No suelo creer en las coincidencias. Siempre he pensado que las cosas suceden porque alguien las planea, porque hay un motivo lógico detrás de cada giro en la vida. Pero cuando pienso en cómo conocí a Alejandro Rivera, empiezo a cuestionarlo todo.
Ese lunes lluvioso parecía un día como cualquier otro en mi caótica rutina. El despertador sonó tres veces, y yo lo ignoré tres veces. Cuando por fin abrí los ojos, vi el reloj marcando las 7:43 a.m. Mi entrevista estaba programada para las 8:30. Genial. Otra vez corría con el tiempo en contra.
Me llamo Gabriel Torres, tengo veintitrés años y, según mi madre, una habilidad única para meterme en problemas. No sé si lo dijo con amor o resignación, pero tenía razón. Ese día estaba a punto de comprobarlo.
Corrí a bañarme en cinco minutos, me puse la primera camisa que encontré y unos pantalones que no combinaban del todo. Ni siquiera tuve tiempo de peinarme bien; el espejo me devolvía la imagen de un chico con rizos rebeldes, ojeras y un aire de no soy confiable para un empleo serio. Y, sin embargo, ahí iba yo, a intentar conseguir un puesto de secretario en una de las empresas más prestigiosas de la ciudad.
El transporte estaba imposible. La lluvia había detenido medio tráfico y yo, desesperado, terminé subiéndome a un taxi. El chofer me miró raro porque me senté con la camisa empapada y los documentos medio arrugados.
—¿Entrevista? —preguntó con tono divertido, adivinando mi situación.
—Sí, y parece que ya la perdí —contesté, tratando de secar mis papeles con la manga.
—Pues relájese, joven. A veces los milagros existen.
Quise creerle.
Llegué al edificio Rivera Corp. a las 8:28. Jadeando, con la camisa pegada al cuerpo y el corazón latiendo como si hubiera corrido un maratón. El guardia me miró de arriba abajo, dudando de que alguien como yo tuviera derecho a entrar. Pero cuando mostré la hoja de la entrevista, me dejó pasar con una ceja arqueada.
El lugar era intimidante. Mármol en los pisos, paredes de cristal, gente vestida impecable caminando con tablets en mano. Yo parecía un infiltrado en un mundo de perfección.
Me presenté en recepción y una señorita me indicó que subiera al piso 25. El ascensor tardó una eternidad en llegar, y durante el trayecto traté de acomodarme la ropa sin éxito. En mi cabeza repetía lo mismo: No arruines esto, Gabriel. Solo sonríe, responde bien y no hagas chistes estúpidos.
Cuando la puerta se abrió, me encontré frente a la oficina del director general. Ahí estaba yo, a punto de conocer a Alejandro Rivera, el hombre que cambiaría mi vida.
La secretaria que me recibió —rubia, elegante, con labios pintados de rojo intenso— me hizo esperar en una sala pequeña. Sentí sus ojos evaluándome como quien mira un objeto defectuoso en exhibición.
—El señor Rivera lo recibirá en cinco minutos —dijo con voz fría.
Cinco minutos que se sintieron como horas. Y entonces, la puerta se abrió.
Él entró.
Lo primero que noté fue su porte. Traje oscuro, perfectamente entallado, corbata impecable y una expresión tan seria que intimidaba. Sus ojos, de un gris metálico, se clavaron en mí con una intensidad que me dejó helado. Caminaba con la seguridad de alguien acostumbrado a controlar cada situación. Era guapo, sí, pero no de esa manera común que se olvida rápido, sino de esa belleza imponente que te obliga a mirar dos veces.
—Señor Torres, ¿verdad? —su voz era profunda, grave, con un matiz de autoridad que no admitía titubeos.
—Sí, sí, ese soy yo —respondí, levantándome tan rápido que casi tiré la silla.
Él arqueó una ceja, apenas, como si ya hubiera emitido un juicio sobre mí.
Nos sentamos frente a frente. Alejandro empezó a revisar mis documentos mientras yo intentaba controlar el temblor en mis manos. Cada segundo de silencio era insoportable. Finalmente, levantó la vista.
—Tiene un currículum… curioso. —Su tono era neutro, pero sentí que curioso significaba inútil.— ¿Por qué cree que está calificado para este puesto?
Y ahí salió mi peor enemigo: mi lengua.
—Bueno, la verdad no soy muy bueno con los números, ni con las corbatas, pero tengo buena memoria, sé hacer café decente y, si necesita alguien que le recuerde respirar cuando trabaje demasiado, soy el indicado.
Quise golpearme en el momento en que terminé la frase.
Pero, para mi sorpresa, Alejandro no me echó de inmediato. Hubo un destello en sus labios, apenas un amago de sonrisa. Tan fugaz que quizá lo imaginé.
—¿Y es puntual, señor Torres? —preguntó, mirando el reloj de pared.
Tragué saliva.
—Hoy no tanto. Pero, en mi defensa, la lluvia y yo tenemos una relación complicada.
Él cerró la carpeta y apoyó los codos sobre el escritorio.
—Veremos si su humor compensa sus carencias. Empieza mañana.
Me quedé congelado.
—¿Perdón?
—Está contratado. Necesito un secretario, y no tengo tiempo para seguir entrevistando. Considérelo un experimento.
Un experimento. Eso era yo para él.
Salí de esa oficina sin saber si reír o llorar. Tenía trabajo, sí, pero bajo las órdenes del hombre más intimidante que había conocido.
Lo que no sabía en ese momento era que ese experimento se convertiría en la experiencia más intensa de mi vida.
Porque, con cada día que pasaba, descubriría que detrás de ese traje impecable y esa frialdad calculada, había un hombre lleno de secretos, heridas y silencios. Y que, contra toda lógica, yo empezaría a enamorarme de él.
Lo que comenzó como un desastre laboral se transformó en una historia de miradas furtivas, discusiones absurdas y sentimientos que ninguno de los dos estaba preparado para enfrentar.
Ahora, mientras escribo estas líneas, me doy cuenta de que mi madre tenía razón: tengo un talento para meterme en problemas. Y enamorarme de mi jefe, Alejandro Rivera, fue el mayor de todos.
Un problema del que jamás querría escapar.
Primer día, primer desastre
El sonido del despertador me arrancó de golpe del sueño. Me levanté como un resorte, con la sensación de que ya iba tarde, aunque el reloj marcaba apenas las 6:30 a.m. Mi entrevista había sido un desastre, pero, increíblemente, Alejandro Rivera me había contratado. Y hoy sería mi primer día como secretario del hombre más intimidante del planeta.
Me duché rápido, me puse una camisa blanca recién planchada (gracias a mi madre, que la noche anterior había decidido salvarme la vida) y unos pantalones que no hacían juego, pero al menos estaban limpios. Me miré al espejo: un chico de veintitrés años, con rizos rebeldes, cara de sueño y una mezcla de entusiasmo y miedo en los ojos.
—Respira, Gabriel. Es solo un trabajo —me dije a mí mismo—. Solo un trabajo con el hombre más frío del universo, pero… sigue siendo un trabajo.
Llegué al edificio veinte minutos antes de la hora. Me sentí orgulloso; por primera vez no iba a correr. Sin embargo, el guardia en la entrada ya me reconocía y me saludó con esa media sonrisa que decía: A ver cuánto duras, muchacho.
El ascensor me llevó directo al piso 25, donde el ambiente ya estaba cargado de profesionalismo. Trajes impecables, miradas serias, pasos apresurados. Yo era un punto de caos en medio de tanta perfección.
La secretaria rubia del día anterior me miró con ese gesto de fastidio que parecía permanente en su rostro.
—Buenos días, señor Torres. El señor Rivera ya está en su oficina. No lo haga esperar.
—Buenos días —respondí, intentando sonar confiado, pero mi voz salió como un gallo descompuesto.
Caminé hasta la puerta de la oficina de Alejandro y toqué suavemente.
—Adelante —se oyó desde adentro.
Su voz era firme, sin una pizca de emoción. Entré y lo encontré sentado detrás de su enorme escritorio de madera oscura, revisando unos documentos. Ni siquiera levantó la vista cuando me vio.
—Llegó temprano. Bien. Eso ya es un punto a favor —dijo con ese tono distante que hacía imposible saber si estaba satisfecho o solo constatando un hecho.
—Gracias… señor. Prometo no volver a llegar tarde.
—Eso espero —respondió sin mirarme. Luego señaló una mesa al lado de su escritorio—. Ahí tiene su estación de trabajo. Agenda, teléfono, computadora. Necesito que organice mi calendario de esta semana, confirme las reuniones y prepare el informe que le dejaré en su correo.
Asentí con entusiasmo, aunque por dentro me temblaban las piernas. Era demasiada responsabilidad para alguien que, la semana pasada, apenas lograba organizar sus propios pagos de Netflix.
Me senté frente a la computadora y respiré hondo. Puedes hacerlo”, me repetí. Es como jugar Tetris, solo que con reuniones.
Abrí la agenda electrónica. La pantalla me lanzó una avalancha de citas, números y correos. Empecé a escribir, pero mis manos sudaban tanto que el teclado resbalaba.
—Señor Torres —la voz de Alejandro me hizo brincar en la silla—. Esa reunión del martes con los inversionistas no puede moverse.
—¡Claro, claro! No se preocupe. Martes, inversionistas, inmóviles como una roca. Entendido.
Lo escuché soltar un suspiro breve, casi imperceptible.
La primera llamada entró. Contesté con voz firme:
—Oficina del señor Rivera, ¿en qué puedo ayudarle?
Era una mujer que hablaba rapidísimo. Alcancé a notar que pedía una cita con Alejandro. Tomé nota, repetí la información… y, en medio de los nervios, marqué mal la fecha. En lugar de viernes, puse lunes.
Cuando Alejandro revisó la agenda minutos después, frunció el ceño.
—Torres, ¿acaba de poner una reunión de junta directiva el lunes a las siete de la mañana?
—Sí, señor ¿no es correcto?
—El lunes a esa hora yo estoy en un vuelo internacional.
—Oh… —sentí que me derretía en la silla—. Entonces, ¿viernes?
Me miró con esos ojos grises que parecían atravesarme.
—Revíselas todas. Y no vuelva a cometer un error así.
Me mordí los labios, tratando de no soltar un chiste nervioso. No parecía el tipo de hombre que soportara bromas.
La mañana siguió en una mezcla de caos y silencio. Alejandro revisaba informes, daba órdenes concisas y escribía correos con la precisión de un cirujano. Yo, en cambio, derramé café en un documento importante (logré secarlo antes de que él lo notara del todo, aunque quedó una mancha sospechosa), confundí dos llamadas y estornudé tan fuerte en plena reunión virtual que los inversionistas preguntaron si había habido una explosión en la oficina.
Cuando colgó, Alejandro se giró lentamente hacia mí.
—¿Siempre es así de… nervioso?
—No, señor. Normalmente soy peor.
No sé por qué dije eso. Quizá para aliviar la tensión. Quizá porque mi cerebro se apaga en situaciones críticas.
Y, para mi sorpresa, vi cómo la comisura de sus labios se curvó apenas un milímetro. No fue una sonrisa, más bien un accidente en su rostro perfecto. Pero yo lo noté.
El resto del día fue una montaña rusa de pequeñas catástrofes. Entregué un informe con la grapadora al revés, mezclé las carpetas de proyectos y, en un descuido, llamé papá a Alejandro cuando le pasé el teléfono.
—¿Papá? —repitió, alzando una ceja.
—¡Perdón! Fue un lapsus. Mi mi perro se llama así. Digo, no, mi perro no se llama así. Yo… ¡Olvídelo!
Él simplemente negó con la cabeza, como si confirmara que yo era un error humano con patas.
A la hora de salida, me acerqué a su escritorio con la intención de disculparme por el desastre de mi primer día.
—Señor Rivera… sé que hoy no fui exactamente el secretario ideal.
—No, no lo fue —me interrumpió, cerrando su computadora.
Tragué saliva.
—Pero prometo mejorar. Solo necesito… tiempo para adaptarme.
Él me miró en silencio, evaluándome como si estuviera decidiendo si merecía seguir ahí. Finalmente, recogió sus cosas y dijo:
—Preséntese mañana a la misma hora. Veremos si logra sobrevivir a su segundo día.
Y salió de la oficina, dejándome con el corazón latiendo a mil por hora.
Me dejé caer en la silla, exhausto. Había sobrevivido al primer día, aunque apenas. Alejandro me trataba como si fuera una máquina defectuosa, y yo no podía culparlo: lo había hecho todo mal. Pero había algo en su mirada, en esos destellos mínimos de humanidad, que me hacían querer quedarme, demostrarle que podía hacerlo.
Quizá estaba loco. Quizá solo era masoquista.
Pero lo que sí sabía era que, aunque Alejandro Rivera me tratara con frialdad, había algo en él que me atraía como un imán.
Y ese era un problema mucho mayor que llegar tarde o estornudar en una reunión.
... CONTINUARA ...
La llegada de Valeria
El segundo día en la oficina me levanté con una mezcla de miedo y determinación. El recuerdo de mi primer día todavía me quemaba en la memoria: el café derramado, los informes mal grapados, el inoportuno… sí, había sido un espectáculo digno de comedia barata.
Pero no me rendiría. Tenía que demostrarle a Alejandro Rivera que no era un error con patas. Así que me levanté temprano, planché mi camisa yo mismo (con un resultado mediocre, pero al menos sin arrugas evidentes) y practiqué frente al espejo cómo contestar el teléfono sin sonar como un vendedor de enciclopedias.
Buenos días, oficina del señor Rivera, ¿en qué puedo ayudarle? —ensayé veinte veces, hasta que sonara natural.
Al llegar al edificio, el guardia me saludó con una sonrisa más amplia que el día anterior.
—¿Segundo día? Veamos cuánto dura, muchacho.
—Duraré más que usted vigilando esta puerta —le contesté, intentando sonar confiado.
Él soltó una carcajada. Al menos alguien en este lugar apreciaba mi humor.
Subí al piso 25, y para mi sorpresa, la secretaria rubia me miró con menos desprecio. Quizá porque estaba peinado, o porque todavía no había tenido tiempo de arruinar nada.
—El señor Rivera está en reunión virtual. Revise los correos que le dejó en su bandeja.
—Perfecto, gracias —respondí, sintiéndome un poco más parte del lugar.
...Me instalé en mi escritorio y abrí la computadora. Había una lista de tareas: confirmar una comida con un cliente, preparar una carpeta con contratos y verificar que el vuelo de Alejandro a Nueva York estuviera en horario. Fácil, pensé....
La primera llamada entró y contesté con la frase que había ensayado mil veces. Salió perfecta. Sonreí, satisfecho. Hasta que, en mi entusiasmo, olvidé poner al cliente en espera y grité al aire:
—¡Sí, Gabriel, eres un genio! ¡Lo lograste!
El cliente escuchó todo y, confundido, preguntó si hablaba con Recursos Humanos o con un programa de autoayuda.
Primer tropiezo del día.
Más tarde, al preparar la carpeta con los contratos, grapé todo al revés otra vez. Pero esta vez lo noté antes de dárselo a Alejandro y lo corregí a escondidas. Pequeña victoria personal.
Cuando él salió de la reunión, pasó frente a mi escritorio y me lanzó una mirada rápida. Fría, pero no tanto como el día anterior.
—Torres, necesito que esté atento. Hoy viene alguien importante.
—¿Un cliente?
—No. Valeria.
Pronunció ese nombre con una naturalidad que me intrigó.
—¿Y… quién es Valeria?
Alejandro se detuvo, me miró con esos ojos grises que parecían atravesar el alma, y respondió:
—Es mi socia. Y mi mejor amiga.
No supe por qué, pero mi estómago dio un vuelco extraño.
A media mañana, el ambiente en la oficina cambió. Los pasillos parecían vibrar con una energía distinta. Entonces la vi: una mujer alta, elegante, con un vestido rojo que resaltaba su porte imponente. Su cabello oscuro caía en ondas suaves, y sus labios pintados dibujaban una sonrisa segura.
—Alejandro —dijo al entrar en la oficina, como si el mundo entero le perteneciera.
Él se levantó de inmediato. Y ahí lo noté: sus facciones se suavizaron apenas, pero lo suficiente para que cualquiera se diera cuenta de que ella era alguien especial.
—Valeria —respondió con una leve sonrisa, la misma que jamás me había dedicado en dos días de desastres. Se saludaron con un abrazo corto, elegante, de esos que parecen profesionales pero esconden años de confianza.
Yo estaba sentado en mi escritorio, observando la escena como espectador de una telenovela.
Valeria me miró enseguida.
—¿Y este quién es? —preguntó, arqueando una ceja.
Me puse de pie tan rápido que casi tiré la silla.
—Soy Gabriel Torres, su nuevo secretario. Un placer conocerla.
Extendí la mano con una sonrisa nerviosa. Ella la estrechó, aunque me analizó de pies a cabeza con mirada crítica.
—Secretario, ¿eh? —dijo, como si probara la palabra en la boca—. Qué novedad, Alejandro. Tú nunca confías en nadie para este puesto.
Él no respondió, solo me lanzó una mirada breve, como si con eso bastara para callar cualquier pregunta.
El resto de la mañana, Valeria se instaló en la oficina. Hablaban de números, proyectos, viajes. Yo trataba de mantenerme ocupado en mi escritorio, pero cada vez que levantaba la vista, notaba algo extraño: cuando Alejandro me pedía un documento o me corregía algo, su mirada se quedaba un segundo más en mí. No era hostil, ni siquiera neutral. Era… diferente.
Y Valeria lo notó.
Lo vi en el ligero fruncimiento de su ceño, en cómo sus ojos seguían el recorrido de los de Alejandro. Ella, que seguramente lo conocía mejor que nadie, detectó ese cambio. Y yo, torpe como siempre, casi tiro el café encima de su bolso carísimo cuando traté de servirles.
—Lo siento, lo siento, no pasó nada —me apresuré a limpiar unas gotas que cayeron en la mesa.
Valeria sonrió, pero no con burla, sino con curiosidad.
—Eres un poco… distraído, ¿no?
—No, no, solo es que… soy multitarea —mentí con descaro.
—Multitarea o multiaccidente —murmuró ella, divertida.
Alejandro, por su parte, no dijo nada. Solo tomó el café sin hacer comentarios, aunque pude jurar que sus labios se movieron como si contuvieran una sonrisa.
Más tarde, cuando fui a dejarle un informe, choqué con el marco de la puerta y casi lo suelto. Valeria soltó una carcajada clara.
—Es adorable —dijo, sin filtro.
Me sonrojé como tomate maduro. Alejandro alzó la vista hacia ella con gesto serio.
—No está aquí para ser adorable. Está para trabajar.
—Lo sé, Alejandro. Pero no me mientas —susurró, lo bastante bajo como para que creyera que yo no escuchaba—. Lo miras distinto.
Esa frase me atravesó. ¿Distinto?
No supe qué hacer. Fingí estar concentrado en mis papeles, aunque mi corazón latía con fuerza. Alejandro no respondió de inmediato. Solo la miró a ella con una expresión indescifrable, y luego volvió a concentrarse en su computadora.
La jornada continuó. Yo seguí metiendo pequeñas patas, aunque menos que el día anterior: confundí dos carpetas, anoté un número mal en la agenda, pero al menos no derramé líquidos. Valeria observaba todo con ojos de halcón, como si me evaluara en silencio.
Al final del día, cuando se despidió de Alejandro con otro abrazo elegante, se giró hacia mí.
—Cuídate, Gabriel. Y cuida a este hombre. No dejes que trabaje hasta desmayarse.
Me quedé paralizado, sin saber si me hablaba en serio o en broma.
—Claro… yo… lo cuidaré.
Ella salió, dejando un aire de perfume caro en la oficina.
Me atreví a mirar a Alejandro, que ya estaba revisando unos correos.
—Tiene una amiga… muy impresionante.
Él levantó los ojos hacia mí, y por primera vez en dos días, me miró sin frialdad.
—Sí, lo es.
Hubo un silencio extraño, cargado de algo que no entendí. Entonces volvió a su pantalla y dijo con voz firme:
—Torres, mañana intente no equivocarse con las carpetas.
—Sí, señor —respondí, sonriendo nervioso.
Pero por dentro, la voz de Valeria resonaba en mi mente: Lo miras distinto.
Y aunque yo no quería admitirlo, empezaba a notarlo también.
... CONTINUARA ...
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