Capítulo 1: Tania y la abuela Karen
Nunca pensé que viviría para contar cómo es sobrevivir en un apocalipsis… pero acá estoy.
Me llamo Tania, tengo 18 años y desde los 11 he tenido que aprender a resistir un mundo que ya no se parece en nada al que conocí.
Todo comenzó el día de la explosión. Una fábrica estalló y envenenó el aire de Buenos Aires. La gente empezó a enfermar, a perder la razón, y después… a transformarse. No hubo advertencia ni tiempo para prepararse.
Desde entonces sobrevivo con mi abuela Karen, la segunda esposa de mi abuelo Carlos. Antes casi no hablábamos, pero ahora se volvió mi familia más cercana. Ella siempre dice que este infierno nos unió.
Karen fue militar antes de conocer a mi abuelo, y gracias a eso aprendí lo que me mantiene con vida: disparar, usar cuchillos, pelear con las manos. Sus entrenamientos son duros, pero también me enseñaron una verdad aterradora: los monstruos no se pueden matar. Solo podemos detenerlos por un tiempo. Los que se regeneran rápido son los más peligrosos, mientras que los de regeneración lenta necesitan quedarse quietos para sanar. Ese es el único instante en que podemos escapar.
Al tercer día de viaje, nos adentramos en un bosque para buscar hierbas medicinales y algo de comida. Entre los árboles encontramos un pequeño pueblo abandonado. El silencio era tan profundo que cada paso sonaba como un eco.
Exploramos mercados y farmacias saqueados, pero todavía había casas con infectados dentro. Algunos apenas conservaban su humanidad. Les preguntamos qué sentían: uno deliraba con fiebre, otro respiraba con dificultad, otro gritaba por el dolor que lo consumía por dentro. Algunos ya no contestaban… estaban muertos.
Y entonces lo vimos. Uno de ellos, temblando en el suelo, se arqueó de dolor. Su piel se volvió gris, sus ojos se nublaron y su respiración se cortó. En cuestión de segundos, dejó de ser humano. Un monstruo rugió frente a nosotras.
Karen, sin titubear, levantó su rifle y disparó. El cuerpo de la criatura se sacudió y quedó paralizado, aunque sabíamos que no duraría mucho.
Con las mochilas llenas de comida y medicinas, y con nuevas notas sobre los síntomas, dejamos atrás aquel pueblo fantasma. Sabíamos que aún nos esperaba lo peor: más monstruos, menos recursos… y la incertidumbre de si encontraríamos a alguien más vivo en este mundo roto.
El camino de regreso al bosque fue pesado. Mis botas crujían contra las ramas secas, y cada crujido me hacía pensar que algo nos seguía. Miraba a mi abuela, con el rostro firme y los ojos fijos hacia adelante, como si nada pudiera quebrarla. Pero yo sabía que en las noches, cuando se quitaba las botas y apoyaba su rifle contra la pared, sus manos temblaban.
El aire olía a humedad y a sangre seca. En el horizonte, el cielo se teñía de un rojo extraño, como si la tierra estuviera ardiendo a lo lejos. Nunca más volví a ver un atardecer normal desde aquel día de la explosión.
Cuando llegamos a nuestro refugio improvisado, una casa semiderruida entre los árboles, Karen me ordenó montar guardia. “La primera regla para sobrevivir es no confiar en el silencio”, dijo mientras limpiaba el cañón de su rifle. Yo asentí, aunque mis párpados pesaban como plomo.
Me senté en la ventana rota, observando el bosque. Cada sombra me parecía un cuerpo que se movía, cada rama que se sacudía con el viento parecía un brazo extendido hacia mí.
“Algún día todo esto se va a acabar”, susurré para mí misma. “Tiene que acabar”.
Pero en el fondo, no estaba segura de que eso fuera verdad.
Cuando Tania me preguntó cómo sobreviví tantos años, no pude evitar recordar los días antes del desastre. Yo no era solo la segunda esposa de Carlos, también había sido militar; me entrené para situaciones extremas, pero nada me preparó para esto. Ni siquiera las guerras, los entrenamientos bajo fuego, o las misiones de supervivencia en lugares desolados. El apocalipsis no tiene reglas claras, y lo peor… es que nunca se detiene.
—Tania —le dije mientras revisábamos las armas—, hay cosas que debes entender sobre estos monstruos. No se pueden matar fácilmente; algunos se regeneran rápido, otros más lento, y solo podemos paralizarlos temporalmente. Cada enfrentamiento requiere estrategia, no solo fuerza.
Ella me observó en silencio, con ese brillo obstinado en los ojos. Es fuerte, más de lo que se da cuenta, pero aún tiene la ingenuidad de quien no vivió un mundo de disciplina militar. Mi misión ahora es moldear esa fuerza, enseñarle que sobrevivir no se trata solo de valentía, sino de paciencia y cálculo.
Aquella tarde nos adentramos en el bosque en busca de hierbas medicinales y alimentos. Mientras avanzábamos, mis sentidos me alertaron: el silencio era demasiado profundo, roto solo por crujidos de ramas y el lejano lamento de los infectados. El viento movía las copas de los árboles, pero lo que me ponía tensa era esa calma extraña, el mismo silencio que precede a una emboscada.
Encontramos un pequeño pueblo abandonado. Mercados saqueados, farmacias vacías y casas con signos de lucha. El olor a hierro y podredumbre impregnaba el aire. En algunos rincones vimos cuerpos caídos, hinchados, testigos mudos de la primera oleada de caos. Pero también había sobrevivientes, si es que se les podía llamar así. Estaban ahí, sufriendo los síntomas: fiebre, dificultad para respirar, dolores internos… y otros ya muertos, transformados.
Uno de ellos comenzó su metamorfosis frente a nosotras; su piel se tornó grisácea, sus ojos vacíos y su movimiento se volvió errático. No dudé. Levanté mi rifle y apunté, no porque quisiera, sino porque era necesario.
—Tania, recuerda esto —le dije sin apartar la mira—, observar es tan importante como disparar. Aprende a reconocer los signos antes de acercarte.
Ella asintió, apretando fuerte el mango de su cuchillo, como si sus dedos quisieran fundirse con el acero. No disparé de inmediato; esperé el segundo exacto en el que el monstruo intentó abalanzarse, y entonces lo hice. El retroceso me sacudió el hombro, y la criatura cayó, inmóvil por unos minutos.
Después de registrar síntomas y recolectar lo necesario, seguimos nuestro camino, siempre alerta. Sabía que cada día sobrevivir sería una prueba de paciencia y habilidad. Cada paso podía significar la diferencia entre la vida y la muerte.
Mientras caminábamos, también pensaba en nuestro vínculo. Antes del apocalipsis, Tania y yo no éramos cercanas, pero ahora… ahora la responsabilidad de protegerla, de enseñarle a sobrevivir, nos unía más que cualquier otra cosa. Ella me recuerda a mí misma cuando era joven: testaruda, valiente, y con un fuego que la hace resistir.
Y aunque el mundo se había vuelto un lugar hostil, me recordaba a mí misma que aún había esperanza mientras estuviéramos juntas. Esa esperanza, por mínima que fuera, era el verdadero combustible para seguir caminando entre las ruinas.
Después de varios días caminando por el bosque, encontramos una cabaña vieja, medio derruida, en el borde de un claro. El techo estaba parcialmente colapsado y las ventanas carecían de vidrio, pero parecía que nadie había estado allí desde hacía años.
—Este lugar nos servirá de refugio temporal —dije a Tania—. Podemos reforzar las entradas y mantenernos vigilantes desde aquí.
Tania inspeccionaba cada rincón con curiosidad y temor. El suelo crujía bajo sus pasos, y el polvo se levantaba con cada movimiento.
—Abuela, ¿estás segura de que nadie más ha estado aquí? —preguntó, con la voz temblorosa.
—Nada es seguro en este mundo, Tania —respondí—. Pero aprenderás que la seguridad es relativa. Siempre debemos estar listas para huir o defendernos.
Pasamos horas reforzando las puertas con madera caída y asegurando las ventanas con ramas gruesas. Mientras trabajábamos, le enseñé a Tania cómo movernos silenciosamente, cómo identificar señales de los monstruos y cómo usar las armas de corto y largo alcance. Ella escuchaba atenta, aunque el miedo se le notaba en los ojos.
—Recuerda, no todos los monstruos son iguales —le expliqué—. Algunos se regeneran rápido; otros son lentos pero fuertes. Debes aprender a observar antes de actuar.
Cuando el sol comenzó a ocultarse, encendimos un pequeño fuego en una lata oxidada para no ser vistas desde afuera. El bosque parecía cobrar vida con sonidos extraños: el crujir de ramas, aullidos lejanos y el viento que parecía traer murmullos de los infectados.
Tania se abrazó a mí, temblando.
—Abuela, tengo miedo —susurró.
—Está bien sentir miedo, Tania —le respondí—. Pero nunca dejes que el miedo te paralice. Aprende de él y úsalo para estar alerta.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero asintió en silencio. Yo sabía que el miedo era su primera lección real.
De repente, un aullido cercano nos hizo levantar la vista. Era gutural, prolongado, y lo acompañó el crujido de ramas pisoteadas con fuerza. No estábamos solas.
Apagué el fuego de inmediato y tomé el rifle. Le hice una seña a Tania para que tomara la pistola pequeña que le había dado días atrás. Sus manos temblaban tanto que pensé que el arma se le caería, pero logró sujetarla con firmeza.
Las sombras se movieron afuera de la cabaña. Dos, tal vez tres criaturas habían seguido nuestro rastro. Sus gruñidos resonaban entre los árboles, cada vez más cerca. Sentía el corazón de Tania latiendo contra mi brazo, rápido, desesperado.
—Concéntrate, Tania —le susurré—. Apunta al pecho o a las piernas. Paralízalos, no intentes matarlos.
El primer monstruo irrumpió contra la puerta improvisada, y esta se astilló con un golpe seco. No tuve opción: disparé. El retroceso del rifle sacudió mi hombro, y el cuerpo de la criatura cayó, convulsionando, inmóvil por unos segundos.
Otro apareció por la ventana rota. Esta vez, fue Tania quien apretó el gatillo. El disparo resonó en el interior de la cabaña, y la criatura cayó de lado, paralizada.
Tania jadeaba, con los ojos abiertos de par en par. Temblaba de pies a cabeza, pero había logrado disparar con precisión.
—Muy bien, Tania —le dije mientras la abrazaba—. Hoy aprendiste que sobrevivir no es solo fuerza, es estrategia.
Esa noche no dormimos. Nos turnamos en la vigilancia, escuchando los gruñidos que aún resonaban a lo lejos. El refugio era temporal, lo sabíamos, pero había sido testigo de la primera gran prueba de Tania… y de que, aunque con miedo, estaba lista para empezar a luchar por su vida.
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