El tintinear de las copas se mezcla con las risas y el murmullo del restaurante. Estamos todas reunidas alrededor de la mesa, nuestras voces compitiendo con la música suave de fondo, pero nada puede opacar el brillo que emana Katy. Ella sonríe de oreja a oreja, casi temblando de emoción cuando alza la mano y deja que la luz atrape el anillo que acaba de mostrarnos.
—¡Dios mío, Katy, es precioso!— Exclama Ana, llevándose las manos al rostro como si hubiera visto una joya de museo.
Yo también sonrío, con las mejillas ardiendo de pura ilusión. El anillo brilla, sí, pero lo que me atrapa no es la piedra en sí, sino lo que significa. Una promesa, un futuro, un sueño convertido en realidad. Katy habla atropellada, contándonos cada detalle de como Daniel se arrodilló en medio del parque, frente a la fuente que siempre fue su lugar favorito, y yo siento que el corazón me late al mismo ritmo que el de ella mientras recrea la escena.
—Yo no paraba de llorar— Dice entre carcajadas, mientras juguetea con la sortija.
Todas reímos, emocionadas, y en ese instante me descubro preguntándome como sería si fuera yo la que estuviera mostrando un anillo.
Respiro hondo. La idea me sacude con fuerza, pero no me resulta ajena. De hecho, llevo semanas pensando en eso. Tengo veintisiete años, un buen trabajo como diseñadora gráfica en una empresa que me inspira y me reta, y junto a mí… está Stefan. El hombre al que elegí, con quien he compartido tres años de mi vida y a quien todavía miro con la misma fascinación con la que lo vi la primera vez.
Recuerdo ese día como si fuera una escena pintada en óleo: la galería estaba llena de cuadros modernos, colores intensos y sombras dramáticas, pero todo desapareció cuando lo vi a él. Tan correcto, educado, con una sonrisa cálida y una voz profunda que parecía querer envolverte en confianza. Me habló de arte, de viajes, de sueños y lo hizo con un detalle tan dulce —acomodándome un mechón de cabello detrás de la oreja cuando se soltó mientras yo me inclinaba a observar una pintura— que no me quedó de otra más que derretirme sin remedio.
Lo que empezó con miradas tímidas y conversaciones largas terminó, meses después, en la relación más hermosa que he tenido. Tres años juntos, tres años de detalles, de flores inesperadas, de notas en mi bolso con frases que aún guardo como tesoros. Él es guapo, sí, pero lo que me enamoró de verdad fue su forma de hacerme sentir única, como si yo fuera lo más importante de su mundo.
Ahora que ambos hemos terminado nuestros estudios, que él se ha incorporado a la empresa de su padre y yo he dado un gran paso profesional, siento que ya nada se interpone en el siguiente gran capítulo de nuestras vidas. Me muero de ganas de comenzar una nueva vida junto a él, de que llevemos nuestro amor al siguiente nivel.
—Quizás sea asi, ¿no Emma?— Me dice Laura, dándome un codazo. —Tú serás la próxima, ¿cierto?
Río, pero mi pecho se llena de una tibieza que me delata. ¿Y si tiene razón?
Porque en las últimas semanas he notado a Stefan… extraño. Más callado, más distante, como si escondiera algo. Estoy preocupada desde entonces, pero ahora, escuchando a Katy, todo cobra otro sentido. Tal vez él está tramando una sorpresa, quizá algo tan grande como un anillo escondido en una pequeña cajita de terciopelo.
Miro de reojo mi teléfono, apoyado al lado de la copa de vino. La pantalla sigue apagada, sin mensajes ni llamadas, y una punzada de inquietud me recorre. Desde ayer no me ha llamado ni respondido nada, lo cual es raro en él.
Le vuelvo a dejar un mensaje corto, casi casual, solo para saber si está bien.
Cuando vuelvo a alzar la vista, Katy sigue hablando de los preparativos, de cómo lo contaron a sus padres, de lo feliz que está. Yo también sonrío, y mientras acaricio disimuladamente la superficie fría de mi copa pienso que tal vez Stefan está, en este mismo momento, buscando un anillo.
La idea me provoca un escalofrío dulce, uno de esos que recorren la espalda como un secreto demasiado grande para guardarlo. Vuelvo a mirar el celular, sonrío para mí misma y lo dejo a un lado. Ahora quiero enfocarme aún más en lo que dice mi amiga. Después de todo, este podría ser el preludio de mi propia historia.
***
La noche se siente tibia cuando cierro la puerta de mi departamento y aún tengo la sonrisa pintada en los labios por la reunión con mis amigas; la felicidad de Katy es contagiosa y yo sigo imaginándome cómo sería si algún día fuera yo quien mostrara un anillo en mi dedo. Dejo el bolso sobre la mesa, me quito los zapatos de tacón y, antes de siquiera cambiarme de ropa, reviso mi celular. Nada.
Suelto un suspiro. Llevo todo el día intentando hablar con Stefan, y el silencio empieza a incomodarme. Marco otra vez, convencida de que esta vez sí responderá. El timbre suena… y entonces escucho su voz.
—Hola.
Me quedo inmóvil, aliviada. —¡Por fin! ¿Estás bien? Me tenías preocupada, Stefan.
—Sí… estuve ocupado— Su voz suena cansada, como si llevara todo el día corriendo con mil cosas en la cabeza. —Mi padre regresó al país.
Mis ojos se abren como platos y una sonrisa enorme se dibuja en mi cara. —¿En serio? ¡Eso es maravilloso! Entonces… ¿por fin podré conocerlo?
Hace tiempo que deseo ese momento. En tres años de relación nunca tuve la oportunidad de ver a su padre, siempre estaba viajando y ausente. Quiero darle la bienvenida como corresponde, que sepa lo importante que su hijo es para mí.
—Stefan…— Digo entusiasmada antes de que el pueda decir algo. —Si a tu padre le parece bien, yo podría preparar una cena aquí, en mi casa. Los tres juntos. ¿Qué dices?
Silencio. Apenas escucho su respiración al otro lado de la línea. Finalmente responde con la misma pesades:
—Te veo esta noche a las ocho.
Nada más. Ni emoción, ni reproches, ni detalles. Me quedo con el teléfono pegado a la oreja incluso después de que cuelga, pero mi corazón late fuerte y ansioso, como para sobrepensar su cortante actitud. Quizás está agotado, pienso, quizás su mente está en mil cosas ahora mismo y es mejor no molestarlo. Lo que importa ahora es que en unas horas podría estar cenando con el hombre más importante de su vida.
Y quiero que todo sea perfecto.
Me pongo manos a la obra. Recojo el departamento hasta que cada rincón brilla, coloco velas y preparo un menú que me hace sentir orgullosa. Cocino como si cada plato fuera una declaración de amor, imaginando las sonrisas que veré después, la aprobación del padre de Stefan, el brillo en los ojos de mi novio al sentirse orgulloso.
Cuando me arreglo, elijo con cuidado un vestido elegante pero sobrio en color champane. Nada ajustado, cubierto hasta por debajo de las rodillas y con mangas largas. A Stefan le gusta que use este tipo de atuendos. El maquillaje lo coloco justo y el cabello lo mantengo atado bastante sencillo. Quiero que mi primera impresión hable de respeto, de calidez y de amor.
El reloj marca las ocho y cinco cuando escucho la puerta abrirse. Es Stefan. Lleva la llave que le di meses atrás y entra sin anunciarse, como siempre lo hace. Salgo de mi habitación y el corazón me da un vuelco.
—Hola, amor— Me acerco a él y, como de costumbre, intento besarlo.
Pero él gira el rostro y lo esquiva.
Me quedo paralizada, con el beso suspendido en el aire. Mi mirada se desplaza hacia la puerta, esperando ver a alguien más detrás de él.
—¿Dónde está tu padre?— Pregunto, sonriendo aún.
Stefan me mira sin expresión.
—No vendrá.
Siento que algo se quiebra en mi pecho.
—¿Cómo que no vendrá? ¿Por qué?
Él respira hondo, pesado.
—Porque no… y yo tampoco me quedaré.
Frunzo el ceño, confundida. Miro la mesa impecable, los platos calientes, las velas encendidas. Todo se me vuelve irreal.
—No entiendo— Susurro. —¿Qué quieres decir? Es viernes, siempre te quedas el fin de semana.
Stefan se pasa una mano por el cabello y me clava los ojos con frialdad. —He venido por dos cosas. La primera es que mañana alguien pasará a recoger las cosas que tenga en este lugar y la segunda…— Se detiene un segundo, y en ese instante siento que el aire me falta. —Es para decirte que no quiero continuar más con esta relación. Ya no quiero estar contigo.
Me quedo helada, incapaz de reaccionar. El ruido de las velas crepitando en la mesa es lo único que me recuerda que el mundo sigue girando.
—¿Qué?— La palabra se me rompe en la garganta. —¿Estás… terminando conmigo?
Él asiente, sin pestañear.
La rabia me sube como fuego.
—¡Dime por qué! ¡Merezco una explicación, Stefan!
Sus labios se curvan en una mueca amarga.
—Me aburrí de ti— Es lo único que se limita a decir.
Sin una caricia, sin un beso, sin una sola mirada de arrepentimiento, se da la vuelta y se marcha, dejándome sola, de pie, frente a una mesa que ahora parece un monumento cruel a mis ilusiones.
Y yo me derrumbo en silencio, segura de que todo lo que creía estable acaba de desmoronarse en un abrir y cerrar de ojos.
Los días dejan de tener sentido.
El despertador suena, pero no me arranca de la cama; es mi cuerpo el que, por inercia, se mueve. Me levanto, me visto, tomo el transporte hacia el trabajo. Camino entre la gente como si estuviera hecha de humo, invisible, un fantasma atrapado en una rutina que me pesa más que nunca.
Entro a la oficina y sonrío de manera automática cuando alguien me saluda. Mis dedos vuelan sobre el teclado, cumplen con lo que deben cumplir, pero mi mente no está ahí. Nunca está. Regreso a casa al caer la tarde y, en cuanto cierro la puerta detrás de mí, la máscara se cae.
Me desplomo en el sofá o en la cama y lloro hasta que la garganta me arde y los ojos me laten como si fueran a estallar. Llorar se ha convertido en mi único refugio, en mi único alivio, aunque me deje vacía, con la piel hinchada y cansada.
Mis amigas me escriben, me llaman, me invitan a salir. Les invento excusas una y otra vez. No quiero que me vean así, rota, destruida, convertida en una sombra de lo que era. No quiero escuchar sus palabras de consuelo porque nada puede consolarme. Nadie puede devolverme lo que Stefan me arrancó.
A veces, en medio del silencio, suplico. Me aferro a la almohada y ruego como una niña que todo esto no sea real, que todo haya sido una pesadilla, un mal sueño del que en cualquier momento despertaré. Le imploro a un Dios que ni siquiera sé si me escucha que me devuelva lo que tenía, que me devuelva a Stefan, al hombre que durante tres años juré que me amaba.
Pero nada cambia. La casa permanece vacía, los rincones se sienten más fríos y la mesa en mi pequeño salón sigue recordándome aquella noche, con las velas derretidas y la comida que nunca nadie probó y que terminé tirando por rabia.
Me repito una y otra vez que todo fue un juego cruel, una broma retorcida de parte del hombre en el que confié, y esas palabras me destrozan aún más. Porque si fue un juego, entonces nunca fui amada. Nunca fui suficiente.
Me miro al espejo y apenas me reconozco. Mi reflejo es el de una mujer rota, con el corazón hecho trizas y la vida detenida. Una mujer que aún espera, en lo más profundo de su ser, que él vuelva y diga que todo fue un error.
La cama es lo único que me reconforta luego del trabajo. El pan se pega en mi garganta y la mantequilla de maní me deja la boca pastosa, pero igual me obligo a dar otra mordida. Es el tercer sándwich de la noche y no tengo hambre, solo un vacío que intento llenar de cualquier forma. Estoy recostada en la cama, con el celular en la mano, deslizándome sin ganas por la pantalla. Memes tontos, frases graciosas… me sacan una que otra carcajada breve, pero enseguida desaparece. No me río de verdad, no puedo.
Acomodo la almohada detrás de mi espalda, lamo un poco de mantequilla de mis dedos y sigo deslizando el dedo sobre la pantalla. Entonces, entre las sugerencias de perfiles, aparece uno desconocido. Una chica sonriente, de esas que parecen vivir en una eterna primavera. Por simple curiosidad entro a su perfil.
Hay una publicación fija, reciente. Ella mostrando un anillo de compromiso, los ojos brillantes de emoción, y varias fotos más. Deslizo el dedo… y siento cómo el mundo se me detiene.
Parte de la mantequilla cae sobre mis sabanas cuando quedó absorta por lo que veo.
En la segunda foto, junto a ella, está Stefan.
Mi Stefan.
El celular tiembla en mis manos. Me froto los ojos, pensando que quizá estoy confundida, que es alguien parecido. Pero no. Es él. Su sonrisa amplia, ese hoyuelo en la mejilla derecha, el brazo rodeando la cintura de la chica como si fuera un tesoro.
El corazón me golpea en el pecho con tanta fuerza que casi me deja sin aire.
Leo la descripción, sintiendo cada palabra clavarse en mi traquea.
"Estoy feliz de dar ese gran paso en nuestras vidas después de un maravilloso año juntos."
Un año.
Un maldito año.
Las lágrimas me nublan la vista, pero sigo mirando, incapaz de apartar los ojos de esas imágenes que parecen una burla cruel. Él… él se ve feliz. Radiante. Como alguna vez lo estuvo conmigo.
Un grito ahogado se me escapa. Aprieto el celular con fuerza. El dolor y la tristeza que me han consumido estos días se transforman de pronto en algo más oscuro, más hirviente. Rabia.
Todo encaja, cada silencio, cada excusa, cada mirada distante. No solo me abandonó. Me engañó. Durante meses, quizá durante todo este tiempo, yo fui la otra.
La vergüenza me quema por dentro, pero sobre todo el odio. No puedo respirar, no puedo pensar con claridad, solo siento la furia crecer y crecer, llenándome de una energía amarga.
Su nerviosismo cuando salíamos juntos a la calle, sus excusas para preferir quedarnos en casa, su reticencia a publicar fotos juntos. Todo concuerda, no quería hacer nada de eso porque podían descubrir sus mentiras.
La furia me quema por dentro, me devora. Siento la sangre martillándome en las sienes mientras sigo deslizando las fotos una tras otra, sin poder detenerme. Cada imagen es un golpe directo a mi pecho: Stefan abrazándola, Stefan besándole la frente, Stefan mirándola como alguna vez me miró a mí… o quizá nunca lo hizo con tanta devoción.
—¡Maldito!— Escupo entre dientes, con la voz rota, mientras aprieto el celular con tanta fuerza que temo partirlo en dos.
Jugó conmigo. Todo este tiempo. Me hizo creer que yo era su futuro, que algún día me convertiría en su esposa. Y mientras yo soñaba con vestidos blancos y promesas, él ya tenía otra vida, otra mujer, otro amor.
No. No lo voy a permitir.
El dolor se convierte en veneno, en una energía oscura que me sacude de pies a cabeza. No quiero llorar más, no quiero suplicar en la soledad de mi cuarto. Quiero que Stefan sufra, que pague cada lágrima que he derramado por él, cada noche que pasé pensando en un futuro inexistente. El tiempo que desperdicié en él.
Sigo deslizando las fotos, con el corazón ardiendo, y entonces algo me detiene. Una imagen captada en una fiesta, llena de risas y copas levantadas. Detrás de la pareja radiante, en segundo plano, un hombre llama mi atención. Alto, elegante, imponente. Con algunos mechones blancos en su cabello, y ojos, tan claros como el acero que miran de frente a la cámara aunque parece no haber posado para ella.
Lo reconozco de inmediato. El padre del malagradecido al que alguna vez llamé novio.
Ya lo había visto antes en varias fotografías en el telefono de Stefan, ademas, un rostro como el suyo sería imposible de olvidar. Tiene 45 años y los mismos le han sentado como el vino.
No puedo evitarlo y me quedo inmóvil, con la respiración contenida. Es él, no hay duda. El hombre que tantas veces escuché nombrar, al que nunca pude conocer porque siempre estaba fuera del país. Y ahora, de pronto, ahí está, en el fondo de una foto, como si el destino me lo estuviera poniendo enfrente.
Una idea se enciende en mi mente, primero como un destello, luego como un fuego imparable. Si Stefan admira a alguien en este mundo, es a su padre. Siempre lo nombraba con respeto, con orgullo, como si fuera un ejemplo a seguir y es por eso que lo tengo claro.
La mejor manera de vengarme de él no será con gritos ni reproches, tampoco con lágrimas. Será dándole justo donde más le duele: en ese orgullo ciego que siente por su padre.
Porque si logro lo que estoy pensando, si logro conquistar al hombre que él más respeta… entonces no solo lo destruiré. Lo humillaré. Y terminaré convertida en algo que jamás imaginó.
Su madrastra.
Sonrío por primera vez en días y está sonrisa me sabe a dulce. Dulce venganza.
Hoy me siento distinta. Con energías renovadas, como si una chispa peligrosa me hubiera despertado de la tumba emocional en la que me encontraba. Pasé todo el fin de semana frente a la computadora, con el celular en la mano, investigando, indagando, observando cada publicación de la que pronto será la esposa de Stefan. Tan ingenua y presumida, que sin darse cuenta me entregó la pista más valiosa de todas: el adorado gym al que suele ir ella y el que casualmente ha comenzado a frecuentar su suegro.
En más de cinco fotos, he visto al padre de Stefan, justo en el fondo de las imágenes. Siempre a la misma hora, siempre en el mismo lugar. Un hombre que parece no pertenecer a este mundo de luces y redes sociales, alguien serio, poderoso, reservado. Casi un misterio.
Y yo ya encontré la forma de acercarme a él.
La membresía costó la mitad de mis ahorros. Una locura, sí, pero nada es demasiado caro cuando se trata de venganza, además, mientras más rápido logre atraparlo, antes podré cancelar la membresía y recuperar algo de lo pagado.
Ahora mismo estoy en el baño del gimnasio, frente al espejo iluminado con luces demasiado blancas. Me retoco el labial con cuidado, un rosa discreto y brillante con sabor a cereza, suficiente para darle fuerza a mi sonrisa sin que parezca vulgar a estas horas de la mañana. Retoco el delineado de mis ojos y suelto un poco el cabello, dejando que caiga con naturalidad sobre mis hombros. Quiero parecer despreocupada, fresca, y que no se note que detrás de esta imagen hay un plan calculado hasta el último detalle.
Lo sé con certeza: solo con mi cuerpo no voy a atraparlo. Él debe estar rodeado de mujeres hermosas, bellezas exuberantes que probablemente le ofrecen todo sin pedir nada. Si quiero que me mire, debo darle más. Debo intrigarlo, hacerlo reír, hacerlo pensar en mí cuando no esté cerca.
Me inclino hacia el espejo y me dedico una última sonrisa. No es la de la Emma rota que lloraba hasta quedarse dormida. No. Es la sonrisa de una mujer que está a punto de mover su primera ficha en un juego peligroso.
Respiro hondo, acomodo la toalla sobre mi hombro y salgo del baño. El gimnasio está lleno, el sonido de las máquinas y la música pop lo envuelven todo. Mis ojos se mueven rápido, buscando entre los cuerpos sudorosos, entre las pesas que suben y bajan.
Y entonces lo veo.
Allí está. Alto, imponente, completamente enfocado en su rutina como si el mundo a su alrededor no existiera. Su sola presencia impone, desprende un magnetismo que me eriza la piel.
Sonrío para mí misma. Ahora empieza el juego.
El gimnasio huele a esfuerzo, a sudor y a perfume caro. El ruido metálico de las máquinas se mezcla con la música de fondo, demasiado alta para mi gusto. Me muevo con calma, fingiendo que estoy aquí solo para entrenar.
Lo veo de reojo. Está en su mundo, concentrado en su rutina, como si nada ni nadie pudiera distraerlo. A simple vista luce tan distinto a Stefan… no pierde el tiempo exhibiéndose, simplemente se mueve con precisión, con la fuerza de alguien que sabe lo que hace.
Decido que es el momento. Camino hacia el estante de pesas, justo al lado de él. Mi corazón late fuerte, pero mi expresión es fría, casi aburrida. Extiendo la mano y elijo una mancuerna. Tiro y finjo que no puedo moverla. Hago un segundo intento, exagerando un poco, como si realmente me costara. Nada.
Siento entonces su presencia detrás de mí. Una sombra que me cubre y una voz grave que me roza la piel.
—¿Necesitas ayuda?
Me giro apenas, lo suficiente para lanzarle una mirada rápida. Su rostro es sereno, sus ojos azules me observan con calma, sin el menor esfuerzo por parecer simpático.
—No es necesario, gracias— Respondo con un dejo de desinterés, le regalo una sonrisa cortés, nada más, volviendo la vista al estante.
Hago un último tirón y la mancuerna se libera con un golpe seco. La tomo en la mano con naturalidad, como si siempre hubiera sabido que podría hacerlo. Él no dice nada, simplemente regresa a su entrenamiento.
Yo, con toda la calma del mundo, ocupo un espacio cercano. Lo bastante lejos para que parezca casual, pero lo bastante cerca para que me vea. Empiezo a ejercitarme, pero no tengo idea real de lo que estoy haciendo. Justo en ese momento, un instructor se acerca.
—¿Primera vez aquí?— Me pregunta con una sonrisa amable.
Asiento con un gesto y lo dejo guiarme. Me coloca las manos, me indica la postura y cuenta las repeticiones. Finjo concentración, aunque cada tanto desvío la mirada hacia él, hacia mi objetivo. Y me doy cuenta de algo: me está observando.
El instructor me hace una corrección y yo, aprovechando el momento, suelto un comentario gracioso, uno de esos que suenan espontáneos. El entrenador se ríe, sacudiendo la cabeza, y yo sonrío satisfecha al ver que mi objetivo no nos pierde de vista.
De pronto, el entrenador me deja sola.
—Sigue así, ya vuelvo— Me dice antes de alejarse.
Lo veo marcharse y quiero gritarle que no, que me pegue con algo en la cabeza que me haga recobrar los sentidos y desistir de la idea de querer seducir a un hombre que casi me dobla la edad.
Respiro hondo, tomo la pesa y sigo el ejercicio como puedo.
Entonces escucho esa voz grave otra vez.
—La espalda— Dice él, sin mirarme directamente. —Debe estar más recta al bajar.
Finjo no haber escuchado. Bajo otra vez con torpeza, como si estuviera absorta en el esfuerzo.
Él se levanta. Lo siento acercarse, tan cerca que su sombra vuelve a cubrirme.
—Más recta o vas a lastimarte— Repite con calma. Me muestra cómo hacerlo, bajando un poco y marcando el movimiento con su propio cuerpo.
Aprovecho el momento. Enderezo la espalda, giro la cabeza hacia él y sonrío con picardía.
—¿Así está bien, profesor?— Pregunto con un tono ligero, casi burlón.
Él ladea apenas los labios, una sombra de sonrisa que no llega a ser completa, pero que en él resulta poderosa.
—Mejor— Responde con simplicidad.
Decido subir un poco la apuesta. Entre repeticiones, dejo escapar un suspiro fingido.
—No sabía que venir al gimnasio incluía tortura física y psicológica…— Murmuro con teatralidad, mirándolo de reojo.
Él me mira, y por primera vez noto un cambio. Su atención se desliza hacia mis labios, apenas un instante, fugaz, pero suficiente para electrizarme. Vuelve a mis ojos rápido, como si nada hubiera pasado, pero yo ya lo vi.
Él se inclina un poco hacia mí.
—Nadie te obligó a venir— Replica, con voz tranquila.
—¿Y si te digo que sí?— Lanzo, arqueando una ceja, mientras observo las gotas de sudor deslizarse por su pecho.
Demonios, ¿como puede lucir así a su edad?
—¿Quién?— Pregunta curioso.
—No lo sé… quizá un tipo muy serio que parece más entrenador de la KGB que un compañero de gimnasio.
Él suelta una risa breve, inesperada. Es profunda y completamente inocente de que en mi comentario hay algo de verdad.
—Yo no soy entrenador.
—Ah, qué decepción— Respondo con falsa pena. —Entonces tendré que seguir arriesgando mi vida sola con estas pesas.
Él me mira, y por primera vez noto un cambio. Su atención se desliza hacia mis labios, apenas un instante, fugaz, pero suficiente para electrizarme. Vuelve a mis ojos rápido, como si nada hubiera pasado, pero yo ya lo vi.
Dejo caer la mancuerna suavemente, me paso la mano por el cuello y ladeo la cabeza, estirando el cuerpo con naturalidad. No necesito mirarlo para saber que me observa.
—No pareces de aquí— Me suelta él, directo.
—¿Y qué se supone que parezco? ¿Turista perdida?— Le respondo, arqueando una ceja.
—Más bien alguien que no viene al gimnasio a entrenar— Dice con tono neutro, pero hay un brillo en su mirada.
—Oh, claro. ¿Y a qué vengo entonces?— Pregunto, sonriendo divertida.
—Eso… todavía no lo sé.
Estoy a punto de reír, de dejar que esa chispa crezca, cuando mi reloj virtual vibra en mi muñeca. Es la excusa perfecta. Finjo sorpresa, como si hubiera recordado algo importante.
—Dios… tengo que irme— Digo con voz apresurada.
Recojo mis cosas con calma estudiada y me vuelvo hacia él, regalándole una última sonrisa.
—Gracias por la clase improvisada, profesor. Nos vemos.
Él abre la boca, como si fuera a decir algo más, pero no le doy la oportunidad. Me giro y camino hacia la salida, dejándolo con la palabra en la boca.
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