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Su Piel, Mi Adicción.

Prólogo

Prólogo:
La ciudad de Nueva York, con su brillo incandescente y su ritmo incesante, es un escenario de historias. Algunas se escriben con tinta, otras con sangre. En la cima, los rascacielos tocan el cielo, y en las sombras, los secretos se guardan con un silencio mortal.
Laila Thorne, la autora más aclamada del thriller psicológico, ha hecho de esas sombras su hogar. Su mente es un laberinto de intriga, sus palabras, trampas para la mente. Millones de lectores la siguen, devorando cada página, sin saber que la misma mujer que los cautiva con historias de peligro, se niega a vivirlo en la realidad.
Adrian Volkov, el “Lobo” de la mafia rusa, es el amo de la noche. Su imperio se extiende por debajo de las calles de la ciudad, invisible para la mayoría, pero letal para todos. Él no cree en las coincidencias. Cada movimiento es calculado, cada acción tiene un propósito. Y su propósito ahora es Laila.
Dos mundos opuestos. Ella, una artista que vive del caos que crea en sus libros. Él, un depredador que encuentra en ese caos su único refugio. El destino los ha puesto en un rumbo de colisión, un juego de obsesión, poder y peligro que solo uno puede ganar. Y en las calles de la ciudad que nunca duerme, la línea entre la fantasía y la realidad está a punto de desvanecerse.
Él la observó desde la distancia, el reflejo de las luces de la ciudad bailando en sus ojos fríos. No la quería en sus libros, la quería en su vida. Cada sonrisa que ella le regalaba a un desconocido en la calle, cada vez que su cabello se mecía con el viento, era un clavo más en el ataúd de su autocontrol. Había pasado de ser una curiosidad a una necesidad, de una necesidad a una obsesión. Y un hombre como él no dejaba que sus obsesiones se escaparan. Nunca.
Laila se movía por su mundo como un fantasma, una sombra en las librerías abarrotadas y los cafés de Brooklyn. Para ella, los horrores de sus historias eran solo eso: ficción. Las noches de insomnio que pasaba imaginando a sus personajes huyendo de sus cazadores eran el precio de su arte, no un reflejo de su realidad. O eso creía.
Adrian había encontrado en las palabras de Laila algo que no sabía que necesitaba. Un eco de la oscuridad que él llevaba dentro, pero destilado en una forma que lo hacía sentir menos monstruoso. Era una extraña conexión, una que él no entendía, pero que su mente depredadora no podía ignorar.
La primera vez que la vio, fue a través de la vitrina de una librería en el West Village. Ella firmaba ejemplares, su rostro iluminado por la luz de un proyector, una sonrisa genuina en sus labios. En ese momento, Adrian supo que esa mujer no era solo una escritora; era la llave a un nuevo tipo de poder, una que no se podía comprar con dinero ni conseguir con violencia. Era el control sobre su propia alma.
A medida que sus mundos se acercaban, la inocencia de Laila y la brutalidad de Adrian colisionaban. Lo que empezó como una curiosidad para él y una extraña sensación de ser vigilada para ella, se transformó en una danza mortal. Él quería poseerla, no solo su cuerpo, sino su mente, su alma.
Quería que escribiera su historia, que se convirtiera en su musa, su rehén. Y Laila, sin saber que su vida estaba a punto de convertirse en la historia más oscura que jamás había escrito, continuaba su rutina, ignorante de que su depredador ya había echado el anzuelo y estaba a punto de empezar a recoger el sedal.

Chapter 1

La lluvia sobre el techo de su penthouse en Brooklyn sonaba como un ritmo familiar, un latido suave que Laila Thorne conocía de memoria. Eran casi las dos de la madrugada y el brillo de la pantalla de su laptop iluminaba su rostro, con la intensidad de una vela en la oscuridad. Afuera, la ciudad dormía, o fingía hacerlo, pero dentro de esas cuatro paredes, un nuevo misterio tomaba forma. Sus dedos volaban sobre el teclado, creando un personaje tan real que casi podía sentir su aliento frío en su nuca. Un asesino en serie, la llamaba El Sombra, un fantasma en el corazón de la Gran Manzana.
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En el otro extremo de la ciudad, en un piso de oficinas en el distrito financiero, Adrian Volkov miraba la lluvia a través del cristal de su ventana. El silencio en su mundo era casi absoluto, solo roto por el suave clic de su vaso de whisky contra la mesa de cristal. A diferencia de Laila, él no creaba monstruos, él los era. La ciudad era su tablero de ajedrez, y cada pieza, una vida. Su teléfono vibró y la pantalla mostró un nuevo mensaje de su contacto: “La escritora acaba de enviar un correo a su agente con el borrador final. El título es El Sombra de Manhattan.” Una sonrisa se dibujó en sus labios. El juego estaba a punto de volverse mucho más interesante.
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Laila se recostó en su silla, estirándose, sintiendo el crujido en su espalda. Había terminado el borrador. El peso de la historia la llenó de una satisfacción extraña, como si acabara de escapar de su propio laberinto. Se sirvió una copa de vino tinto y se acercó a la ventana. El tráfico era escaso, solo el resplandor rojo de algunas luces traseras se movía lentamente a lo lejos. Un escalofrío le recorrió la espalda, una sensación de ser observada. Era una sensación que sus personajes solían tener justo antes de que algo malo ocurriera. Se obligó a ignorarlo, convencida de que era solo el efecto residual de su propia novela. No sabía lo equivocada que estaba.
Mientras tanto, Adrian guardó su teléfono y terminó su trago. La lluvia en la ventana parecía ahora un eco de sus pensamientos, una cortina gris entre él y el mundo exterior. Ella había creado a un monstruo y le había dado vida en las calles de la ciudad que él controlaba. Se sintió curiosamente honrado. Ya no se trataba solo de una obsesión, sino de una extraña admiración. Era una mujer de ingenio, una mujer que lo desafiaba sin saberlo. Y un hombre como Adrian siempre aceptaba los desafíos. Mañana, la haría su invitada. No, su prisionera. Una jaula de oro, por supuesto. La mejor, como se merecía.
Laila se levantó de su escritorio, la copa de vino ya vacía, y se dirigió a su habitación. La sensación de ser observada no la abandonaba. Se asomó por la ventana, pero el reflejo de su propia figura en el cristal le impedía ver con claridad la calle de abajo. Se encogió de hombros, culpando a su imaginación hiperactiva. Se metió en la cama, el peso de su libro recién terminado un alivio que se mezclaba con la inquietud. Su mente, acostumbrada a crear escenarios de peligro, ahora le jugaba una mala pasada, llenando cada sombra y cada ruido de amenazas invisibles. Cerró los ojos, rogando por el descanso que su mente le negaba.
Adrian, por otro lado, se sentó de nuevo, contemplando el perfil de Manhattan. Había pasado de ser el depredador a ser el cazador de un trofeo. Se deleitaba en la idea de un encuentro. No iba a ser un acto de violencia, no al principio. Sería una seducción lenta, un juego de poder. Quería ver su mente en acción, entender cómo funcionaba la creatividad de la mujer que, con su pluma, había logrado entrar en su mundo cerrado. Y una vez que la tuviera, se aseguraría de que nunca se fuera. Ella, la escritora de misterios, se convertiría en su mayor secreto.
El sol se filtró por las persianas, dibujando líneas doradas en el suelo de su apartamento. Laila se despertó con una sensación de pesadez en el pecho, un remanente de la inquietud de la noche anterior. Se levantó, preparó café, y mientras lo bebía, se obligó a sí misma a volver a la realidad. No había fantasmas, no había sombras, solo un libro que necesitaba ser revisado antes de enviarlo a la editorial. Se sentó de nuevo frente a su laptop, pero la concentración que usualmente sentía no llegaba. Una extraña sensación de vacío se había instalado en su pecho. Algo había cambiado.
En una oficina con vista a Central Park, Adrian Volkov daba instrucciones a su equipo. El plan ya no era solo observarla; era hacerla caer en su red, con un pretexto tan mundano que ella jamás sospecharía. Un acuerdo de derechos de autor, una reunión de negocios, una excusa para acercarse lo suficiente para que la distancia se acortara y la trampa se cerrara. El juego de la seducción es el más antiguo del mundo, y Adrian era un maestro. Se inclinó sobre su escritorio, su sonrisa siniestra se ensanchó. El capítulo uno había terminado. El verdadero peligro estaba a punto de comenzar.

Chapter 2

Laila estaba sentada en su cafetería habitual en el East Village, una taza de té humeante entre sus manos. Aún sentía el extraño vacío de la mañana. Decidió que la mejor manera de enfrentarlo era sumergirse en la vida real, observar a la gente, escuchar fragmentos de conversaciones. La musa, o al menos el personaje que interpretaba, necesitaba recargarse.
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De repente, un hombre se detuvo frente a su mesa. Era alto, con un traje impecable que gritaba poder y dinero. Su rostro, enmarcado por una barba oscura, era de una belleza cruda y peligrosa. Sus ojos, de un ámbar profundo, la miraron directamente. El corazón de Laila dio un vuelco. Era una mirada intensa, sin disculpas.
X
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—¿Laila Thorne? —preguntó con una voz que era como el ron, suave y con un toque de peligro.
Laila tardó un segundo en procesar la pregunta. Nadie la reconocía en su vida diaria. Prefería el anonimato.
Laila Thorne
Laila Thorne
—Sí, soy yo. ¿En qué puedo ayudarle?
El hombre se sentó frente a ella sin ser invitado, sus movimientos tan fluidos como los de un depredador. La mesera se acercó, pero una simple mirada de él bastó para que se alejara.
Adrian Volkov
Adrian Volkov
—Me llamo Adrian Volkov —dijo, la esquina de sus labios se curvó en una sonrisa. Laila sintió un escalofrío. El nombre le sonaba a algo más que simple elegancia—. Y soy un gran admirador de su trabajo.
Laila Thorne
Laila Thorne
—Gracias —Laila respondió, sintiéndose incómoda—. Aprecio el apoyo, pero no suelo dar autógrafos o...
Adrian Volkov
Adrian Volkov
—No he venido por un autógrafo, Laila. He venido a hacer negocios.
Laila Thorne
Laila Thorne
La curiosidad de la escritora se impuso sobre su nerviosismo. —¿Qué tipo de negocios? No firmo nada que no sean mis libros.
Adrian Volkov
Adrian Volkov
Adrian se inclinó hacia ella, el olor a una colonia cara llenó el espacio entre ellos. —Los derechos de su último libro, El Sombra de Manhattan. He leído el borrador, me lo ha enviado su agente.
Laila Thorne
Laila Thorne
Laila se quedó sin aliento. Eso era imposible. —¿Cómo…? Nadie tiene ese borrador, excepto mi editora. Y ella jamás...
Adrian Volkov
Adrian Volkov
—Oh, créame, lo tiene —la interrumpió Adrian, su voz un susurro—. Y lo tiene porque yo lo pedí. Y cuando Adrian Volkov pide algo, lo consigue. Ahora, ¿negociamos o prefiere que el borrador termine en el fondo del río Hudson?
Laila miró a Adrian, con su corazón latiendo con fuerza contra sus costillas. El miedo se mezclaba con la ira y, para su sorpresa, con una extraña excitación. Él no era un admirador; era un depredador. Su amenaza no estaba vacía; la frialdad de sus ojos le decía que iba en serio. Se obligó a mantener la compostura, su mente de escritora ya analizando al personaje frente a ella, buscando su punto débil. "Me está probando," pensó. "No puedo mostrar debilidad."
Laila Thorne
Laila Thorne
—¿Y qué haría un hombre de negocios como usted con los derechos de un thriller? —preguntó, su voz, a pesar del temblor interno, sonó firme y controlada.
Adrian Volkov
Adrian Volkov
Una sonrisa genuina, y aterradora, se dibujó en los labios de Adrian. —Haré una película. Una gran película. La mejor de todas. Y quiero que usted, la autora, esté en la producción, en cada paso del camino. No por su talento para escribir... sino por su talento para entender la oscuridad que yo conozco tan bien.
Laila sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Sus manos se aferraron a la taza de té, ahora fría. Una película. Una superproducción de Hollywood. Suena como un sueño, pero la manera en que él lo dijo... sonaba más a una jaula. El brillo en sus ojos no era el de un productor entusiasmado, era el de un coleccionista. Y ella, de repente, se sentía como una mariposa a punto de ser clavada en un cuadro. La amenaza en sus palabras anteriores ya no era sobre el manuscrito, era sobre su libertad.
Laila Thorne
Laila Thorne
—Esto es absurdo —logró decir Laila, su voz más débil de lo que quería—. Mi agente maneja todo eso. No tengo por qué...
Adrian Volkov
Adrian Volkov
—Por supuesto que tiene —la interrumpió Adrian, su tono se volvió peligrosamente suave—. Porque su agente trabaja para mí, por lo que su editora también, y en menos de veinticuatro horas, el resto de la editorial también lo hará. Todos sus contratos, todas sus regalías, toda su carrera, Laila. Está a mi merced. La única forma de mantener el control sobre algo, es si usted misma es la que firma el trato. Y no se preocupe, no la voy a arruinar... solo la voy a poseer.

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