Leoncio Almonte.
No era un secreto para nadie que el heredero de la familia Almonte estaba ciego, ninguna joven veía interesante casarse con un hombre así.
La mansión de los Almonte se alzaba como un símbolo de poder y tradición, rodeada de jardines majestuosos que parecían ajenos al paso del tiempo. Dentro, sin embargo, la vida no era tan espléndida como las paredes de mármol lo sugerían.
Leoncio, el joven heredero, vivía sumido en la oscuridad. No por elección, sino porque la vida le había arrebatado la vista a los trece años tras una fiebre que casi acaba con él. Desde entonces, su mundo era un universo de sombras, de sonidos y aromas, de caricias que le recordaban que aún estaba vivo. Tenía veintitrés años y, pese a su juventud, parecía un anciano cansado de una vida que apenas había comenzado.
El único hombre que parecía realmente preocuparse por él era su abuelo, Don Ulises Almonte. De carácter férreo y voz grave, era respetado y temido por toda la familia. Sabía que sus otros hijos y nietos no esperaban más que verlo morir para lanzarse como buitres sobre la fortuna que había levantado con esfuerzo. Por eso, su mirada siempre se posaba en Leoncio, el único que no conocía la avaricia, el único que no buscaba oro ni poder, porque vivía prisionero en su propio mundo.
—Leoncio —dijo una mañana Don Ulises, entrando en la biblioteca donde el muchacho solía refugiarse—. No puedes seguir así. Necesitas a alguien que esté contigo, alguien que te acompañe cuando yo ya no esté—
El joven alzó el rostro, guiándose por el sonido de su bastón golpeando el suelo.
—¿A qué se refiere, abuelo? —preguntó con voz suave.
—A que necesitas una esposa —respondió el anciano sin rodeos—. Una mujer noble, que te cuide, que te dé descendencia, y que no permita que los buitres te devoren cuando yo falte—
Leoncio sonrió amargamente.
—¿Quién querría un marido como yo? No puedo ofrecer nada, ni siquiera puedo ver su rostro—
Don Ulises lo observó con severidad.
—Te equivocas. Eres un Almonte, y eso ya es suficiente. Además, tienes un corazón noble, y eso vale más que todo el oro que estos muros esconden—
Fue entonces cuando el anciano mencionó el nombre de Gara, la joven enfermera que acudía a la casa una vez por semana para atender al propio Leoncio y al abuelo. Una muchacha sencilla, de rostro dulce y mirada firme, que siempre trataba a Leoncio con respeto y naturalidad, nunca con lástima.
—Ella —dijo el abuelo, con esa seguridad que no admitía discusión—. Gara será tu esposa. Yo hablaré con ella—
Leoncio se quedó en silencio, sorprendido. Una mezcla de miedo y esperanza le recorrió el cuerpo. Él conocía la calidez de la voz de Gara, había sentido la suavidad de sus manos al curarle una herida, pero jamás imaginó que ella podría formar parte de su vida de esa manera.
Mientras tanto, en los pasillos de la mansión, el resto de la familia ya murmuraba. Tíos, primos y sobrinos cuchicheaban con desdén al escuchar que Don Ulises planeaba casar al heredero ciego con una simple enfermera. No lo permitirían. Y si el viejo se atrevía a dejarle todo a Leoncio y a su futura esposa, encontrarían la forma de deshacerse de ambos.
—Abuelo— haciendo una suave pausa —No creo que ella esté dispuesta a destruir su vida a mi lado— El mismo se tenía lástima, no creía que alguien dejara todo a un lado para estar junto a un discapacitado.
—Podrías decir eso de cualquier persona, menos de Gara, ella es la esposa perfecta para ti— el abuelo emocionado resonó el bastón varias veces sobre el suelo.
Leoncio sonrió —Lo dejó en tus manos con una sola condición— Tenía una condición y quería que fuese respetada.
—Dime, lo que tú digas— el hombre mayor se inclinó y escucho las palabras de su nieto.
—Si ella se llega a negar, quiero que te olvides de este tema y me dejes vivir mi vida bajo la oscuridad— Siente que si la propuesta se la hacen a más de una mujer, sería como una súplica, y no quería eso, quería que la propuesta llegue a la mujer indicada y la verdad Gara podría ser.
Ulises tomó su mano y ambos la estrecharon —Trato hecho hijo, será lo que tú digas, ahora prepárate, ella vendrá a rasurarte — Confesó el anciano en medio de la risa.
Leoncio embozó una enorme sonrisa, a la espera de lo que podría cambiar su vida.
Ulises salió celebrando, haciendo un baile de triunfo, sabía que lo más difícil era convencer a su nieto, ahora solo debía esperar a que Gara llegará como de costumbre una vez a la semana.
—Papá, ¿Qué estamos celebrando?— Irene, la madre de Leoncio se acercó con disimulo.
Ulises la miro de arriba a abajo, su hija no era más que un parásito, conectada a una tarjeta de crédito, sin ella no podría vivir, operada desde las uñas hasta el cabello, negada a aceptar que ya es una mujer mayor.
—Nada que te importe, muévete de mi camino— Ulises seguí con su danza, feliz por ver niños correr nuevamente por toda la casa
Irene se cruzó de brazos y le hizo una mueca de molestia, se dio media vuelta y fue a husmear lo que su hijo estaba haciendo, basto asomar su rostro y ver cómo Leoncio sonreír como tonto.
Arrugó su boca con maldad y se fue hacia su habitación, su único hijo, se cuidó su cuerpo por años, decidió tenerlo ya en último momento y el mocoso perdió la vista, dejo de quererlo al darse cuenta de que ahora era inservible.
Ulises se paró en la puerta, a la espera de Gara, una joven dulce y de gran carácter, como un niño impaciente movía su bastón, hasta que la vio llegar, conduciendo su pequeño auto, tan serena, se estacionó y bajo su pequeño maletín de primeros auxilios, un conjunto blanco, amaba verla con esa falda ajustada al cuerpo y su el gorro que esconde su cabello.
Gara al verlo embozo una sonrisa tierna.
¿Te gustaría casarte con mi nieto?
Gara bajó con su habitual calma, llevando un maletín en una mano y su sonrisa tierna en los labios.
Allí estaba Don Ulises Almonte, erguido junto a la puerta principal, apoyado en su bastón. Su rostro estaba iluminado por un entusiasmo que no podía ocultar. A pesar de los años y las arrugas que surcaban su piel, sus ojos brillaban como los de un niño que espera un regalo.
—¡Don Ulises! —exclamó Gara con alegría.
Subió los escalones con gracia y, al llegar hasta él, lo abrazó con dulzura. Después, le depositó un beso suave en la mejilla, como hacía cada semana.
—Buen día, Don Ulises. Veo que anda de buen ánimo —comentó, riendo suavemente al notar lo rosagante de su rostro.
El anciano no podía negar la emoción que lo embargaba. La esperaba con ansias todas las semanas que ella debía acudir a la mansión, y cada encuentro era para él un soplo de vida.
—Mi niña, verte es el mejor remedio para el corazón —respondió él, acariciándole la mano con ternura—. Pero hoy… hoy es distinto. Tengo algo importante que hablar contigo—
Gara arqueó una ceja, curiosa.
—¿Importante? ¿Tan temprano en la mañana? —bromeó, sonriendo.
—Déjalo todo aquí —le indicó señalando el maletín—. Acompáñame a dar un paseo por el jardín—
No era la primera vez que Ulises le proponía caminar juntos. Cada vez que ella llegaba, él encontraba un motivo para pasear por los senderos rodeados de flores, para sentir el aire fresco y conversar. Gara aceptó de inmediato.
—Será un gusto para mí—
Dejó el maletín en la entrada, se acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja y tomó el brazo del anciano con delicadeza. Juntos comenzaron a caminar por el sendero de piedras que conducía al jardín.
Al principio el silencio fue cómodo, solo interrumpido por el canto de los pájaros. Gara disfrutaba de la compañía de Ulises. Amaba verlo así, sereno y feliz, y se le notaba en el brillo de sus ojos. No pudo contenerse y rompió el silencio.
—A ver, abuelito —dijo con cariño, llamándolo como lo hacía de vez en cuando—. ¿Qué me lo tiene tan feliz hoy?—
Ulises sonrió, pero en lugar de responder de inmediato, se detuvo. Se apoyó en su bastón, luego lo dejó a un lado y tomó ambas manos de la joven.
—Ven, sentémonos acá—
La condujo hasta un banco de madera bajo un árbol frondoso. Gara se sentó a su lado con la misma dulzura de siempre, con una sonrisa amplia, expectante.
Ulises sostuvo sus manos entre las suyas, notando la calidez y la suavidad de esa muchacha que había llenado de luz la casa desde el primer día que llegó.
—Gara, hoy quiero hacerte una propuesta —dijo con solemnidad.
Ella asintió, intrigada.
—Lo escucho, Don Ulises—
—Sé que eres una joven muy dulce y dedicada a tu trabajo. Siempre he admirado tu entrega, tu sinceridad y esa manera tuya de dar cariño sin pedir nada a cambio. Por eso hoy quiero preguntarte algo… y necesito que me respondas con total honestidad—
Gara se mordió el labio inferior. Una mezcla de pena y miedo la invadió. La seriedad en el rostro del anciano la puso nerviosa.
—Le responderé con la verdad, se lo prometo —dijo, mirándolo directo a los ojos.
Ulises sonrió, animado por la franqueza de la muchacha.
—Bien. Entonces dime, Gara… ¿te gustaría casarte con mi nieto Leoncio?—
Las palabras salieron con suavidad, pero retumbaron como un trueno en el corazón de la joven. Gara sintió que el aire se le quedaba atascado en la garganta. Sus mejillas se tiñeron de un rubor inmediato.
Por un instante bajó la mirada, buscando en el suelo las respuestas que no encontraba en su mente. Leoncio. El nieto de Ulises. El hombre al que muy pocos se acercaban con sinceridad, pero que ella conocía de una forma especial.
Él era distinto, sí. Un joven marcado por una discapacidad que lo había hecho replegarse del mundo, pero al mismo tiempo con un interior tan luminoso que desbordaba. Sus palabras eran pocas, pero profundas. Sus gestos, aunque reservados, eran sinceros. Y su belleza exterior era innegable: ojos claros, facciones firmes, la serenidad de un hombre que había aprendido a resistir.
Ella lo sabía. Solo ella conocía esa faceta escondida que pocos se molestaban en ver.
Ulises aguardaba su respuesta, expectante.
—Debo ser sincera con usted —empezó Gara, con voz temblorosa—. Usted me ha recibido en su casa, me ha tratado con tanto cariño… tiene toda mi confianza—
El anciano asintió, pero en su rostro se reflejaba ansiedad. Quería escuchar un “sí” o un “no”, nada más.
—Dime, hija. ¿Qué opinas?—
Gara respiró hondo.
—La verdad… yo… no soy una mujer pura—
El silencio se hizo pesado. Su dulzura no se apagó, pero la confesión salió con un nudo en la garganta.
—Soy dos años mayor que Leoncio. Y… tuve una relación que no funcionó. Una relación fallida. No quiero engañarlos ni que piensen que soy algo que no soy—
Ulises no apartó la mirada. Sus ojos, llenos de experiencia, se clavaron en ella con una mezcla de ternura y firmeza.
—Gara, yo sé quién eres. Sé de dónde vienes y lo que has vivido. Y aún así, aquí estás, siendo quien eres: sencilla, honesta, dulce. No me importa tu pasado, niña. Yo solo quiero saber una cosa: ¿estarías dispuesta a estar con mi nieto? ¿A ser su esposa, su compañía, su sostén?—
La pregunta quedó suspendida en el aire. Gara sintió que el corazón le golpeaba el pecho con fuerza.
Ella tragó saliva, los ojos humedeciéndose mientras su mente se llenaba de imágenes: las veces que vio a Leoncio sonreír a medias cuando ella llegaba, las ocasiones en que lo escuchó hablar con un timbre suave pero intenso, los instantes breves donde, sin querer, él le mostró su vulnerabilidad.
El silencio se prolongó. Ulises apretaba sus manos, esperando. Y Gara, con la mirada fija en él, sabía que su respuesta cambiaría su vida para siempre.
Un murmullo salió de sus labios, apenas audible:
—Yo…
Y justo ahí, el sonido de la campana de la mansión anunció la llegada de alguien. Un sirviente se aproximaba con paso apresurado, interrumpiendo el momento.
—Don Ulises, lo buscan en la sala principal. Es urgente—
El anciano frunció el ceño, molesto por la interrupción, pero se levantó lentamente, apoyándose en su bastón.
—Debo ir, Gara. Pero quiero que pienses en lo que te he preguntado—
La joven asintió, con el rostro aún encendido y el corazón latiendo con fuerza.
Él se alejó, dejándola sola en el banco, rodeada de flores y con mil pensamientos cruzándole la mente.
Gara se llevó las manos al pecho, suspirando. Sabía que nada volvería a ser igual.
El eco de las palabras del anciano retumbaba en su interior:
¿Te gustaría casarte con mi nieto Leoncio?
Y la respuesta, que ardía en sus labios, era la que su corazón gritaba con fuerza.
Leoncio enojado.
Gara se quedó sentada en el banco del jardín, los ojos fijos en el horizonte mientras las palabras de don Ulises latían dentro de su pecho.
¿Te gustaría casarte con mi nieto Leoncio?
Era imposible ignorar la fuerza de aquella propuesta. No solo porque venía de un hombre al que respetaba y quería como a un abuelo, sino porque dentro de sí misma había un sentimiento oculto, una semilla que germinaba cada vez que pensaba en Leoncio.
Suspiró y bajó la vista, sintiendo el rubor todavía en sus mejillas.
—Ay, Gara… ¿qué vas a hacer ahora? —murmuró para sí misma.
Decidió levantarse. El deber la llamaba y, aunque su corazón estaba temblando, la rutina era un refugio seguro. Tomó el camino de regreso a la entrada, recogió su maletín y, sin detenerse demasiado, subió las escaleras rumbo a la habitación de Leoncio.
Ese día, como todos los jueves, debía ayudarlo con su rasurado. Era un pequeño acto de confianza que se había ganado con paciencia, con respeto y con la delicadeza que siempre procuraba tener con él.
Pero lo que Gara no sabía era que Leoncio ya estaba enterado de algo. No había escuchado detalles, no había estado presente, pero en su corazón sensible, cualquier demora, cualquier gesto, era interpretado como un rechazo.
Cuando escuchó los pasos de Gara en el pasillo y el leve golpe de sus nudillos en la puerta, el joven se tensó. Su voz sonó grave, fuerte, como si levantara un muro entre ambos.
—Pasa—
Gara empujó la puerta con suavidad y entró con su sonrisa habitual, esa sonrisa que iluminaba los rincones más oscuros.
—Hola, Leoncio, ¿cómo estás? —saludó con un tono brillante, alegre, como si no existiera peso alguno entre los dos.
Él estaba sentado en el sofá, la mirada fija en un punto distante. Apretaba los puños con fuerza, sus nudillos se volvían blancos. En su interior ardía una mezcla de dolor y enojo. “Ella no me quiere… ¿por qué habría de quererme?”, pensaba. Para él, la demora de su abuelo en subir y el tono nervioso en la voz de Gara al llegar eran pruebas claras de que había sido rechazado.
—Bien. ¿Y tú? —respondió frío, cortante, sin mirarla siquiera, siempre buscaba su voz, para que ella sintiera que era importante en su vida.
Gara dejó su maletín sobre la mesa, sin perder la dulzura y sin darse cuenta de la tormenta que se avecina entre ellos.
—Bien, con un día caluroso, pero muy bien —contestó con suavidad, intentando romper el hielo—. Iré por las cosas—
Se dirigió hacia el baño donde siempre estaban listos los utensilios para el rasurado, pero su paso se detuvo en seco cuando escuchó la voz dura de Leoncio.
—Hoy no quiero rasurarme. Puedes irte si así lo deseas—
El tono fue tan áspero que a cualquiera le habría dolido. Gara cerró los ojos un segundo, respirando hondo. Ella siempre se mostraba dulce, pero si había algo que no toleraba era la grosería injustificada.
Giró sobre sus talones y caminó hacia él. Sin pedir permiso, tomó sus manos con firmeza.
—Oye, ¿qué sucede? —preguntó con un tono serio, aunque su voz mantenía esa ternura que le era natural—. No debes hablarme de esa manera— sintió que era como explicarle a un niño, entiende que él no se relaciona mucho, pero de algo estaba segura, Leoncio había tenido la mejor educación en casa.
Leoncio no respondió. El simple contacto de sus manos lo estaba quemando por dentro, como si aquella calidez derritiera todas las defensas que tanto esfuerzo ponía en mantener. Pero su orgullo, su dolor, le impedían mostrarse vulnerable.
Gara frunció el ceño, con los labios tensados.
—Vamos, Leoncio. Déjame hacer mi trabajo—
Ella lo dijo con calma, con la intención de transmitir tranquilidad, pero él lo interpretó de otra forma. Para sus oídos heridos, esas palabras fueron una sentencia: “Ella está aquí por obligación, no por mí”
—Mi abuelo te pagará, hagas o no hagas el trabajo —escupió con frialdad, estaba enojado y no podía controlarlo.
Las palabras fueron como un golpe en el rostro de Gara. Su mandíbula se aflojó, incrédula.
—¿Qué… qué dices? —susurró, dolida y confundida.
Leoncio evitó que su rostro la buscará como siempre. Se levantó con dificultad y caminó hacia la ventana, dándole la espalda, no quería saber nada de ella.
—Pues eso. No tienes que fingir— Nunca había tenido una relación con una mujer y ahí solo demostraba lo mucho que ella le gustaba, lo afectado que se sentía.
Gara sintió que la paciencia se le agotaba. El corazón le latía con fuerza, entre la tristeza y la indignación.
—Oye… ¿estás enojado conmigo? Porque yo no te he hecho nada. Si quieres que me vaya, pues me iré —replicó con un tono más firme, dejando ver que no iba a permitir ser tratada de esa manera, jamás dejaría que alguien la maltratará, era una mujer independiente por lo mismo.
—Pues vete —respondió él, sin girarse, con un filo de amargura en cada sílaba.
El silencio cayó pesado, como un muro entre los dos. Gara lo miró, con los ojos brillando de una mezcla de dolor y enojo, quería conversar con él, decirle que si quería casarse con él, pero jamás imagino que tuviera un mal genio tan insoportable.
Tomó aire, apretó el maletín contra su pecho y lo miró fijamente, aunque él no la devolviera la mirada.
—Eres un malcriado, Leoncio. No merezco que me trates así. Mejor me voy —sentenció, con firmeza en la voz.
Dicho esto, dio media vuelta y tomó su maletín. Su corazón dolía, pero no iba a dejar que la hirieran sin razón. La dulzura estaba en ella, pero también la dignidad.
Leoncio permaneció en silencio, clavado frente a la ventana, sin pronunciar palabra. Solo el eco de la puerta al cerrarse detrás de Gara resonó en la habitación, como un recordatorio de que había perdido algo más que una discusión.
Solo por desesperado, pensó que al no subir su abuelo, había sido porque ella no estaba de acuerdo con la propuesta.
Download MangaToon APP on App Store and Google Play