Mía Conde recibió los resultados de embarazo con una inmensa dicha que inundaba cada fibra de su ser.
Sus manos temblaban mientras sostenía el papel que confirmaba la noticia más esperada de su vida, mientras las lágrimas de felicidad rodaban por sus mejillas sonrosadas.
Salió del hospital radiante de felicidad porque después de dos largos y angustiantes años de intentarlo, de someterse a diversos tratamientos y procedimientos médicos, al fin había concebido el hijo que tanto Ariel Rodríguez anhelaba y soñaba.
Podía imaginar vívidamente la inmensa felicidad que Ariel sentiría cuando le confesara que iba a ser padre.
Su mente ya proyectaba mil escenarios diferentes de cómo darle la noticia, imaginando su rostro, iluminándose con la sorpresa y la alegría, sus ojos brillando con lágrimas de emoción.
Ariel era un hombre extraordinariamente maravilloso, la amaba y protegía con una devoción que se manifestaba en cada pequeño gesto cotidiano, en cada palabra susurrada, en cada mirada cómplice.
Él en serio la amaba con una intensidad que sobrepasaba cualquier expectativa romántica que ella hubiera tenido jamás.
Mía apenas podía contener la ansiedad mientras esperaba la hora de llegar y comentarle a Ariel sobre su estado, quería fervientemente que él fuera el primero en enterarse, antes que cualquier familiar o amigo. Su corazón latía acelerado con solo pensar en el momento de revelarle la noticia que cambiaría sus vidas para siempre.
Emocionada hasta la médula, con manos temblorosas sacó su celular último modelo y le marcó repetidamente, sintiendo cada tono de espera como una eternidad.
La llamada no se contestó, pero segundos después, que parecieron interminables, un mensaje iluminó la pantalla de su dispositivo.
“Estoy en un banquete privado muy importante, pronto estaré en casa”, decía el mensaje que apareció en la pantalla de su teléfono, con ese tono formal y profesional tan característico de Ariel.
Mía no cuestionó la brevedad ni el tono del mensaje, simplemente sonrió radiante de felicidad porque iba a tener un hijo del hombre que amaba y lo haría el padre más dichoso del mundo.
Su mente ya divagaba entre nombres de bebé y colores para la habitación del pequeño.
Llegó a su lujosa casa en el exclusivo vecindario, y esperó ansiosa en la elegante sala decorada con un gusto exquisito.
No hizo por preparar ninguna cena especial ni arreglos elaborados, porque no quería que él sospechara que iba a darle una noticia tan maravillosa que cambiaría sus vidas para siempre.
Ariel llegó luciendo su impecable traje de diseñador, y Mía, solidaria como siempre, se apresuró a ayudarle a retirar su costosa chompa de marca y colgarla cuidadosamente en el perchero de madera noble que adornaba el recibidor.
—¿Cómo estuvo el banquete de negocios? —cuestionó Mía con genuino interés, mientras observaba detenidamente el rostro de su esposo buscando señales de su día.
Ariel la observó fijamente con una intensidad inquietante en sus ojos, sin poder responder más que un monosílabo que cayó como una piedra en el ambiente antes cálido del hogar.
—Bien —la forma en que le respondió, con una frialdad inusual que nunca había mostrado, hizo que Mía frunciera el ceño preocupado.
Sin embargo, se convenció a sí misma que ese pequeño detalle, posiblemente producto del cansancio o el estrés laboral, no acabaría con la inmensa felicidad que burbujeaba en su interior.
—Ari… —pronunció el diminutivo con dulzura mientras este la miraba con una expresión indescifrable, esperando en un silencio tenso que dijera lo que iba a decirle—, quiero decirte algo muy importante.
—Yo también tengo algo que decirte —dijo con una voz grave y controlada, invitándola con un gesto ceremonioso a sentarse en el lujoso sillón de cuero italiano que decoraba su sala.
Mía no sabía qué iba a decirle su esposo, pero en su corazón rebosante de alegría estaba convencida de que cualquier cosa que él estuviera por revelarle, no sería más emocionante que la noticia de su embarazo tan anhelado. Así que, con una generosidad nacida de su felicidad, le dio la oportunidad de que él hablara primero.
—Dilo tú primero —dijo sonriendo radiante, una sonrisa que hizo dudar momentáneamente a Ariel, cuyo rostro se ensombreció por un instante. Sin embargo, pareció recobrar una fuerza interior que ella no comprendía y pronunció la palabra que destruiría su mundo.
—Divorciémonos —la palabra cayó como un rayo en medio de la sala elegantemente decorada, haciendo añicos la burbuja de felicidad que la envolvía.
Esa petición congeló el corazón de Mía instantáneamente, la dejó completamente en trance, como si el tiempo se hubiera detenido en ese preciso instante.
Se quedó inmóvil, con los ojos bien abiertos, mientras el eco de esa palabra resonaba en su mente como un terrible martillo.
¿Había escuchado bien? ¿Ariel Rodríguez, el hombre que juraba amarla cada mañana, le estaba solicitando el divorcio en este momento que debería ser el más feliz de sus vidas? Las preguntas se arremolinaban en su mente como un torbellino devastador.
Lágrimas amargas empezaron a acumularse en sus ojos color miel, las cuales intentó contener parpadeando rápidamente antes de que se derramaran, no queriendo mostrar su vulnerabilidad ante esta crueldad inesperada.
—Es una broma de mal gusto, ¿verdad? —su voz salió temblorosa, casi suplicante, buscando desesperadamente una explicación que hiciera menos dolorosa esta realidad que se desplegaba ante ella.
Ariel la miró fijamente con una determinación que ella nunca había visto en sus ojos castaños y negó lentamente con la cabeza, cada movimiento parecía calculado y definitivo.
—Es verdad, quiero que nos divorciemos. No hay vuelta atrás en esta decisión —pronunció cada palabra con una claridad devastadora que reverberó en las paredes de la elegante sala.
Mía comenzó a temblar incontrolablemente, sus manos se aferraban al costoso vestido que llevaba puesto, porque esperaba cualquier cosa en este día especial, menos que Ariel solicitara el divorcio con tanta frialdad. Su mundo entero se desmoronaba mientras la noticia de su embarazo se convertía en un peso insoportable en su garganta.
Él la amaba, ¿o no? Se lo demostraba cada día sin falta, en cada momento compartido. Le traía flores los viernes, la despertaba con besos cada mañana, planeaban vacaciones juntos, soñaban con formar una familia. Todo parecía una cruel mentira ahora.
En la mañana nomás se había comportado como todo un esposo amoroso, preparándole el desayuno favorito, besándola antes de partir al trabajo, prometiendo llegar temprano. Nada hacía presagiar este giro devastador en sus vidas.
¿Por qué ahora le pedía el divorcio? La pregunta martilleaba en su mente mientras recordaba cada momento feliz, buscando señales que hubiera pasado por alto, advertencias que hubiera ignorado en su felicidad.
—Te compensaré generosamente con 40 millones y varias propiedades, incluso puedes quedarte con esta casa y el personal de servicio —hablaba como si estuviera cerrando uno de sus tantos negocios, con esa frialdad calculadora que solo le había visto usar en sus reuniones empresariales.
Mientras Ariel continuaba hablando de términos y condiciones, Mía sentía que un hoyo profundo y oscuro se formaba en su pecho, amenazando con tragarla por completo. El aire se volvía denso y difícil de respirar en aquella sala que antes consideraba su refugio.
Le dolía el corazón con una intensidad física real, le dolía el alma al escuchar a Ariel hablar sobre divorcio como si discutiera el clima, como si los últimos dos años juntos no significaran nada. Sus sueños se desmoronaban con cada palabra que salía de sus labios.
Habían compartido dos años de aparente felicidad perfecta, donde él la había protegido cada segundo de cualquier dolor o preocupación, donde había evitado hacerla sufrir con un cuidado casi obsesivo. ¿Por qué ahora le infligía el dolor más grande de todos?
—Tú… ¿ya no me quieres? —la pregunta salió como un susurro quebrado, cargado de toda la angustia que amenazaba con ahogarla.
Ariel no respondió directamente esa pregunta, sus ojos se oscurecieron mientras simplemente cuestionaba con una frialdad calculada:
—Mía, ¿por qué tomas la petición del divorcio de esta forma tan dramática y no de la misma manera pragmática que tomaste cuando te pedí que fueras mi esposa? Lo aceptaste con sorprendente facilidad cuando apenas me conocías, como si fuera una transacción más.
Mía recordó con dolorosa claridad aquella tarde crucial cuando Ariel apareció inesperadamente en la modesta casa de sus padres, los cuales no la aceptaban como una verdadera Conde luego de que se presentara en su casa asegurando ser la hija que habían perdido hace tanto tiempo.
Ella se había perdido cuando era una niña de cinco años, fue adoptada por unos buenos padres los cuales murieron hace dos años, fue entonces cuando Mía fue a casa de sus verdaderos padres porque apenas y se había enterado de que ella pertenecía a los Conde.
No obstante, cuando llegó y dijo ser la hija de ellos, estos la rechazaron porque, resultaba que, años después de que Mía se perdiera, encontraron a una niña idéntica a Mía y, aseguraron que ella era su hija perdida.
Nino Conde se realizó las particulares pruebas de ADN donde arrojaron positivas, y la felicidad regresó a la familia Conde.
Pero resultaba que, Mía también llevaba parte de su sangre, cosa que los tenía perplejos, porque ellos habían tenido solo una hija. La familia no la aceptaba porque era una recién aparecida, aunque la abuela permitió que se quedará, todos le mostraban desprecio porque juraban que, ella era una impostora que había movido los hilos para que las pruebas salieran positivas.
Mía se ganó más el desprecio de los Conde cuando decidió aceptar la propuesta de matrimonio de Ariel Rodríguez, ese día si que la odiaron y despreciaron con todo su ser.
Arel Rodríguez la había tratado en todo ese tiempo con mucho amor, él había sido un excelente esposo. Si Mía quería que le bajara la luna, él se la bajaba, si Mía quería cualquier cosa imposible, él hacía lo imposible para dárselo. No obstante, ahora mismos se comportaba tan frío que, el corazón le dolía por su actitud.
—Ariel…
—Por favor, no hagas esto más difícil. Acepta el divorcio, acepta las condiciones y acabemos con esto.
El pecho de Mía se contrajo, pues no esperaba que él, la rompiera de esta forma.
Ella, aparentemente mostraba una fragilidad, pero era más fuerte de lo que Ariel pensaba.
Mía no iba a rogar, ella no iba a rogarle a Ariel que se quedara con ella por su hijo. Entonces, soltó el papel que estaba dentro de su bolsillo, y reuniendo toda la fuerza que la caracterizaba se levantó y dijo.
—Está bien, te daré el divorcio —sin más se dio la vuelta y se propuso a salir, pero caminó tan torpe que se tropezó en un mueble.
Fue tan brusca que, hasta el mueble se movió, cosa que atrajo la atención de Ariel, quien inmediatamente se levantó para ayudarla, pero ella se negó a que la tocara.
Ariel se quedó quieto mientras la veía partir. Cuando la vio caminar coja, se apresuró a acercarse, porque sabía que, no podría subir las escaleras.
—¡No me toques! Puedo sola —dijo, sin embargo, al intentar alzar la pierna en el primer escalón, sintió la bola en el muslo.
Mía lloró, más que por el dolor interno del corazón.
Ariel la agarró entre sus brazos y la así la llevó a la recamara, donde la acostó suavemente y fue por el botiquín para curarla.
Al regresar, vio a Mía llorando, pero ella contuvo las lagrimas y miró hacia otra parte.
Ariel se acomodó a su lado, empezó a colocarle pomada suavemente, tratando de no lastimarla.
—Ariel, ¿Por qué quieres divorciarte? —Ariel no respondió, continuó aplicando la crema en la pierna de Mía— ¿he sido una mala esposa? ¿No he cuidado de ti bien?
Deseaba entender porque tan repentinamente había decidido divorciarse de ella, si cada día lo veía feliz.
—Has sido una buena esposa —dijo Ariel—. Los motivos del divorcio no tienen que ver con nada de eso.
—¿Entonces? ¿Qué ocurre? —pensaba que tal vez los Rodríguez estaban en quiebra y, él no quería arrastrarla a la ruina.
Ariel siempre había cuidado de ella, tanto que ella pensó su matrimonio sería eterno, sin embargo, ahora le había perdido el divorcio.
—¿Estás enfermo? ¿Vas a morir? ¿Tienes alguna enfermedad terminar? —su pregunta hizo frustrar a Ariel.
En realidad, él si estaba enfermo, tenía diabetes, pero no era que fuera a morirse en ese momento. Pero el motivo de su divorcio era, porque Zoe, había regresado.
Zoe, era la mujer que realmente Ariel amaba, la mujer por la que se casó con Mía. Zoe, era idéntica a Mía, y fue por eso por lo que, cuando esta lo abandonó sin motivo, Ariel decidió casarse con la hermana, ya que, está era idéntica y le recordaba a Zoe.
Incluso, el trato que siempre Ariel tuvo con Mía fue porque la veía como Zoe. Mía Conde, solo era una sustituta sanando su corazón herido.
Ariel acariciaba lentamente la herida de Mía con sus dedos temblorosos, mientras ella lo observaba con los ojos iluminados por las lágrimas. La suave luz del atardecer que se filtraba por la ventana hacía que sus ojos brillaran como cristales rotos, reflejando todo el dolor que sentía en su corazón.
¿Por qué se comportaba así? ¿Por qué seguía mostrando que le importaba cuando sus peticiones decían lo contrario? Sus gestos de preocupación solo servían para confundirla más, para hacer más profundo el abismo que se abría entre ellos con cada segundo que pasaba.
—Ya no sigas —pidió Mía, con la voz quebrada por la emoción dolorosa, mientras sus manos se aferraban con fuerza a las sábanas de algodón blanco que cubrían la cama que habían compartido durante tanto tiempo.
Se suponía que le acababa de pedir el divorcio, lo que significaba que ya no la amaba y que no le importaba en lo más mínimo lo que pudiera pasarle. ¿Por qué seguía comportándose de esa forma tan contradictoria? La estaba confundiendo más de lo que ya estaba, haciendo que su corazón se debatiera entre la esperanza y la resignación.
—Tonta, deja que te cure —le respondió con voz dulce, mientras seguía aplicando el ungüento con delicadeza sobre la piel lastimada—, eres muy torpe, deberías fijarte por dónde caminas. Recuerda que ya no estaré para cuidarte cuando todo esto termine. Sus palabras, aunque dichas con dulzura, se clavaron como dagas en el corazón de Mía.
Eso entristeció más a Mía, quien sentía cómo las lágrimas se acumulaban en sus ojos, amenazando con desbordarse en cualquier momento. Tenía ganas de llorar, de llorar muy duro hasta quedarse sin aliento, hasta que el dolor en su pecho se hiciera tan intenso que la dejara insensible.
—¡No quiero que me cures! Solo vete. Vete de aquí, Ariel —exclamó con toda la fuerza que pudo reunir, aunque su voz sonaba más como una súplica desesperada que como una orden.
Ariel frunció el ceño, mientras sus manos se detenían en seco sobre la piel lastimada de Mía. ¿Cómo se atrevía a correrlo de esa manera tan brusca? Esa también era su habitación, su casa, el hogar que habían construido juntos durante dos años de matrimonio, ¿había olvidado que era su esposo y que compartían la misma cama desde hace tanto tiempo?
Mía se giró bruscamente, dejando la espalda hacia Ariel, en un intento desesperado por ocultar las lágrimas que ya no podía contener. Al girarse se quejó involuntariamente, porque el golpe en su muslo había sido más fuerte de lo que pensaba, y había dejado un gran moretón púrpura que cuando lo tocaban dolía seriamente, como si mil agujas se clavaran en su piel.
A Mía se le escapó un quejido lastimero, estaba llorando sin poder evitarlo, y de eso se percató inmediatamente Ariel, quien apretó los puños con impotencia al verla sufrir de esa manera.
Este salió de la habitación sin decir palabra, sus pasos resonando en el silencio de la casa, y Mía lloró con más fuerza, aplacando el llanto en la almohada que aún conservaba el aroma de ambos, mezclado con el sabor salado de sus lágrimas.
En otro momento, en días más felices, Ariel no se hubiera ido dejándola así, aunque ella le pidiera mil veces que se marchara, él se habría quedado obstinadamente a su lado hasta que sanara completamente. Pero ahora se había ido sin más, dejándola sola con su dolor, sin importarle nada. Definitivamente ya no la amaba como antes, y ese pensamiento le dolía más que cualquier herida física.
Ariel regresó después de un minuto que pareció eterno, había ido apresuradamente por una medicina en la planta baja, atravesando el corredor y bajando las escaleras de dos en dos. El corazón de Mía dio un vuelco de alegría al escuchar sus pasos regresando.
En realidad él no la había abandonado como ella temía, había ido por medicina, quería darle una pastilla para que no sufriera más dolor. Ese pequeño gesto de preocupación hizo que su corazón se inflara de esperanza nuevamente.
Recordando los resultados de su prueba de embarazo que había visto esa mañana, la alegría de Mía por el regreso de Ariel se disipó tan rápido como había llegado. Ella no podía tomar pastillas, estaba embarazada de seis semanas, llevando en su vientre un secreto que cambiaría todo.
Ariel no lo sabía, y si él lo supiera, seguramente no pensaría en darle medicamento que pudiera dañar al bebé. La ironía de la situación la golpeó con fuerza: estaba a punto de divorciarse del padre de su hijo, y él ni siquiera lo sabía.
—Esta pastilla ayudará a que mejores, bébela —dijo él, extendiendo la mano con el medicamento y un vaso de agua que había traído de la cocina.
—No quiero —respondió ella, girando el rostro para evitar mirarlo a los ojos, temiendo que pudiera leer la verdad en su mirada.
—Mía, ¿te comportarás grosera conmigo en estos últimos momentos? —preguntó él con un deje de tristeza en su voz que no pasó desapercibido.
Ella no debía comportarse de ese modo con él, lo sabía perfectamente. Había sido un buen esposo con ella durante todo su matrimonio, le había cuidado con devoción en esos dos años, protegiéndola de todo y de todos. ¿No debía estar agradecida con él por ser tan bueno con ella, incluso ahora que todo terminaba?
—Ya no debes preocuparte por mí, deberías irte y dejarme sola con mi dolor. Es más, deberíamos discutir los términos del divorcio de una vez por todas, para firmarlo y acabar con esta agonía —dijo casi que con la voz quebrándosele, mientras sus manos inconscientemente se posaban sobre su vientre, protegiendo el secreto que guardaba.
—¿Discutir los términos? —inquirió con el ceño fruncido, la confusión evidente en su rostro— ¿Es que no son suficientes? —¿Ella quería más de lo que él había ofrecido? Se preguntó para sí mismo, sin entender que lo único que Mía quería era su amor, no sus bienes materiales.
Mía iba a decirle que no necesitaba absolutamente nada de él, que su dinero y sus propiedades no iban a recompensar jamás su ausencia en su vida, pero el celular de Ariel sonó interrumpiendo sus pensamientos, y ante su evidente nerviosismo, cosa que fue notoria ya que él nunca se comportaba así de ansioso por una llamada, las palabras de Mía se atragantaron en su garganta como si fueran piedras pesadas.
—Saldré por un momento, pero antes de irme quiero asegurarme de que tomes la pastilla para el dolor —declaró con firmeza, sosteniendo el frasco en su mano como si fuera un arma.
—No la tomaré —respondió ella con determinación.
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