—¡Lisnaaa! ¿Ya estás lista o qué? —gritó Eva desde el patio, impaciente.
—¡Ya voy, espérame tantito! Estoy terminando de arreglarme —respondió Lisna desde su cuarto.
—¿Arreglándote? ¿Para qué tanto show si vamos a vender fideos? —refunfuñó Eva, cruzada de brazos.
—Ay, Eva, nunca sabes quién se te puede cruzar en la calle. Imagínate que hoy sí me topo al galán de mi vida —dijo Lisna mientras salía, con su bolsita colgada y el cabello recién peinado.
—Mejor que te topes una cartera llena, eso sí sería milagro —bromeó Eva.
—¿Vamos o no? Ya se nos va a hacer tarde —dijo Lisna, ajustándose los aretes.
—Sí, sí, ya vámonos. Nomás no te tardes con tus cosas de siempre.
—Espérate, ¿no se me olvidó nada? A ver... labial, polvo, peine, perfume... todo bien —dijo Lisna revisando su bolsa con aire triunfal.
—¡Lisnaaaa! —gruñó Eva.
—¿Qué? ¿Ahora qué hice?
—¡Me vale tu maquillaje! Lo que me importa es si traes los ingredientes para los fideos. ¿O se te olvidó el pollo?
—Ay, no, tranquila. Ya compré todo en el mercado: pollo, cebollita, chile, y hasta limones para los que les gusta con toque ácido.
Eva Tasyalona era una joven de diecisiete años, huérfana desde bebé. La encontraron envuelta en una cobija frente al albergue “Manos Abiertas” en la colonia Doctores. A los dos años fue adoptada por una pareja sin hijos, pero más por compromiso que por cariño. Nunca la trataron con afecto, pero Eva, con una madurez que no correspondía a su edad, nunca guardó rencor. Les decía “papás” y hasta les daba parte de lo poco que ganaba.
Desde los catorce años trabajaba vendiendo periódicos en la esquina de Insurgentes y Reforma por las mañanas, y por las tardes ayudaba en una fondita en la colonia Roma. El dueño, Don Toño, siempre le guardaba comida que sobraba, y Eva la aceptaba con gratitud. “Mientras no robe, todo está bien”, decía.
Su mejor amiga era Lisna, una chica igual de luchona, pero con familia. Vivía con sus padres y dos hermanitos en un departamento pequeño en la colonia Guerrero. Aunque a veces se peleaban, se querían como hermanas.
Hace tres meses decidieron emprender juntas: vender fideos de pollo estilo callejero. Eva cocinaba, Lisna compraba los ingredientes y gritaba para atraer clientes. Como no tenían dinero para un carrito propio, rentaban uno de Doña Chayo, la vecina.
—¡Fideos de pollo, calientitos! ¡Hechos por las más guapas de la colonia! —gritaba Lisna mientras golpeaba una cuchara contra una olla para llamar la atención.
Eva acomodaba las sillas de plástico y preparaba los platos.
—¡Joven, venga! ¡Fideos de pollo con sabor a amor! —insistía Lisna a un hombre que pasaba.
—Gracias, señorita, pero mi esposa cocina mejor —respondió el hombre con una sonrisa y siguió su camino.
—¡Ni quería para ti, eh! Era para que probaras el sazón de mi amiga —le gritó Lisna, sin perder el humor.
—¡No grites tanto, loca! —le dijo Eva entre risas.
—Ya siéntate, Eva. Pareces maniquí parada ahí. Paciencia, ya van a caer los clientes.
—Claro, dos vendedoras guapas, ¿quién se resiste? —dijo Lisna, riendo.
—Nomás no te emociones tanto que te tragas el carrito —bromeó Eva.
En eso llegó Jimmy, un amigo de ambas desde hacía cinco años. Tenía la misma edad que ellas y siempre les pedía fiado.
—¿Otra vez vas a pedir fiado, Jimmy? —preguntó Lisna, cruzando los brazos.
—No, ahora sí traigo para pagar... bueno, en dos semanas —dijo Jimmy, rascándose la cabeza.
—Ya ni la friegas. Pareces espíritu chocarrero, siempre apareces cuando hay comida —dijo Eva, entregándole su plato.
—¡Gracias, Eva! Tú sí me entiendes —respondió Jimmy, sonriendo.
Poco a poco, la gente comenzó a llegar. Entre ellos, un grupo de mujeres del club nocturno “La Vida Alegre”, en la colonia Juárez.
—¡Ay, señor! Lo de anoche estuvo de lujo, ¿eh? —dijo una mujer coqueta, sentándose en las piernas de un hombre de traje negro.
Era Lucifer, un jefe de la mafia local. Fumaba sin decir palabra, lanzando el humo a la cara de la mujer.
—¿Crees que siempre me voy a conformar con lo mismo? —dijo con frialdad.
—Pero, señor...
—¡Lárgate! —gritó, arrojándole un cheque de treinta mil pesos a la cara.
La mujer lo recogió, se puso su abrigo y salió sin mirar atrás.
—Aris, tráeme mi ropa —ordenó Lucifer por teléfono.
—Sí, patrón —respondió su asistente.
El golpe inesperado
Después de hablar con Aris, Lucifer se metió al baño de su suite en la zona exclusiva de Polanco. Se quitó el traje, se envolvió en una bata de seda y se lavó la cara con agua helada. Luego se sentó en el sillón frente a su cama, encendió un cigarro y dejó que el humo se deslizara por su rostro mientras tomaba sorbos de vino tinto. Sus piernas descansaban sobre la mesa de cristal, y su mirada estaba perdida en el techo.
—Toc, toc.
—Adelante —dijo con voz seca.
Aris entró con la ropa recién planchada.
—Aquí está su ropa, patrón.
Lucifer la tomó sin decir palabra y comenzó a vestirse frente a él. Aris ni se inmutó. Ya estaba acostumbrado a la frialdad y la falta de pudor de su jefe.
—Prepara el coche. Vamos al restaurante de Peter, tengo que hablar con él —ordenó Lucifer.
—Sí, señor.
Mientras tanto, en la pensión donde vivía Eva, ella y Lisna terminaban de contar las ganancias del día.
—¿Y entonces? ¿Cuánto hicimos hoy? —preguntó Lisna, limpiándose el sudor de la frente.
—Espérate, estoy sacando cuentas —respondió Eva, concentrada con una libreta y calculadora en mano.
—¡Ándale, contadora! No me dejes con la curiosidad —bromeó Lisna.
—Vendimos 50 platos, a 12 pesos cada uno. Son 600. Más 20 de propinas. Total: 620 pesos. Le restamos 150 de ingredientes y 100 del carrito. Nos quedan 370. Mitad y mitad, te tocan 185.
—¡Eres una genia, Eva! Yo nomás vendo y tú haces magia con los números.
—Pues sí, pero no me pongas de contadora oficial, eh.
—Ya te vi, cuando te cases vas a llevar las cuentas mejor que el SAT —dijo Lisna entre risas.
Eva sonrió, pero no respondió. Le entregó el dinero a su amiga, quien lo guardó en una bolsita de tela.
—Me voy a bañar y luego al mercado. Mañana toca preparar el caldo desde temprano.
—Va, yo me voy a casa. Nos vemos mañana.
Lisna salió y Eva se quedó sola en su pequeño cuarto. No vivía con sus padres adoptivos; prefería no incomodarlos. Su pensión estaba cerca de la casa de Lisna, en la colonia Doctores.
Mientras tanto, el coche de Lucifer llegó al restaurante Peter’s, en la Roma Norte.
—Ya llegamos, patrón —dijo Hendra, el chofer.
Aris bajó primero y abrió la puerta trasera.
—Por aquí, señor.
—Hendra, tú quédate en el coche. Aris, vienes conmigo.
—Sí, señor.
Lucifer y Aris entraron al restaurante. Hendra se quedó en el coche, pero antes de acomodarse, sintió la necesidad de ir al baño. Cerró el coche con seguro y se fue a buscar un sanitario.
En otro punto de la ciudad, Eva ya había terminado sus compras. Subió a su vieja motoneta, se colocó el casco y se dirigió de regreso a la pensión. No usaba maquillaje, solo un poco de crema humectante, pero su belleza natural era suficiente para llamar la atención.
—Espero no haber olvidado nada —murmuró mientras revisaba su bolsa.
De pronto, una moto pasó a toda velocidad junto a ella, tocando el claxon.
—¡Cuidado! —gritó Eva, pero el motociclista ni se detuvo.
Eva, nerviosa, giró bruscamente y sin querer chocó contra un coche estacionado. Era el coche de Lucifer.
—¡No puede ser! —dijo, bajándose de la moto y viendo la abolladura en la parte trasera.
—¿Y ahora qué hago? No puedo huir... esto fue mi culpa —se dijo a sí misma.
Decidió esperar a que llegara el dueño.
Minutos después, Hendra regresó del baño y vio a Eva parada junto al coche.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, acercándose.
—Disculpe, señor... quería hablar con usted —dijo Eva, nerviosa pero firme.
—¿Hablar de qué?
—Es que... tuve un accidente. Me espantó una moto y sin querer choqué con su coche.
Hendra se acercó a revisar. La luz trasera estaba colgando y la pintura rayada.
—¿Esto lo hiciste tú?
—Sí, pero fue sin querer. Estoy dispuesta a pagar los daños.
—¿Sabes cuánto cuesta esto? Fácil son cincuenta mil pesos.
—¿¡Qué!? ¿Por una lámpara?
—No es cualquier lámpara. Este coche cuesta más que tu pensión entera.
Eva se quedó callada. Su cara reflejaba angustia.
—No tengo ese dinero, señor. Solo tengo 200 pesos, lo que gané hoy vendiendo fideos. Pero puedo pagar en cuotas. Le juro que no me voy a desaparecer.
Sacó su credencial de elector, anotó su número de celular en un papel y se lo entregó junto con los 200 pesos.
—Por favor, confíe en mí. No tengo más, pero cumpliré.
Hendra la miró, sin saber qué decir. Eva se subió a su moto y se fue, dejando al chofer con el papel en la mano y la cabeza llena de dudas.
—¿Y ahora cómo le explico esto al jefe? —murmuró Hendra, mientras veía alejarse a la joven que, sin saberlo, acababa de cruzarse con el mundo más peligroso de la ciudad.
Cruces inesperados
Minutos después de salir del restaurante Peter’s, en la colonia Roma, Lucifer caminaba con paso firme junto a Aris. Al llegar al auto, encontraron a Hendra esperando, visiblemente nervioso.
—Señor... lo siento mucho. De verdad, no fue mi intención. Le pido disculpas —dijo Hendra, arrodillándose frente a Lucifer en plena banqueta.
Lucifer frunció el ceño. Aris lo miró, desconcertado.
—¿Qué pasó, Hendra? ¿Por qué estás haciendo esto? —preguntó Lucifer con tono seco.
—Una joven chocó contra el coche, patrón. La parte trasera se abolló y una de las luces se desprendió. Yo... estaba en el baño cuando ocurrió.
Lucifer lo observó sin decir nada, como si midiera el peso de cada palabra.
—¿Y qué hizo la chica?
—Esperó a que saliera. Me dijo que se haría responsable. Me dio doscientos pesos, su credencial del INE y su número de celular. Dijo que pagaría en cuotas.
Lucifer soltó una carcajada inesperada. Aris y Hendra se miraron, sorprendidos. No era común ver al jefe reír, y menos por algo así.
—¿Doscientos pesos? ¿Eso cree que cuesta mi coche? —dijo Lucifer, aún sonriendo.
Hendra se puso de pie y le entregó los objetos. Lucifer tomó la credencial y leyó en voz baja:
—Eva Tasyalona...
—Dijo que vende comida en la calle, patrón. Fideos, creo. No tiene mucho. Pero fue honesta —agregó Hendra.
Lucifer guardó la credencial y el papel en el bolsillo de su pantalón sin decir nada más.
—Vamos. Estoy cansado —ordenó.
Aris abrió la puerta del auto para que Lucifer subiera. Hendra tomó el volante y arrancó. El tráfico estaba pesado; era la hora pico en Insurgentes.
Lucifer iba en silencio, con la ventanilla abierta, observando la ciudad como si buscara algo entre las luces y el ruido.
En otro punto de la avenida, Eva se detenía en una luz roja. Tenía sed, así que sacó una botella de agua que había comprado en un puesto. Bebía con calma, girando la cabeza de lado a lado para no derramar.
Al mirar hacia su izquierda, notó el coche de lujo. Dentro, un hombre la observaba con intensidad. Era Lucifer.
Eva sonrió, tímida, pero él no respondió. Su mirada era fija, casi fría.
—¿Qué le pasa? ¿Por qué me ve así? —murmuró Eva, incómoda.
Volvió a mirar al frente, pero sentía la mirada clavada en ella. Giró de nuevo. Ahí seguía él, sin parpadear, sin sonreír.
Eva bajó la mirada, tragó saliva y esperó que el semáforo cambiara. Cuando la luz se puso verde, arrancó su motoneta y se alejó rápidamente.
Lucifer no sabía que esa era la chica que había abollado su coche. Solo la había observado por la forma en que bebía agua, con una calma que contrastaba con el caos de la ciudad.
—Por fin en casa —dijo Eva al llegar a su pensión en la colonia Doctores. Bajó de la moto, entró con su bolsa de compras y se dirigió a la cocina.
Mientras acomodaba los ingredientes, pensaba en el accidente.
—Hoy no voy a poder ahorrar nada... ¿cómo voy a pagar esa reparación? —se lamentó, vertiendo aceite en una botella.
—Espero que el chofer no haya tenido problemas. Se veía buena gente... —murmuró.
En su departamento de lujo en Polanco, Lucifer se sumergía en la bañera. Fumaba un cigarro y bebía vino tinto. Pensaba en la chica de la luz roja. Esa sonrisa... dos veces. Algo en ella le había llamado la atención.
—Aris, encárgate de que vigilen a Peter. No quiero sorpresas —ordenó desde el baño.
—Sí, señor —respondió Aris desde la sala.
—¿Y la chica, patrón? ¿Qué hacemos con los doscientos pesos? —preguntó Hendra.
—Déjalo así. Si la ves otra vez, devuélvele el dinero. No me gusta aplastar a los que apenas sobreviven.
—Entendido, señor.
—Y desde mañana, no quiero ese coche. Cámbialo.
—Sí, señor.
—Váyanse a descansar. No quiero que me molesten.
—Con permiso, patrón —dijeron ambos.
Aris y Hendra salieron del departamento. En lugar de irse a casa, decidieron pasar por un café en la Condesa.
—¿Viste al jefe reírse hoy? —preguntó Aris, aún sorprendido.
—Sí. Y no fue una sonrisa. Fue una carcajada.
—Te juro que pensé que estaba poseído —bromeó Aris.
—Yo también. Pero esa chica... tenía algo. Era joven, bonita, y sobre todo, honesta. No huyó. Me esperó.
—¿Y cuánto dijiste que costaba el daño?
—Le dije que unos cincuenta mil. Se espantó, pero me dio todo lo que tenía. Vi su cartera: solo monedas.
—Qué fuerte. Me dio ternura.
—Por eso el jefe dijo que no la molestáramos. Él nunca ha tocado a mujeres ni a niños. Tiene su código.
—Sí... aunque a veces parece que no tiene corazón, hoy lo vi dudar.
Lucifer seguía en la bañera. El humo del cigarro se mezclaba con el vapor. Cerró los ojos y volvió a ver esa sonrisa. Dos veces. Y por primera vez en mucho tiempo, no supo qué pensar.
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