El frío se apoderaba de mis manos. Sentía cómo la vida se me escapaba poco a poco, mientras la penumbra de la habitación del hospital me rodeaba. Las máquinas sonaban con un ritmo cada vez más lento, y aunque mi cuerpo ya no respondía, mi mente aún guardaba un remolino de pensamientos.
Me llamaba Esther. Mi vida, aunque sencilla, había estado llena de momentos pequeños que atesoraba: el cariño de mis padres, los paseos por el campo, las tardes de lluvia leyendo frente a la ventana. No había hecho grandes cosas, pero al menos había amado y sido amada. Una enfermedad cruel y silenciosa había puesto fin a todo.
Con el último aliento, cerré los ojos… y pensé que sería el final.
Pero no lo fue.
Un calor sofocante me envolvió de repente. El aroma a incienso, a telas finas y perfumes dulzones, llenó mis sentidos. Mis párpados pesados se abrieron, y lo primero que vi fue un espejo de cuerpo entero frente a mí.
La imagen me heló. No era yo.
Un rostro perfecto, de facciones finas y altivas, me devolvía la mirada. Una joven de cabellos rubios casi platinados, que caían como cascada sobre un vestido de seda bordado con hilos dorados. Ojos azules, profundos, pero llenos de arrogancia.
Y entonces, los recuerdos comenzaron a llover en mi mente como dagas: gritos de sirvientes, risas crueles, contratos firmados para la compra de esclavos, lágrimas de niños encadenados… y finalmente, fuego y sangre devorando a toda una familia noble.
“Esther Spencer… hija única del duque Spencer”, susurré sin darme cuenta.
Sí. Esa era la identidad del cuerpo en el que había reencarnado. Una villana, la mujer más hermosa y temida del imperio Volt, cuya arrogancia y sed de venganza habían condenado a su linaje entero.
Me llevé una mano al pecho, temblando. Tenía todos sus recuerdos. Su desprecio por quienes consideraba inferiores, sus humillaciones, su deseo de ser temida. Pero también tenía los míos, los de la otra Esther, la que murió en un hospital, la que había aprendido el valor de la bondad.
Una verdad brutal se impuso: estaba viviendo en el cuerpo de una mujer odiada. Una villana que, en el futuro, sería destruida por sus propias acciones.
Me levanté, tambaleante. La doncella que entró a la habitación me miró con miedo, como si en cualquier momento pudiera abofetearla. Y comprendí otra cosa: la mala reputación de Esther Spencer ya estaba escrita. Su nombre era sinónimo de arrogancia, de crueldad, de veneno.
Apreté los puños.
—Un año… tengo un año antes de que compre al primer esclavo… antes de que todo se arruine.
La otra Esther había condenado a los Spencer a la desgracia.
Yo… yo debía encontrar la forma de salvarlos.
Aunque para eso tuviera que enfrentar el odio del mundo entero.
Cuando desperté al amanecer, todavía me costaba asimilarlo. El dosel de seda, las sábanas bordadas, los perfumes de flores exóticas… aquello no era un sueño. Era la nueva vida que se me había impuesto.
La doncella entró para ayudarme a vestirme. Su mirada, temblorosa, me evitaba. Comprendí al instante: temía una bofetada, un insulto, alguna de esas humillaciones que la Esther Spencer original lanzaba como si fueran su pasatiempo favorito.
Tragué saliva.
—No es necesario que bajes la cabeza —le dije con suavidad.
Ella alzó los ojos, sorprendida. El silencio entre nosotras se volvió espeso. Y entonces comprendí: ya desde mi primer gesto, mi forma de ser contrastaba con la de la antigua Esther.
Mientras me colocaban el corsé y el vestido, los recuerdos que no eran míos volvieron con nitidez. Vi a una niña pequeña, de cabellos rubios, llorando a gritos en un salón inmenso. Servidumbre corriendo para traerle dulces, juguetes, vestidos… cualquier cosa que la calmara. Vi cartas de sus padres —siempre lejos, en viajes diplomáticos o atendiendo asuntos del ducado— llenas de promesas y regalos, pero jamás de reglas o consejos.
"Mi dulce Esther, te envío estas joyas desde el extranjero. No olvides que eres nuestra princesa."
"Querida hija, lamento no poder regresar aún. He comprado caballos nuevos para ti. Espero que te agraden."
Eran mensajes vacíos, intentos torpes de compensar la ausencia. Nunca un “no”. Nunca un límite. Nunca una corrección.
Así nació la niña caprichosa que pronto se convirtió en la villana que todos odiaban.
Sacudí la cabeza, intentando apartar esos recuerdos. Me puse de pie y me acerqué al gran espejo. Esa era la imagen que el mundo recordaba: la joven hermosa, altiva, con la mirada llena de desprecio. Pero dentro de mí, ya no estaba ella.
La doncella me tendió los zapatos con manos temblorosas.
—Milady… el desayuno está listo.
—Gracias —respondí, y le sonreí.
El gesto fue tan pequeño… pero la doncella abrió los ojos con un asombro que me partió el corazón. Era la primera vez que Esther Spencer sonreía sin burla ni veneno.
Salí al pasillo, decidida. El mundo podía odiar a la villana. Podían desconfiar, burlarse o despreciar. Pero yo ya no era ella. Y aunque su reputación pesara sobre mí, encontraría la forma de cambiar el destino que nos aguardaba.
Al día siguiente, el día comenzó con una calma inusual en la mansión Spencer. Yo bajé las escaleras con pasos ligeros, saludando a cada criado que encontraba en el camino.
—Buenos días —dije con naturalidad.
Las cabezas se levantaron, los ojos se abrieron como platos. Un cuchicheo inmediato recorrió el pasillo. Nadie estaba acostumbrado a un saludo. Esther Spencer no saludaba; ordenaba, gritaba o despreciaba.
En el comedor, la mesa estaba dispuesta con frutas, panes y delicadas tazas de porcelana. Tomé asiento y agradecí al mayordomo.
—Se ve delicioso. Gracias por el esfuerzo.
El hombre, que llevaba más de diez años sirviendo a la familia, casi dejó caer la bandeja. Murmuró un “a su servicio, mi lady” con la voz temblorosa y se retiró de prisa, como si mi gratitud fuera una amenaza.
Durante todo el desayuno, sentí miradas furtivas desde las esquinas. El silencio era tan pesado que casi podía escucharlo crujir.
La situación estalló más tarde, cuando pedí salir al jardín y una de las doncellas, demasiado nerviosa, tropezó con una bandeja, derramando agua sobre mi vestido. El eco del accidente resonó por toda la mansión. La pobre chica cayó de rodillas, temblando.
—¡P… perdóneme, mi lady! ¡No fue mi intención!
La antigua Esther la habría abofeteado sin dudar, arruinando no solo su día, sino quizás la vida entera de la muchacha. Pero yo me incliné y la ayudé a levantarse.
—No es nada grave… no te preocupes.
El silencio se volvió sepulcral. Los criados que observaban en secreto huyeron por los pasillos como si acabaran de presenciar un presagio oscuro.
No tardó en correr el rumor.
—La señorita… ha cambiado.
—¿Habrá sido víctima de un hechizo?
—¿O será que un espíritu maligno la posee?
Esa misma tarde, mientras trataba de leer en la biblioteca, escuché pasos apresurados y murmullos detrás de la puerta. Cuando la abrí, me encontré con tres sirvientes y al mayordomo discutiendo en voz baja. Entre ellos, un hombre vestido con túnica azul oscuro, con un báculo de madera en la mano.
—¿Quién es él? —pregunté con calma.
El mayordomo tragó saliva.
—Mi lady… debido a su… comportamiento inusual, hemos llamado al mago de la corte para que la examine.
El mago me miró con una mezcla de curiosidad y desconfianza.
—Dicen que la señorita Spencer sonríe… que agradece… que no grita. Eso no es natural… pero, ya sé que es…
Lo miré fijamente, sintiendo un escalofrío. Este mundo no solo me observaba con recelo; ya estaba intentando explicar mi existencia a través de la magia.
Sonreí con suavidad.
—Tal vez no soy la que ustedes creen.
El mago me observaba en silencio, con los dedos apoyados sobre su báculo. Sus ojos, de un verde profundo, parecían capaces de atravesar la carne y mirar directamente dentro de mí.
—No eres la misma —dijo finalmente, con voz grave.
No era una pregunta.
Me tensé. El aire en la biblioteca parecía más pesado.
—¿Qué quiere decir con eso?
Él se acercó, inclinando apenas la cabeza. Con un gesto de su mano, trazó un círculo de luz en el aire, y este se quebró como un espejo, proyectando sobre mi piel un resplandor tenue. Allí, justo en el centro de mi pecho, apareció un símbolo que no había visto jamás: una marca luminosa, semejante a un cristal fracturado.
—La marca de alma… —susurró el mago—. Todos los que han vivido otra vida la llevan. Es un sello que no puede ocultarse, una prueba de que tu espíritu no nació en este mundo, sino que ha regresado aquí desde otro.
Sentí un escalofrío recorrerme de pies a cabeza. La luz palpitaba como si respondiera a mis propios latidos.
—Entonces… ¿lo sabía desde el principio? ¿Que yo no soy Esther Spencer?
El mago ladeó la cabeza, con una sombra de sonrisa.
—Eres y no eres. Eres la dueña de este cuerpo, y al mismo tiempo, alguien que lo ha tomado prestado. El mundo mágico reconoce tu presencia, aunque los demás solo vean la máscara de la duquesa.
Me llevé una mano al pecho, donde la marca desaparecía lentamente con la luz.
—¿Por qué yo? ¿Por qué renacer en esta mujer odiada?
El mago no respondió de inmediato. Solo me miró con un dejo de compasión.
—El destino rara vez concede segundas oportunidades sin un precio. La marca de alma no es solo un sello… es también un recordatorio. Si no corriges los pecados que mancharon este nombre, la misma magia que te trajo aquí podría volverse contra ti.
Mis labios temblaron. Ya no era solo un capricho querer cambiar la historia. Era una advertencia. Si repetía el mismo camino de la Esther original, la marca de alma me condenaría.
Apreté los puños, con determinación.
—Entonces no volveré a cometer sus errores. Esta vez, protegeré a los Spencer. Esta vez… viviré de otra manera.
El mago me miró en silencio, y sus ojos centellearon con un brillo enigmático.
—Veremos si tu alma es tan fuerte como tus palabras, señorita Spencer.
El mago retiró el báculo, y la luz de la marca se fue desvaneciendo lentamente hasta desaparecer de mi piel. El silencio se hizo espeso en la biblioteca, roto solo por el crujido del fuego en la chimenea.
—Debes saber algo más —dijo con voz grave—. La marca de alma no significa lo mismo en todos lados. En cada imperio se interpreta de forma distinta.
Lo miré, sin atreverme a interrumpirlo.
—En el Reino de Barnes, las consideran un don divino, señales de que el portador trae consigo la bendición de los cielos. En el Reino de Kensington, y en el imperio de Somerset han cambiado el curso natural de la historia, e incluso el imperio de Lennox ha sido modificado por estas marcas de alma.
Un escalofrío recorrió mi espalda.
—¿Y usted…? ¿Qué piensa de mi marca?
El mago sostuvo mi mirada, con una expresión que no pude descifrar del todo.
—Pienso… que debe permanecer en secreto.
—¿En secreto? —repetí, incrédula.
Él asintió.
—Si alguien supiera que llevas la marca, podrían usarte como bandera para sus propios fines por tus conocimientos del futuro, además destrozarías el corazón de tus padres… Es mejor que nadie lo sepa.
Guardó silencio unos segundos y luego añadió, casi como si se hablara a sí mismo:
—He escuchado historias… cada vez que alguien con una marca de alma llega a nuestro mundo, siempre suceden cosas extraordinarias. Prosperidad para un reino, avances mágicos impensables, o el fin de una era de oscuridad. Tal vez no sea casualidad que hayas aparecido en este cuerpo, señorita Spencer.
Sentí mi corazón agitarse. Una villana condenada… y yo, atrapada en su piel, con un sello que podía cambiar la historia.
El mago dio un paso atrás, inclinando apenas la cabeza.
—Guardaré tu secreto. Pero recuerda… tu destino aún no está escrito.
Me quedé sola en la biblioteca, con el eco de sus palabras clavándose en mi pecho. Por primera vez desde que desperté en este mundo, una chispa de esperanza se encendió en mí. Quizás, después de todo, esta segunda vida no era una condena… sino una oportunidad.
La biblioteca volvió a quedarse en silencio después de que el mago se marchara. Me quedé quieta, con la mano apoyada en mi pecho, donde aún sentía el eco de la marca de alma latiendo bajo la piel.
Una segunda oportunidad…
Me dejé caer en el sillón más cercano. Las llamas de la chimenea proyectaban sombras danzantes sobre los estantes, y yo no podía apartar de mi mente las imágenes de mi otra vida: la cama de hospital, los últimos días de debilidad, los rostros llorosos de mis padres inclinándose sobre mí. Yo había muerto joven, demasiado pronto, dejando tras de mí una vida incompleta, llena de cosas que no alcancé a hacer.
Y ahora, aquí estaba. Respirando de nuevo, con un cuerpo que no era mío, con una belleza que el mundo envidiaba y odiaba a la vez, con un apellido que cargaba una fama venenosa.
¿Era justo? ¿Por qué yo? ¿Por qué Esther Spencer, precisamente la villana de esta historia?
Las memorias que compartía con ella eran crueles, casi insoportables. El eco de sus risas arrogantes, los ojos llenos de desprecio con los que miraba a los demás, el placer retorcido de sentirse temida. Esa parte de ella me revolvía el estómago.
Pero también estaban los recuerdos de una niña pequeña, encerrada en una mansión demasiado grande, esperando siempre cartas que nunca traían abrazos, solo regalos. Una niña que lloraba hasta quedarse sin voz, sin que nadie viniera a calmarla de verdad. Quizás… quizás la villana que todos odiaban había nacido de esa soledad.
Cerré los ojos y respiré hondo.
—No quiero repetirlo.
Ya no era la enferma que se apagaba en un hospital, ni la muchacha arrogante que condenaba a su familia a la ruina. Era ambas cosas y ninguna a la vez. Y esta vida, esta segunda vida, me pedía decidir quién quería ser.
Apreté los puños.
Si había una razón para que me trajeran aquí, debía hallarla. Si la marca de alma me ofrecía una oportunidad, debía aprovecharla.
Me prometí a mí misma, frente al silencio solemne de la biblioteca:
—Haré que valga la pena.
El día amaneció luminoso sobre la mansión Spencer. Decidí que no podía seguir encerrada en la biblioteca, reflexionando entre sombras. Si quería cambiar el destino de esta vida, debía empezar aquí, en mi propio hogar.
Me levanté temprano, antes de que los criados comenzaran sus labores, y entré en la cocina. El silencio que cayó sobre los sirvientes al verme fue absoluto. Nadie esperaba que Esther Spencer pisara aquel lugar, y mucho menos que lo hiciera sin gritos ni amenazas.
—Buenos días —saludé.
Nadie respondió. Podía sentir las miradas temerosas, las manos que se detenían en medio de su trabajo.
Me acerqué a la cocinera, una mujer robusta de rostro cansado. Tomé una de las cestas de pan recién horneado y la probé con una sonrisa.
—Está delicioso. Has hecho un trabajo excelente.
El silencio se volvió aún más tenso. La cocinera se sonrojó, incapaz de responder. El resto de los criados intercambiaron miradas inquietas, y supe que en sus mentes se repetía el mismo pensamiento: La señorita Spencer ha perdido la cordura.
Me retiré de la cocina con un nudo en el estómago. ¿Cómo podía cambiar su visión de mí, si incluso un gesto amable los aterraba?
Pero no tuve tiempo de reflexionar más. Esa misma tarde, la llegada de una visita inesperada alteró la mansión.
—Mi lady —anunció el mayordomo, visiblemente incómodo—, ha venido la señorita Clarisse Von Luthen a verla.
El nombre despertó un torrente de recuerdos. Clarisse: mi amiga de infancia, o más bien, mi sombra. Siempre detrás de mí, aplaudiendo mis caprichos, alimentando mis venganzas, repitiendo mis insultos con fervor. Si yo era la villana, ella había sido mi cómplice más fiel.
Entró en el salón con la misma arrogancia que yo solía llevar: cabellos castaños oscuros recogidos en un peinado elaborado, vestido carmesí con encajes negros, sonrisa altiva en los labios.
—¡Esther! —exclamó con fingida dulzura, abriendo los brazos para abrazarme—. He venido a alegrar tu aburrida tarde.
Su perfume empalagoso me golpeó mientras se acercaba. Por instinto, mis labios esbozaron una sonrisa amable, pero Clarisse se apartó unos centímetros y me miró con suspicacia.
—¿Qué es esto? —preguntó con tono burlón—. ¿Desde cuándo me recibes con esa cara de santa?
Sentí un sudor frío recorrerme la espalda. Clarisse conocía demasiado bien a la Esther de antes. Para ella, una sonrisa cordial era tan extraña como un cuervo blanco.
—Quizás estoy intentando cambiar algunas cosas —respondí con calma.
Clarisse arqueó una ceja y soltó una carcajada incrédula.
—¿Cambiar? ¿Tú? ¡La Esther Spencer que yo conozco nunca pide perdón, nunca agradece, nunca se rebaja a esas tonterías! Vamos, dime que estás bromeando.
Su risa resonó en el salón como un eco cruel. Y en ese instante comprendí que no solo debía luchar contra mi reputación frente a los sirvientes, sino también contra el pasado que venía a buscarme con rostro de amiga.
Clarisse se acomodó en el sillón más cercano, cruzando las piernas con la altivez de siempre. Yo me senté frente a ella, intentando mantener la serenidad que me había costado cultivar durante estos primeros días.
—Tengo que contarte algo —dije, tomando aire—. He tenido un sueño… un sueño muy extraño.
Clarisse arqueó una ceja y soltó una carcajada corta.
—¡Oh, cielos! ¿Te estás volviendo mística también? No me digas que ahora lees las estrellas y predices el destino.
No me dejé intimidar. Miré sus ojos y continué:
—Soñé que moriría si continuaba siendo una mala persona… si lastimaba a los demás deliberadamente… moriría joven, como en mi sueño.
Clarisse se reclinó, riendo con incredulidad.
—¿Esther Spencer, la cruel y temida? ¿A que le temes a tus propios sueños ahora? Por favor… eso suena ridículo.
Intenté no perder la compostura, aunque sentí un escalofrío recorrer mi espalda.
—Tal vez te parezca ridículo, pero para mí fue muy real. Y… he decidido cambiar.
El resto de la tarde transcurrió entre charlas, recuerdos de travesuras pasadas y risas forzadas. Clarisse no dejó de burlarse de mis palabras, aunque sus gestos se tornaban cada vez más cautelosos. Cada vez que mencionaba un acto de bondad o una intención de cuidar a los demás, sus cejas se fruncían con sutil desconfianza.
Cuando finalmente se despidió, su sonrisa volvió a ser amplia, pero algo había cambiado en su mirada. No era la seguridad absoluta de siempre. Ahora había una chispa de duda.
—Bueno… Esther —dijo, levantándose—. Espero que tus sueños no te vuelvan demasiado aburrida. Aunque… quién sabe. Tal vez has cambiado.
Sus pasos resonaron en el corredor mientras se alejaba, y yo sentí un peso extra en el pecho. La semilla estaba plantada. Clarisse dudaba. Y si Clarisse dudaba… quizás alguien más también podría empezar a creer que Esther Spencer podía ser diferente.
Por primera vez, sentí que el camino hacia mi segunda oportunidad no sería tan imposible como parecía.
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