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Un Salto A Otra Vida

Capitulo I La fachada perfecta

A sus veinte años, Elena Sarmiento personificaba la dicha: un cabello castaño, una piel inmaculada y unos ojos café que brillaban con la luz de una vida que creía perfecta. Su matrimonio era el eje de esa felicidad. Se había casado muy joven con Lían de la Garza, un hombre que no solo era innegablemente guapo, sino que también heredaría el vasto imperio familiar. A los ojos de Elena, su vida con Lían era una burbuja de amor y prosperidad.

Pero esa burbuja flotaba sobre aguas turbias.

En las sombras se encontraba la figura de Miranda de la Garza, la suegra de Elena. Una mujer manipuladora, con una voluntad de hierro y capaz de sacrificarlo todo por mantener su poder. Para Miranda, Elena no era más que una oportunista que había utilizado a su hijo para ascender socialmente. En su opinión, la chica carecía de la cuna y el carácter que un De la Garza merecía, por lo que dedicaba sus días a tejer intrigas, sembrando sílenciosamente la semilla del desapego en Lían.

Aunque Lían a veces ignoraba las manipulaciones directas de su madre, su naturaleza ruin era completamente suya. Para él, Elena no era la compañera de vida que ella creía, sino un trofeo más en su colección, una esposa bonita y dócil que cumplía la función de adorno social. Su compromiso matrimonial no lo detenía. Lían continuaba una vida secreta de engaños constantes, moviéndose de cama en cama con la misma facilidad con la que firmaba cheques.

Elena, sin embargo, era la única que desconocía la verdadera podredumbre que se escondía bajo el impecable traje de su esposo. Para ella, el amor era ciego, y su inocencia la hacía incapaz de ver la traición que Lían escenificaba cada día.

Pero pronto todo eso cambiaría, Elena despertaría a la realidad y se daría cuenta de que su mundo perfecto no era más que algo efímero que ella misma había construido buscando ese amor que le había faltado toda la vida.

—Señora, se ve realmente hermosa, — comento Ana una de las mujeres de limpieza que había sido acompañante de Ana en la soledad de aquella enorme mansión todo el tiempo que había vivido en esta.

—Gracias Ana, pero ya te he dicho que no me llames así. Solo dime Elena. —Respondió Elena mostrando una sonrisa genuina.

—Sabe que no debo llamarla por su nombre. Si el señor se entera seguramente me despediría.

Elena sabía que Ana tenía razón y que a pesar de que Lían era muy permisivo con ella no soportaba que los empleados se tomarán ciertas atribuciones por lo que no le quedó de otra que solo aceptar el mandato de su esposo.

Sin darle más importancia al asunto, Elena salió de la mansión que compartía con su esposo, aquella jaula que sentía como suya, pero que no le brindaba la seguridad que ella deseaba, porque muy en el fondo ella sabía que ese no era su lugar.

Aquel día quiso darle una sorpresa a su esposo, ese día celebrarían otro lado de matrimonio y aunque Lían no dijo nada en la mañana antes de salir de casa, ella guardaba la esperanza de que él solo estuviera preparándole una sorpresa por lo que decidió ir a buscar algo hermoso que regalarle.

Llegó al centro comercial dónde compraría un talismán dorado que había visto hace tiempo y que sabía que le gustaría a su esposo, ya que él coleccionaba antigüedades. Había estado reuniendo por un año completo para poder obsequiarle esa reliquia a Lían y estaba tan emocionada que no le importaba nada más en el mundo que obtener el preciado regalo.

Llegó a la tienda de antigüedades convencida de que su esposo sería feliz con el obsequio, una vez entro al lugar su mirada se posó en el hermoso talismán.

—Veo que le gusta esa antigüedad, — un hombre mayor con aires misteriosos se acercó a Elena.

Ella pegó un brinco llevando su mano al pecho —¡me asustó, señor! — Exclamó

—Hay cosas que asustan más que mi voz, — respondió el hombre sonriendo.

—No me mal intérprete, no fue lo que quise decir. — Contestó la joven apenada.

—Tranquila, entiendo lo que quiere decir —respondió el hombre misterioso. Su sonrisa era amplia, pero sus ojos, profundos y claros, parecían ver a través de Elena, no a ella.

La joven se sintió incómoda, pero el imán del talismán dorado era demasiado fuerte. Era una pieza antigua con grabados intrincados que Lían, en su obsesión por las reliquias, había codiciado desde que salió a la venta. Un año entero de ahorro para este momento.

—Es para mi esposo —explicó Elena, sintiendo la necesidad de justificar su entusiasmo—. Hoy celebramos un aniversario.

El hombre ladeó la cabeza, su mirada fija en el reflejo de Elena sobre el cristal de la vitrina.

—Es un regalo valioso. Uno se pregunta si la persona que lo recibe aprecia la entrega, o si solo ve el oro.

Las palabras la golpearon con una frialdad inesperada.

—Mi esposo... él ama las antigüedades. Sé que estará feliz.

El hombre del misterio suspiró, volviendo a su figura imperturbable. —El oro siempre ciega a quien no sabe que la verdadera reliquia no está en la vitrina, sino frente a ella. Cuidado, joven. Hay momentos en la vida donde lo que crees perfecto es, en realidad, un espejismo. Y los espejismos se rompen.

Elena frunció el ceño, molesta por la extraña fatalidad del comentario, pero antes de que pudiera responder, el hombre dio un paso hacia la trastienda.

—Lo envolveré. Espero que su esposo sea digno de tan preciado obsequio —dijo, sin mirarla de nuevo.

Diez minutos después, Elena salía del centro comercial con el costoso regalo en una bolsa de terciopelo. Las palabras del anciano, sin embargo, habían dejado una punzada de inquietud que ni siquiera el entusiasmo del aniversario podía disipar. Decidió espantar el mal presentimiento y conducir hasta la oficina de Lían. Le daría la sorpresa justo a la hora de la comida.

Al llegar al rascacielos De la Garza, Elena sintió una oleada de orgullo. Su esposo era el dueño de todo eso. Se anunció en la recepción y subió en el ascensor privado hasta el piso ejecutivo, su corazón latiendo con una mezcla de nerviosismo y felicidad.

Salió del ascensor y el corredor de mármol estaba sospechosamente silencioso. No encontró a la secretaria en su puesto. Algo no cuadraba. Tal vez Lían estaba en una reunión importante.

Se acercó a la puerta doble de su despacho y la encontró entreabierta. Iba a tocar, pero entonces escuchó una risa, una risa lujuriosa y masculina que reconoció de inmediato. La risa de Lían. Venía acompañada de un gemido femenino que le erizó la piel.

El corazón de Elena se detuvo, el talismán se resbaló de su mano y golpeó el mármol, pero el ruido fue ahogado por un nuevo estallido de risa de Lían.

Aferrándose al pomo de la puerta, la joven se obligó a mirar.

Lían estaba recostado contra su escritorio de caoba, con la corbata aflojada y los ojos brillantes. Sobre el mismo escritorio, desparramando documentos y rompiendo la pulcritud del imperio, estaba su secretaria. Llevaba solo la camisa de Lían, y el esposo de Elena le besaba el cuello con una familiaridad que destrozó cada uno de los años de su matrimonio.

—No sé por qué tu esposa se molesta en venir, Lían. Sabes que me tienes a mí —dijo la secretaria con una voz melosa.

Lían rio, con la mano acariciando el rostro de la mujer. —Elena es el adorno, cariño. Tú eres el postre —respondió con una crueldad que le quemó el alma a la joven.

En ese instante, la burbuja estalló. Las palabras del anciano: “Los espejismos se rompen”. La vida perfecta que Elena había construido sobre pilares de cristal se hizo añicos con el sonido de la risa de Lían. El amor que le había faltado toda la vida y que buscó desesperadamente en un hombre indigno se reveló como una mentira fría.

Elena no gritó, no lloró. Solo sintió un frío helado que le recorrió el cuerpo. Dio media vuelta, recogió la bolsa de terciopelo que contenía el regalo de aniversario, y comenzó a caminar. Sus pasos no eran los de una esposa engañada, sino los de una mujer que acababa de perder todo y que solo deseaba huir.

Capitulo II El adiós involuntario

Elena no caminaba; flotaba. El mundo se había vuelto un murmullo distante, y el único sonido audible era el crujido del cristal roto dentro de su pecho. El pesado regalo de aniversario se sentía liviano y absurdo en su mano, un símbolo de la ciega estupidez que había sido su matrimonio.

Cuando salió del ascensor en la planta baja, su visión nublada por el shock se encontró con un par de zapatos de diseñador y una falda de corte impecable.

—Vaya, vaya. Miren a quién tenemos aquí —La voz era afilada y llena de burla. Miranda de la Garza la observaba desde el lobby, con una sonrisa petulante que le tensaba el rostro—. ¿Esperando a mi hijo? Supongo que el almuerzo se alargó.

Elena no pudo hablar. Su garganta estaba seca y la escena del despacho se repetía en un bucle doloroso.

Miranda se acercó, y por primera vez, Elena notó el brillo genuino de la satisfacción en los ojos de su suegra. Era una satisfacción que iba más allá de la animosidad diaria.

—¿No vas a decir nada, querida? —Miranda se detuvo, clavando su mirada de acero en los ojos café de Elena—. Lían es un hombre con necesidades. ¿De verdad pensaste que una chica simple como tú iba a ser suficiente para mantenerlo entretenido en una cama de oro?

El aliento se le cortó a Elena. Esto no era solo desprecio; era complicidad.

—Usted... ¿Usted lo sabía? —consiguió susurrar Elena, la bolsa de terciopelo temblando entre sus dedos.

Miranda se encogió de hombros con una elegancia escalofriante.

—Por supuesto que lo sabía. Y lo fomenté. Lían nunca debió casarse contigo. Eres una mancha en su impecable apellido. Ahora, deja de hacer el ridículo. Vuelve a casa, llora si quieres, pero no se te ocurra armar un escándalo. Cumple tu función como esposa florero y mira hacia otro lado, como hacen todas las mujeres inteligentes.

Esa última frase fue la estocada final. No solo su esposo la había traicionado, sino que su suegra había sido el arquitecto silencioso de su humillación, y esperaban que ella aceptara dócilmente su papel de mártir. La vergüenza y el dolor se fusionaron en una rabia helada.

—No voy a volver a esa jaula —dijo Elena, y aunque su voz era baja, tenía una firmeza nueva y aterradora.

Miranda soltó una carcajada burlona.

—Siempre tan dramática. ¿Y a dónde irás? ¿Volverás a tu patética vida anterior? No tienes nada. No eres nadie sin el apellido De la Garza.

En ese momento, Elena sintió que si se quedaba un minuto más en esa ciudad, en ese mundo, el dolor la devoraría por completo. No iba a ser la esposa que mira hacia otro lado. No iba a ser el trofeo roto.

Sin dirigirle una palabra más a Miranda, Elena se giró. Corrió a la salida, ignorando las miradas. Corrió hasta el estacionamiento y se metió en su coche, un modelo modesto que le había regalado su padre y que ella conducía en secreto para escapar de los choferes de Lían.

Huir. Esa era la única palabra que resonaba en el vacío de su mente. No sabía a dónde iba, ni le importaba. Solo necesitaba distancia, escapar de la traición, de la burla, del aire que olía a la mentira de Lían y la maldad de Miranda.

Arrancó el motor con un rugido violento. La ciudad, antes un símbolo de su vida perfecta, se convirtió en un laberinto de cristal y acero que debía dejar atrás. Pisó el acelerador, dirigiéndose hacia la carretera abierta, buscando un lugar donde el eco de “Elena es el adorno, cariño. Tú eres el postre” no pudiera alcanzarla jamás.

Lo que no sabía era que, mientras su coche se alejaba bajo el cielo gris, su huida no la llevaría a una ciudad nueva, sino a una vida completamente nueva.

El coche de Elena devoraba los kilómetros, pero su mente corría aún más rápido. Las imágenes de Lían y la secretaria, las palabras venenosas de Miranda, se reproducían en un bucle infernal. La radio intentaba imponer su alegre melodía, pero Elena la ahogó, incapaz de tolerar nada que no fuera el rugido furioso de su propio motor y el temblor de su cuerpo.

Las lágrimas se mezclaban con el sudor frío que le empapaba la nuca. La carretera, que al principio prometía liberación, se convertía en una cinta oscura y monótona. El sol, que había brillado al mediodía, se hundía ahora en el horizonte, tiñendo el cielo de un naranja y morado melancólico.

No veía los límites de velocidad, no sentía el volante, solo una necesidad descontrolada de escapar. La oscuridad fue envolviendo el paisaje, y una fina pero insistente nevada comenzó a caer, pintando el parabrisas de copos blancos que se derretían al instante. Las luces de los otros coches se volvieron borrosas, distantes.

En un instante, el asfalto se cubrió de una fina capa traicionera de hielo. Elena no la vio. Sintió el derrape antes de entender lo que pasaba. El volante se volvió loco en sus manos, inútil. Los neumáticos chillaron en una protesta aguda, perdiendo toda adherencia. Su coche giró sin control, una peonza desbocada en la oscuridad.

Un segundo de terror absoluto. El mundo se puso de lado, las luces se encendieron y apagaron en una danza caótica, y el sonido de metal retorciéndose y cristales haciéndose añicos llenó el universo. El golpe final fue un impacto seco y brutal contra un árbol solitario al costado de la carretera.

Todo se volvió negro.

No hubo dolor. No hubo pánico. Solo un profundo, inmenso silencio. La última bocanada de aire se le escapó a Elena en una exhalación tan vacía como los últimos dos años de su matrimonio. A sus veinte años, había huido de una traición y encontró el final en una carretera nevada.

Capitulo III Despertar ajeno

El aire ya no era frío. No olía a neumáticos quemados ni a gasolina, sino a lavanda y cera de abeja. La oscuridad no era la del vacío, sino una oscuridad suave, cálida, interrumpida por finos hilos de luz que se filtraban por las cortinas.

Elena abrió los ojos.

La cama era inmensa, con un dosel de terciopelo y columnas talladas que se alzaban hasta un techo altísimo. La seda de las sábanas era extraña, lujosa, una caricia desconocida contra su piel. Parpadeó, intentando enfocar. La habitación era vasta, adornada con muebles de madera noble y un espejo con marco dorado que reflejaba el tenue resplandor de una chimenea lejana.

Un murmullo, una voz áspera y preocupada, llegó a sus oídos.

—Al fin despiertas, Lady Elena.

La cabeza le dolía, una punzada sorda detrás de los ojos. Elena intentó incorporarse, y una anciana de rostro severo, con un tocado blanco y un delantal inmaculado, se inclinó sobre ella. No era el uniforme de una enfermera de hospital.

—El Conde Alistair ha mandado llamar al médico. No debiste salir en medio de la tormenta —continuó la anciana, su tono impregnado de una fría amonestación.

¿Lady Elena? ¿Conde Alistair? ¿Tormenta? Las palabras danzaban en su cabeza, sin sentido. La neblina de la carretera se había desvanecido, reemplazada por una niebla más densa de confusión. Intentó hablar, pero solo un gemido escapó de sus labios.

Entonces, sus ojos se posaron en el espejo dorado.

En él, se reflejaba una mujer que no era ella, y sin embargo, sus movimientos eran los suyos. Era la misma estructura ósea, pero más pulida, más fina, con unos ojos color miel que le devolvían una mirada cargada de desprecio y furia que ella no había puesto allí. Su cabello, antes castaño, ahora era de un rubio oscuro, casi dorado.

Una comprensión gélida, un terror que superaba el de su propio accidente, la invadió. Había muerto. Y, de alguna manera incomprensible, había despertado en otro cuerpo, en otra vida.

Los murmullos de la anciana, que ahora se identificaba como su ama de llaves, y los de otras sirvientas que entraban y salían, fueron armando el rompecabezas. La dueña de ese cuerpo, supo pronto, se llamaba Elena y había intentado huir innumerables veces de su esposo, el Conde Alistair. Había vivido en un infierno de rencor autoimpuesto. La otra Elena no amaba a su conde. Había hecho lo imposible por separarse de él, y su última huida en la tormenta había terminado, al parecer, con su vida.

Y ahora, esa vida era suya.

De pronto, un silencio se extendió por la habitación. Las sirvientas se inclinaron, y la anciana ama de llaves hizo una reverencia profunda.

—El Conde Alistair —susurró una de las doncellas.

Elena levantó la vista. En el umbral de la puerta, una figura imponente se recortaba contra la luz del pasillo. Era alto, de cabello oscuro como el ébano pulido y unos ojos grises, fríos pero perfectos, que la evaluaban con una impaciencia digna de la nobleza. Llevaba ropa de montar, una camisa blanca impecable y unos pantalones ajustados que realzaban su figura atlética.

Era, sin adornos, el hombre más atractivo que sus ojos de veinte años hubieran visto jamás.

El recuerdo de Lían, el traidor, se desvaneció, reemplazado por la visión de este conde. En su vida anterior, solo había conocido la falsedad y la amargura de un amor que la había destrozado. Aquí, de repente, se le ofrecía un lienzo en blanco, una vida lujosa y un esposo que no deseaba, pero que, a la luz del nuevo día, parecía un regalo inmerecido de la providencia.

Una resolución férrea se instaló en el pecho de la nueva Elena.

Ella no huiría. No, la otra Elena había fracasado en el amor por elección. Ella, en cambio, estaba dispuesta a luchar por esa segunda oportunidad, a tomar las piezas rotas de esta nueva vida y, por fin, ser feliz. Estaba decidida a amar a este conde perfecto, y si era posible, a sanar la herida de su propia alma a través de la dicha que no pudo encontrar en su primera y corta existencia.

Solo había un obstáculo: la mujer que habitaba ese cuerpo había dejado muy claro a Alistair que lo odiaba. Y ahora, la nueva Elena debía convencerlo de que, de la noche a la mañana, ese odio se había transformado en un ardiente e innegable deseo.

—Fue imprudente de tu parte salir en plena tormenta, — su voz grave, segura lleno la habitación.

Elena se quedó en silencio viendo como su nuevo esposo caminaba hacia una habitación que parecía ser un vestier. No se atrevió a decir nada, no sabía qué decir en realidad.

—Señor, la señora recibió un fuerte golpe en la cabeza, creo que aún está algo desorientada. —Intervino la anciana con respeto manteniendo la cabeza gacha.

—Cuando lady Elena se recupere me hace saber, es hora de definir esta situación.

El conde entró al vestier y solo volvió a salir cuando él atuendo anterior fue cambiado por un traje digno de la realeza. Los ojos de Elena se posaron sobre el hombre sintiendo cómo su piel era recorrida por una corriente eléctrica extraña para ella, pues a pesar de haber estado casada con Lían por dos años ella nunca sintió algo así.

La puerta se cerró tras la figura impecable del Conde Alistair, liberando el aire tenso que Elena había estado conteniendo. El oxígeno fresco llenó sus pulmones y una parte de ella agradeció, por primera vez, estar viva. O al menos, viva en este cuerpo ajeno.

—Lady Elena, debe darle una oportunidad al conde. Él no es tan malo, al menos no como lo pintan —insistió la anciana, cuyo nombre, dedujo Elena por el contexto, era probablemente la ama de llaves.

Elena se quedó pensativa, evaluando el comentario. ¿Cómo lo pintaban? ¿Cruel? ¿Indiferente? La dueña original de este cuerpo, Lady Elena, lo odiaba lo suficiente como para intentar una fuga fatal. La nueva Elena no tenía esos recuerdos, pero tenía una ventaja: no tenía rencor.

El problema de la falta de recuerdos, pensó rápidamente, podría ser su mayor herramienta.

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