La lluvia caía como cuchillas de hielo. La joven apenas podía ver entre el barro y los relámpagos… Los truenos hacían que los animales se alzaran en pánico, y ella, con el cuerpo empapado y temblando, los empujaba hacia la salida del potrero inundado. Un relámpago partió el cielo. La cerca cayó. Ella corrió para abrir paso y, en el último esfuerzo por huir, su mundo se apagó en medio del rugido de la tormenta.
Murió con la certeza de que hizo todo lo posible para salvarse, que nunca se rindió, y que su abuelo a pesar del resultado hubiese estado contento porque siempre se esforzó…
La oscuridad era densa, casi líquida, y parecía susurrar a su alrededor mientras despertaba. No había cielo ni suelo, solo un vacío profundo, interrumpido por un sinfín de puertas que flotaban a diferentes alturas, algunas girando lentamente, otras temblando como si respiraran. Cada una parecía tener su propio secreto, su propio peligro.
Entonces escuchó la voz de su abuelo. Su tono era grave y sereno, pero cargado de urgencia.
—En un mundo muy lejano —dijo—, una hermana pequeña llamada Elysia siempre salvaba a su hermano. Él confiaba demasiado, se dejaba engañar, y caía una y otra vez. Pero Elysia, aunque más pequeña, tenía la valentía y la astucia para protegerlo.
Las palabras se deslizaron como un hilo de luz en la oscuridad, guiándola. Sintió que algo dentro de ella despertaba, una chispa que le recordaba un coraje antiguo, casi olvidado. La voz del abuelo parecía conocerla mejor que ella misma, y de pronto comprendió: aquella historia no era solo un cuento. Era un mapa, un presagio, una prueba.
Cada puerta frente a ella latía con energía propia. Al acercarse a una de cristal, vio sombras de su pasado y de vidas que no recordaba, reflejadas en el vidrio tembloroso. Otra puerta, hecha de madera ennegrecida, olía a tierra húmeda y secretos enterrados. Y la tercera, que parecía hecha de pura luz líquida, llamaba con un calor extraño que le recorría la espalda y le aceleraba el corazón.
—Elysia… —susurró la voz, esta vez más cerca, envolviéndola—. Debes elegir, porque quien cruza no solo entra en otro mundo, sino que se convierte en aquello que siempre estuvo destinada a ser.
Respiró hondo y dio un paso hacia la luz. La oscuridad se partió como tela frente a ella, y cuando la atravesó, un calor dulce y cegador la envolvió. Sintió cómo su cuerpo cambiaba, cómo su nombre y su esencia se unían en un solo latido: Elysia.
Ahora lo sabía. La niña que salvaba a su hermano en el cuento era ella misma. Y cada puerta, cada prueba en aquella oscuridad infinita, la había estado preparando para este momento: su reencarnación, su destino, su misión.
Elysia era una niña que destacaba incluso entre la nobleza por su belleza serena y su porte firme. Su cabello castaño caía en rizos sueltos, brillando con reflejos dorados a la luz, enmarcando un rostro de facciones delicadas pero decididas. Sus ojos, de un gris profundo, parecían contener secretos y una sabiduría prematura, como si pudieran ver más allá de lo que los demás percibían. Su piel era clara, con un leve rubor en las mejillas que delataba su juventud, y su sonrisa, aunque rara vez espontánea, iluminaba su rostro con una mezcla de inocencia y determinación.
Era la hija menor del Barón Parsons, una familia que había sido poderosa en el antiguo Reino de Plata. Durante generaciones, los Parsons habían comandado respeto y fortuna, pero la caída de los tres reinos de Plata y la ascensión de la familia Volt redujo su influencia. Con la unificación de los antiguos reinos en el Imperio de Oro, los Parsons quedaron como barones menores, conservando un título que ahora llevaba más peso simbólico que político.
A pesar de esta disminución de poder, Elysia crecía con la educación, los modales y la curiosidad de una joven noble, consciente de la historia de su familia y de la necesidad de reconstruir su legado. Desde pequeña, su abuelo, en su primera vida, le contaba historias de valentía y astucia, especialmente sobre cómo una hermana podía salvar a su hermano aun cuando el mundo parecía conspirar contra ellos. Esas historias, lejos de ser simples cuentos, empezaban a formar en ella una mezcla de determinación y coraje que la distinguía incluso antes de comprender plenamente su destino.
Finalmente, Elysia abrió los ojos y se encontró rodeada de un mundo que parecía sacado de los relatos que su abuelo le contaba cuando era niña. El aire estaba cargado de aromas a madera pulida y tierra húmeda, los edificios altos de piedra y ladrillo reflejaban la luz del sol con un tono cálido que recordaba a los cuadros de los grandes maestros. Todo parecía del siglo XVII: carruajes de ruedas grandes que crujían sobre el empedrado, faroles de hierro colgando de las fachadas, damas con vestidos largos que arrastraban sus faldas y hombres con casacas y espada.
Pero lo más asombroso era ella misma. Sus manos, sus brazos, su rostro… no eran los que recordaba. Su piel tenía un tono distinto, más delgado, y su cuerpo, aunque joven, tenía la gracia y la firmeza de alguien acostumbrado a la nobleza y la disciplina. Al mirarse en un espejo cercano, sus ojos grises la reconocieron de inmediato, llenos del mismo fuego y curiosidad que había visto en su propio reflejo cuando era niña. Su cabello castaño seguía rizado, pero se comportaba con una vida propia, danzando suavemente al moverse.
Y, sobre todo, sus recuerdos permanecían intactos. Cada lección, cada historia, cada advertencia de su abuelo sobre Elysia y su hermano, ahora la sentía como propia. Un escalofrío la recorrió al comprender la magnitud de lo que había sucedido: había despertado en otro mundo, en otra piel, pero se había convertido en Elysia, la protagonista de todas aquellas historias que le habían marcado la infancia.
Todo a su alrededor parecía preparado para recibirla, y ella supo, con una certeza que no necesitaba explicación, que su destino no era solo vivir: era cumplir la misión que esas historias le habían anticipado.
El murmullo de voces, la música de un clavicordio y el aroma a flores frescas fueron lo primero que la envolvieron. Cuando abrió los ojos, Elysia no estaba en la oscuridad ni frente a puertas imposibles: estaba en un salón iluminado por candelabros de cristal, con techos altos decorados con frescos y ventanales que dejaban pasar la luz de la tarde.
El reflejo en un espejo cercano le recordó lo imposible: era otra, pero seguía siendo ella. Y al mirar su vestido, comprendió que no era un día cualquiera.
—¡Feliz cumpleaños, señorita Elysia! —dijo una doncella al entrar con una sonrisa amplia, dejando un ramo de lirios sobre la mesa de tocador.
Cumplía diecisiete años. Ese número resonó en su mente como un presagio. Lo sabía con una certeza dolorosa: faltaban dos años para que su hermano muriera, tal como decían las historias de su abuelo.
El salón estaba decorado para la ocasión: cortinas de terciopelo azul, arreglos florales en cada esquina y un gran banquete dispuesto en la mesa principal. Invitados de familias nobles menores comenzaban a llegar, saludando con cortesías y risas. A los ojos de todos, era un cumpleaños más, un ritual social de la aristocracia. Pero para ella era mucho más: era el inicio de la misión que había heredado.
Miró a su hermano mayor entre la multitud. Tenía una sonrisa despreocupada, ajena al destino que lo aguardaba. El corazón de Elysia dio un vuelco. No podía permitirlo. No esta vez.
—“Soy la hermana que lo salvará” —se repitió, con la voz de su abuelo resonando como un juramento en lo más profundo de su memoria.
En medio del bullicio del salón, con los invitados riendo y danzando, Elysia observaba a su hermano. Ernesto Parsons, heredero del barón, era apuesto y carismático, con esa sonrisa fácil que atraía miradas dondequiera que iba. Su energía llenaba la sala, pero Elysia, con sus recuerdos intactos, lo veía con otros ojos.
Su atención se detuvo cuando notó hacia dónde se dirigía su mirada: a una joven de vestido color rojo, de cabello negro recogido en un elaborado peinado con perlas, que reía suavemente mientras jugaba con su abanico. Clariet.
Elysia sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Los recuerdos llegaron con la fuerza de un golpe: Clariet, siempre inalcanzable, siempre sonriendo con dulzura al tiempo que alimentaba la ilusión de Ernesto. Ella nunca le correspondería, pero sí aceptaba flores, joyas, banquetes… cada muestra de afecto que costaba dinero y esfuerzo. Ernesto, cegado por un amor que confundía con esperanza, gastaría todo, vendería todo, incluso pediría préstamos imposibles de pagar.
Vio en su mente el final: mercenarios exigiendo sangre como pago, su hermano arrodillado entre gritos y acero, y el silencio de una muerte injusta que jamás olvidó en su vida pasada.
La copa que sostenía Elysia tembló entre sus dedos.
—Dos años —pensó con amargura—. Dos años para cambiar un destino escrito en dolor.
Cuando Ernesto se acercó a Clariet con una flor blanca en la mano, Elysia lo interceptó con una sonrisa dulce pero firme, enlazando su brazo con el de su hermano.
—Hermano, es mi cumpleaños, ¿no deberías brindarme el primer baile en lugar de regalar flores? —dijo con voz ligera, pero sus ojos grises brillaban con una determinación férrea.
Clariet arqueó una ceja, divertida, mientras Ernesto se sonrojaba y tartamudeaba una excusa. Elysia lo arrastró suavemente hacia la pista de baile, pero en su mente no había lugar para risas: esa era la primera batalla. Debía mantenerlo lejos de Claret, lejos de la ruina.
[Esta vez, Ernesto no morirá. No mientras yo sea Elysia.]
La música comenzó a elevarse en el salón, un minueto elegante que llenaba de gracia cada movimiento de los bailarines. Elysia, todavía aferrada al brazo de Ernesto, esperaba que su maniobra bastara para apartarlo de Clariet. Pero su hermano, con esa testarudez encantadora que siempre lo había caracterizado, soltó una risa nerviosa y, con suavidad, retiró su brazo.
—Elysia, te prometo el siguiente baile, pero primero debo hablar con alguien… —le dijo, sin mirarla a los ojos.
Ella no necesitaba que lo dijera. Ernesto cruzó la sala con paso seguro, ignorando las miradas curiosas de los invitados. La flor blanca seguía entre sus dedos.
Clariet lo recibió con una sonrisa que parecía amable, pero Elysia alcanzó a notar el brillo burlón en sus ojos oscuros. Fingió sorpresa al ver la flor.
—¿Para mí? —preguntó, llevándose el abanico a los labios, ocultando la risa traviesa que apenas contenía.
Ernesto asintió con un gesto ansioso.
—No es nada, solo una muestra de mi aprecio. Me encantaría tener el honor de este baile.
Clariet ladeó la cabeza, como si lo considerara seriamente. Dio un leve vistazo a la flor y luego a los otros presentes que la rodeaban, todos atentos al pequeño espectáculo. Su voz fue suave, casi melosa, pero lo suficientemente alta para que Elysia, desde su lugar, pudiera escucharla.
—Una flor es hermosa… pero efímera. ¿Qué valor tendría bailar por tan poco? —rió, cerrando el abanico de golpe y rechazando su mano con delicadeza—. Quizás la próxima vez, señor Ernesto.
Los murmullos entre los jóvenes nobles no tardaron en extenderse. Ernesto se quedó inmóvil por un instante, con la flor marchitándose en su mano, mientras Clariet se inclinaba apenas, agradeciendo el gesto como quien recibe un cumplido menor.
Desde la distancia, Elysia sintió hervir su sangre. En sus recuerdos, esa era la primera escena de un juego cruel que se repetiría una y otra vez. Ernesto, en su orgullo herido, no se rendiría. Buscaría más, traería más, y Clariet, con esa sonrisa inocente y esa burla escondida, seguiría alimentando sus ilusiones.
Elysia apretó los puños bajo la mesa de banquete.
—No esta vez —se prometió—. No dejaré que lo arrastres hasta la ruina.
Pero sabía que Ernesto no escucharía razones fácilmente. Para salvarlo, no bastaría con advertencias: tendría que enfrentarse al juego de Clariet con sus propias armas.
La música había terminado, y los invitados se dispersaban entre risas, dulces y copas de vino. Ernesto se mantenía apartado, con la flor marchita todavía en su mano, aunque intentaba ocultarla. Su orgullo estaba herido, pero sus ojos brillaban con esa obstinación que Elysia conocía demasiado bien.
Aprovechando un instante de soledad, ella se acercó.
—Hermano —dijo en voz baja, tomándolo del brazo para guiarlo hacia un rincón menos concurrido—. Debes dejar de buscar la atención de Clariet.
Ernesto alzó la vista, sorprendido por el tono severo en las palabras de su hermana menor.
—¿De qué hablas, Elysia? —intentó sonreír, pero sonó forzado—. Solo es un gesto de cortesía.
—No lo es —respondió ella, con los ojos grises fijos en los de él—. Clariet no te corresponde. Y no lo hará, aunque llenes sus manos de flores o joyas.
Ernesto frunció el ceño. La dulzura en su rostro se tensó en una mueca de molestia.
—¿Y desde cuándo te crees capaz de juzgar mis sentimientos? No entiendes, Elysia. Ella… ella es distinta.
—¿Distinta? —Elysia dio un paso más cerca, bajando la voz para que nadie los oyera—. Lo único distinto en ella es su habilidad para sonreír mientras se burla de ti. No ve a Ernesto Parsons, mi hermano, sino a un tonto dispuesto a vaciarse los bolsillos.
—¡Basta! —estalló Ernesto, alzando la voz lo suficiente para que un par de invitados voltearan antes de que él bajara el tono con esfuerzo—. Tú no entiendes lo que es sentir esto. No entiendes lo que significa enamorarse.
Las palabras le atravesaron como una lanza. Porque sí lo entendía. Lo entendía demasiado bien: en su otra vida lo había visto amar hasta morir, literalmente.
Elysia tragó con fuerza y, aunque su corazón quería gritarle la verdad, apenas pudo susurrar:
—Lo único que entiendo es que ese camino lleva a tu ruina. Y no pienso permitirlo.
Ernesto apretó la flor en su mano, haciéndola deshacerse en pétalos. Miró a su hermana con una mezcla de ira y decepción.
—No necesito que me salves, Elysia. No soy un niño.
Ella sostuvo su mirada, dolida pero firme.
—Entonces empieza a comportarte como un hombre, no como un iluso.
El silencio entre ellos fue tan pesado como el aire cargado de perfumes en el salón. Ernesto se apartó bruscamente, alejándose de ella hacia el grupo de jóvenes nobles, donde Clariet reía con disimulo detrás de su abanico.
Elysia lo observó marcharse, su corazón palpitando con rabia y temor. Sus recuerdos no mentían: el primer paso hacia la tragedia ya había comenzado.
El salón seguía iluminado por el resplandor de los candelabros, pero para Elysia todo se había tornado más oscuro desde la discusión con su hermano. Ernesto reía forzadamente con un grupo de jóvenes, y Clariet, con su abanico, lo miraba de reojo como un cazador que mide a su presa.
Elysia, con los recuerdos ardiendo en su mente, sabía que su advertencia había caído en oídos sordos. Necesitaba un plan. Un camino distinto…. Un plan B
Entonces lo vio.
Entre los invitados, de pie junto a una columna, estaba un hombre que no pertenecía del todo a ese ambiente de seda y risas superficiales. Era alto, fornido, con los hombros anchos de un soldado y un porte imponente que atraía miradas aunque él parecía ignorarlas. Su cabello blanco caía hacia atrás con naturalidad, y una cicatriz en su ceja derecha le daba un aire de peligro, como si la batalla jamás lo hubiera abandonado.
Los recuerdos la golpearon de inmediato: Hans Greenville, Conde de la frontera norte. En su otra vida, había escuchado rumores de él: estratega frío, hombre que nunca retrocedía. Y lo más importante… cuando Ernesto cayó bajo las deudas y los mercenarios lo cazaron como a un animal, fue Hans quien se encargó de eliminarlos sin piedad, acabando con aquel grupo como si fueran simples alimañas.
[Si no logro detener a Ernesto... él puede ser la clave.]
Respiró hondo. Si iba a salvar a su hermano, necesitaba aliados. Y aunque Hans Greenville no era un hombre fácil, tampoco lo era ella.
Con paso elegante, se abrió camino entre la multitud, cada movimiento calculado como en una partida de ajedrez. Cuando estuvo a unos pasos, inclinó la cabeza en un saludo impecable, sus ojos grises reflejando calma y resolución.
—Conde Greenville —dijo, su voz clara y firme—. Soy Elysia Parsons. ¿Me permitiría robarle un momento de su tiempo?
Hans la miró en silencio unos segundos, evaluándola. Sus ojos, tan afilados como cuchillas, se posaron en ella con una intensidad que habría hecho temblar a cualquiera. Pero Elysia no bajó la mirada.
Él arqueó apenas una ceja.
—Dudo que una jovencita en su cumpleaños venga a buscar conversación conmigo sin motivo. —Su voz era grave, áspera, como el crujido de un trueno distante—. ¿Qué es lo que quieres?
Elysia sonrió con la suavidad de quien está dispuesta a jugar un juego largo.
—Digamos que estoy pensando en el futuro… y en posibles alianzas.
Hans la observaba como quien evalúa una pieza de ajedrez sin valor aparente. Una joven noble, demasiado joven, demasiado frágil para ser tomada en serio. Y cuando Elysia habló de “alianzas”, soltó una carcajada grave que resonó en su pecho.
—¿Alianzas? —repitió, con una sonrisa ladeada, casi burlona—. Señorita Parsons, usted está en un salón de cumpleaños, rodeada de dulces y vino, no en un consejo de guerra. ¿Qué podría ofrecerme una niña como usted?
Alrededor, algunos invitados lanzaron miradas curiosas al escuchar su risa, pero enseguida se distrajeron con la música. Elysia, en cambio, no pestañeó. Se inclinó apenas hacia él, su abanico cubriendo sus labios, y susurró con voz tan baja que solo él pudo oírla:
—Sé de su magia, conde Greenville. Y también sé de cosas que sucederán en el futuro.
La sonrisa de Hans se congeló. Sus ojos grises-acerados, acostumbrados a no mostrar sorpresa, se estrecharon como cuchillas. El ambiente pareció tensarse a su alrededor, como si en cualquier momento pudiera atrapar su garganta con una sola mano.
—Cuidado, niña —murmuró con voz baja, peligrosa—. Jugar con ese tipo de palabras puede costarte más que tu vida.
Pero Elysia sostuvo su mirada sin vacilar.
—No juego, mi lord. Usted lo sabe. Tiene un don que guarda celosamente, y yo… —sus labios se curvaron en una media sonrisa— yo lo sé porque mi lugar en este mundo no es casualidad. Estoy aquí porque debo cambiar un destino.
Hans la miró largamente, como si intentara descifrarla. Luego dejó escapar una breve y seca carcajada, aunque en sus ojos brillaba una chispa de interés.
—Hablas como una loca. Pero al menos eres una loca con coraje.
Elysia inclinó la cabeza con elegancia.
—Entonces tal vez, mi lord, deberíamos llamarlo… una visión compartida. Usted y yo sabemos que los problemas, la sangre y las deudas vendrán. Yo necesito un plan. Usted necesita a alguien que vea más allá de lo evidente.
Hans no respondió de inmediato. La miró con ese gesto pétreo, casi burlón, pero sus ojos ardían con un brillo distinto. Alrededor, algunos invitados ya habían empezado a notar la extraña conversación entre un conde veterano de guerra y una joven baronesa en su cumpleaños.
Con un movimiento lento, Hans inclinó apenas la cabeza hacia Elysia.
—La gente observa demasiado, señorita — dijo con voz grave—. No es prudente hablar de estas cosas aquí.
Se incorporó, imponente como una muralla, y dio un paso atrás.
—Yo la contactaré después.
Elysia apenas tuvo tiempo de asentir antes de que él se alejara, perdiéndose entre los grupos de nobles como si nunca hubiera estado allí.
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