una pizca de arrepentimiento. Luego alzó una ceja.

—Un poco. Pero dicen que los locos conseguimos lo que queremos.

Y sonrió, tranquilo.

—Además, ¿quién en su sano juicio insulta a un desconocido que no muestra ni la cara? Si alguien está mal de la cabeza... creo que eres tú.

—¿Y ahora qué?

Nathan bajó la mirada hacia su boca por apenas un segundo, luego volvió a sus ojos y murmuró con cinismo:

—Quiero que desayunes. Te ves flaco. Me estresa.

Dylan parpadeó, ofendido.

—¿Flaco? ¿Perdón? Tengo abdominales, ¿ok? ¡Ab-do-mi-na-les! ¿Dónde te parece que estoy flaco?

Nathan lo escaneó de arriba abajo, con toda la calma del mundo.

—En donde importa: en las nalgas.

Y se fue caminando, como si nada.

Dylan se quedó con la palabra en la boca.

—¡idiota!

—Gracias —gritó Nathan desde la cocina—. ¿Quieres huevos o pancakes?

capítulo 3: Un encierro demasiado cómodo

El techo seguía siendo el mismo que había visto anoche. Alto, demasiado blanco, demasiado limpio. Dylan despertó otra vez en esa cama absurda, con las sábanas suaves. Y la misma sensación de que todo era un maldito chiste malo.

Se pasó la mano por la cara y bufó.

—Sigo aquí... no joder.

Saltó de la cama y se puso los tenis que había dejado tirados al pie. Lo primero que hizo fue tantear la puerta. Obvio, cerrada.

—No me sorprende.

Fue directo a las ventanas. Altas, con cristal grueso. Intentó mover el marco, darle un empujón, incluso patearlo. Nada. Ni una grieta.

Se apartó resoplando.

—¿Quién carajos blinda ventanas en un cuarto de invitados?

Buscó otra salida: el baño. Revisó la ventilación. Una rejilla diminuta que apenas dejaba pasar aire. Se subió al lavamanos para tantearla, pero apenas metía los dedos.

—Sí, claro. Me meto ahí y quedo como Winnie Pooh atorado. Excelente plan, Dylan.

Bajó de golpe, frustrado. Caminó en círculos, mordiéndose el labio. El silencio era lo peor. Nada de ruidos de la calle, nada de voces, solo el eco de su respiración.

De pronto, escuchó un clic suave.

La puerta.

Se abrió sola.

Dylan se quedó quieto, como si fuera una trampa. Miró hacia afuera. Pasillo vacío, alfombra silenciosa, cuadros caros.

Su corazón empezó a correr más rápido que sus piernas.

—Ok, Dylan. Es tu oportunidad.

Se asomó despacio y salió. Cerró la puerta detrás, como si así borrara pruebas de que había escapado. Caminó por el pasillo, con pasos medidos. A la primera esquina, se pegó contra la pared y miró. Nada.

Siguió avanzando. Pasó frente a una puerta entreabierta: una sala enorme con sillones de cuero y estantes repletos de libros que parecían de decoración más que de lectura. Al fondo, una escalera descendía a otro nivel.

“Ahí debe estar la salida...” pensó, tragando saliva.

Bajó un escalón. Luego otro. Sentía el pulso en los oídos. Todo estaba tan silencioso que hasta sus tenis parecían sonar fuerte.

Llegó al final de la escalera. Giró a la derecha. Y ahí la vio.

Una puerta doble, alta, de vidrio esmerilado. Más allá... quizás la salida.

Aceleró el paso. Tocó la manija. Tiró de ella.

Nada. Cerrada con llave.

—¡Mierda!

Golpeó la puerta con el hombro, sin resultado. Se giró frustrado y ahí lo notó.

Una pequeña cámara en la esquina. Roja. Grabando.

Dylan se quedó quieto.

—Hijo de p... —murmuró, llevándose la mano al cabello.

Ya no sabía si reírse o patear la puerta hasta romperse la pierna.

Mientras tanto en Las oficinas de Liu Motors parecían otro mundo comparado con el silencio de la mansión. Ventanales enormes, mesas de vidrio, empleados corriendo con carpetas y laptops, teléfonos sonando a cada rato.

En el piso más alto, la sala de juntas estaba ocupada solo por dos personas: Nathan, recostado en una silla de cuero, revisando unos informes en su tablet, y Alex, de pie junto a la ventana, con el celular pegado al oído.

—Sí, dile que la reunión se reprograma. El señor Liu no puede atenderlo hoy... —dijo Alex con tono formal, antes de cortar la llamada y rodar los ojos—. El tercer socio enojado en menos de dos horas. ¿Quieres que siga diciendo que estás ocupado?

Nathan ni levantó la vista.

—Diles lo que quieras.

—Genial —bufó Alex, caminando hacia la mesa—. Entonces mañana seguro tenemos la mitad de la junta directiva queriendo colgarme a mí.

Nathan deslizó el dedo por la pantalla, como si no le importara nada.

—Lo resolverás.

Alex lo fulminó con la mirada.

—¿Sabes qué es lo peor? Que ni siquiera finges estar interesado. Y yo soy el idiota que da la cara mientras tú... —hizo un gesto con las manos—, lo que sea que estés haciendo.

Nathan alzó una ceja.

—¿Lo que sea?

—Sí. Lo que sea. Porque últimamente llegas tarde, desapareces sin decir dónde, y tienes esa mirada de... —Alex se detuvo, ladeando la cabeza—. ¿Cómo lo digo? De gato que ya atrapó al ratón.

Nathan cerró la tablet y lo miró directo, sin perder la calma.

—¿Y si fuera así?

Alex lo observó unos segundos.

—Entonces espero que el ratón no sea ilegal.

Nathan sonrió apenas.

—El ratón... es único.

—Oh, no... —Alex se dejó caer en la silla frente a él, masajeándose las sienes—. No me digas que esto es de esos caprichos tuyos, porque siempre que dices “único” terminamos en problemas.

Nathan no respondió. Solo giró la tablet, mostrando un gráfico con cifras en alza.

—La planta de Monterrey está lista para la producción.

—No cambies de tema —reclamó Alex—. ¿Quién es?

—¿Quién?

—El ratón.

Nathan soltó una risa suave, breve.

—Demasiado curioso para tu propio bien.

Alex lo señaló con el bolígrafo.

—No me jodas, Nathan. Eres mi jefe, pero también eres mi amigo. Y sé cuando algo se te mete en la cabeza. ¿Qué pasa? ¿Quién te tiene así?

Nathan lo miró fijo, sin decir nada durante varios segundos. Hasta que apoyó los codos en la mesa y, con un gesto leve, cambió el tema otra vez.

—Necesito que consigas una lista de proveedores discretos.

—¿Proveedores de qué?

—De sistemas de seguridad. Cerraduras inteligentes. Cámaras con reconocimiento facial. Cosas... delicadas.

Alex se quedó en silencio. Lo miró como si tratara de resolver un rompecabezas.

—¿De verdad quieres que no pregunte nada?

Nathan le sostuvo la mirada, sereno.

—De verdad.

Alex suspiró, resignado.

—Ok... pero si terminamos metidos en un lío, esta vez no me hago cargo.

Nathan sonrió apenas, apoyándose en el respaldo de la silla.

—Tranquilo, Alex. Todo está bajo control.

El silencio en la sala de juntas se interrumpió cuando Alex revisó la agenda en su tablet.

—Por cierto, en veinte minutos llega Claudia Serrano.

Nathan levantó la vista.

—¿La del grupo Serrano?

—La misma. Y viene afilada. —Alex hizo un gesto como si se cortara el cuello—. Dice que si no firmas el acuerdo de distribución este mes, se va con la competencia.

Nathan entrelazó los dedos, pensativo.

—No se va a ir.

—¿Por qué estás tan seguro? —preguntó Alex, incrédulo.

—Porque necesita nuestros motores híbridos para el nuevo prototipo. Y solo nosotros podemos producirlos con la potencia que quiere.

La puerta se abrió justo entonces. Una mujer de unos treinta y pocos años entró con paso firme, tacones resonando sobre el piso brillante. Claudia Serrano. Traje beige impecable, labios pintados de rojo, expresión de alguien que no aceptaba un “no” por respuesta.

—Señor Liu —saludó, sin perder tiempo en cortesías—. Vine por respuestas.

Alex intentó sonreír, nervioso.

—Claudia, qué sorpresa…

—No es sorpresa, es agenda —lo cortó ella, dejando su portafolio sobre la mesa con un golpe seco—. Necesito saber si este acuerdo es prioridad para tu empresa o si estoy perdiendo mi tiempo.

Nathan se acomodó en la silla, tranquilo, como si disfrutara verla tan alterada.

—El acuerdo está en revisión.

—Tres semanas de “revisión” —replicó ella, alzando la voz—. Mientras tanto, mis ingenieros están esperando piezas que ustedes prometieron.

Nathan no se inmutó.

—Tendrán lo que necesitan.

Claudia lo miró con un brillo de fastidio.

—No sé si me impresiona tu seguridad o si me irrita.

Alex carraspeó, intentando suavizar.

—Claudia, sabemos que este proyecto es importante para ustedes. Lo que Nathan quiere decir es que estamos ajustando los tiempos de producción para garantizar calidad…

Ella lo ignoró y volvió a mirar a Nathan.

—Quiero un plazo concreto.

Nathan sostuvo su mirada.

—Quince días.

Claudia frunció el ceño.

—¿Quince?

—Ni uno más —respondió él, firme.

Por un momento, el aire se tensó en la sala. Alex tragó saliva.

Finalmente, Claudia tomó aire, recogió sus papeles y los guardó con brusquedad.

—Está bien. Pero si en quince días no tengo las piezas en mi planta, el contrato se cancela.

Se levantó sin esperar respuesta y salió de la sala con la misma determinación con la que había entrado.

El silencio volvió a caer. Alex se dejó caer en la silla.

—No sé cómo carajos logras que gente así te respete y te odie al mismo tiempo.

Nathan tomó la tablet y volvió a revisar los informes, imperturbable.

—Porque saben que cumplo lo que digo.

Alex lo miró fijamente.

—Eso… y porque eres un cabrón difícil de leer.

Nathan no contestó. Solo sonrió de lado, como si tuviera dos mundos en la cabeza y ninguno de los dos pudiera mezclarse.

...----------------...

Dylan estaba sentado en el sofá, mirando el televisor encendido sin realmente verlo. El canal mostraba noticias de automovilismo, y él solo se fijaba en cada detalle de los autos como si fueran un recordatorio cruel de lo que había afuera.

El sonido de la puerta principal lo sacó de su trance. Pasos firmes. Ese mismo caminar seguro que había escuchado anoche en la pista.

Nathan entró en la sala, todavía con la chaqueta de la oficina puesta, la corbata medio aflojada. Se detuvo a pocos metros, observándolo como si nada más en el mundo existiera.

—Veo que no intentaste salir otra vez —dijo con calma.

Dylan apretó la mandíbula.

—No tenía por dónde.

Nathan sonrió apenas, como si hubiera esperado esa respuesta.

—Es mejor así.

Se quitó la chaqueta y la dejó sobre un sillón. Luego se inclinó un poco hacia él, bajando el tono de voz.

—¿Sabes qué es lo curioso? —preguntó, mirándolo fijo.

Dylan lo sostuvo con la mirada, incómodo.

—¿Qué?

—Que mientras tú buscas la forma de escapar, yo solo pienso en cómo hacer para que no quieras irte.

Dylan se tensó al instante. Ese comentario no sonaba a amenaza. Tampoco a un gesto romántico. Era algo en el medio. Un terreno extraño, inquietante, del que no sabía cómo defenderse.

Nathan se incorporó y caminó hacia la escalera.

—Descansa. Mañana será un día largo.

Y lo dejó ahí, con esa frase flotando, con el ruido de los autos en la pantalla y el corazón latiéndole demasiado rápido.

Dylan exhaló fuerte, frotándose la cara.

—Este tipo está mal de la cabeza…

Pero lo que no quería admitir, lo que lo enojaba más que todo, era que sus palabras le habían hecho eco.

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