La familia Volrhat tenía dinero, solo eso. Ni clase, ni linaje… solo dinero. Así hablaban los nobles de Nurdian acerca de ellos.
Tiempo atrás, los Volrhat habían comprado un título de Conde para abrirse paso en la alta sociedad. Sin embargo, para la mayoría de los nobles seguían siendo lo mismo que antes, simples comerciantes con suerte.
Julia Stomred, ahora Condesa Volrhat, no estaba dispuesta a aceptar ese trato. Soñaba con ser vista y respetada como una dama de renombre, pero todos sus intentos parecían inútiles. Sus fiestas lujosas, sus generosas donaciones a fundaciones y su presencia en actos de la iglesia… nada de eso lograba el efecto que deseaba. Los rostros que la miraban lo hacían con condescendencia, y las conversaciones siempre parecían cerrarse cuando ella se acercaba.
La frustración crecía en su interior, alimentada por cada gesto de desprecio velado.
Una noche, en una de aquellas recepciones que organizaba y a las que apenas asistían unas pocas familias de segundo orden, Julia escuchó a dos damas nobles conversando cerca de la galería interior. Se mantenían a media voz, pero no tanto como para que sus palabras pasaran desapercibidas.
—¿Has visto su vestido? Es evidente que cree que el brillo puede ocultar la vulgaridad. —La primera rió con malicia.
—No sé qué es peor, si sus modales o la desesperación por que la acepten —añadió la segunda, saboreando el veneno de sus palabras.
Julia sintió que la ira le subía a la garganta como fuego líquido. Dio un paso al frente para encararlas, pero se detuvo en seco al escuchar lo siguiente:
—La única forma de ser realmente un noble es mezclar tu sangre con la de uno de linaje real. Pero dime, ¿qué padre entregaría la mano de su hija a esta familia vulgar?
Las risas suaves de ambas resonaron como bofetadas en el pecho de Julia.
—Pobrecita la desafortunada —añadió la segunda, fingiendo compasión.
Julia apartó la mirada, intentando no dejarse llevar por el impulso de humillarlas allí mismo. Sin embargo, entre la ofensa y la humillación, algo en sus palabras quedó grabado en su mente. Mezclar sangre. Sí… aquello tenía sentido.
Desde esa noche, la Condesa Volrhat comenzó una búsqueda silenciosa implacable, encontrar para su primogénito, Roger, una esposa de sangre puramente noble. Una alianza que, a los ojos del resto, legitimara a su familia.
Pero pronto descubrió que las damas no exageraban. Ni siquiera ofreciendo como dote una mina entera conseguía un compromiso aceptable. Cada propuesta era rechazada con la misma cortesía envenenada.
Y cuanto más se le cerraban las puertas, más crecía su determinación.
En una zona casi olvidada de Nurdia vivía alguien lo suficientemente desafortunado —o afortunado, según se mirase— como para encajar en el plan de la Condesa Julia Volrhat.
A simple vista, nadie podría imaginar que el desvencijado Marquesado Aurelliene tenía lazos directos con la corona. Sin embargo, así era, una de las sobrinas del rey de Nurdia se había casado años atrás con el marqués Aurelliene.
Su historia, sin embargo, no fue de cuentos. La joven marquesa Clarice Aurelliene murió apenas un año después de dar a luz a su primera hija. Desde entonces, el Marqués se hundió en un espiral de autodestrucción. En menos de dos años había dilapidado las riquezas y el prestigio del que alguna vez fuera un imponente Marquesado.
Lo único que Clarice dejó tras de sí fue una dulce niña que heredó por completo su belleza, cabello plateado como un halo de luz y ojos dorados, rasgo inequívoco de la sangre real que corría por sus venas. Se decía que el marqués apenas podía mirarla, pues su sola presencia evocaba el recuerdo doloroso de la mujer que había perdido.
Fue en medio de su búsqueda de una prometida con sangre puramente noble que Julia Volrhat llegó hasta las puertas del derruido Marquesado Aurelliene.
El carruaje de la Condesa Julia Volrhat se detuvo frente a las puertas del antaño imponente Marquesado Aurelliene. Lo que alguna vez había sido un símbolo de prestigio, ahora no era más que un cascarón marchito, jardines descuidados, muros con grietas, cortinas raídas colgando de ventanas polvorientas. Julia frunció el ceño con un gesto de abierto desagrado.
—Qué desperdicio de un título tan ilustre—, pensó, mientras sus zapatos de seda crujían contra la grava húmeda del patio.
Un sirviente de ropa ajada la condujo al salón principal, donde la esperaba el Marqués. Lo encontró sentado en un sillón gastado, con el porte encorvado y una copa medio vacía en la mano, a pesar de que apenas era media mañana. Sus ojos, vidriosos y hundidos, no parecían prestarle verdadera atención.
—Condesa Volrhat… —murmuró él, apenas levantándose.
—Marqués Aurelliene —respondió Julia con una sonrisa calculada—. Gracias por recibirme.
No hubo cortesías adicionales. Julia no era mujer de perder tiempo, y él tampoco parecía dispuesto a fingir una hospitalidad que no sentía.
—Sé a lo que ha venido, leí sus cartas—dijo el marqués, dejando la copa sobre la mesa sin mirar—. Quiere hablar de… mi hija.
—Así es —confirmó Julia, acomodándose en la butaca frente a él—. Vengo en nombre de mi hijo, Roger. Un joven de posición estable… y con aspiraciones.
Él soltó una risa breve, sin humor.
—Y usted quiere un apellido que le abra puertas.
—Lo quiero —admitió Julia sin titubear—, y usted necesita algo que su Marquesado ya no puede darle.
Los ojos del marqués, apagados y cansados, parecían dar por sentado el intercambio.
—¿Qué ofrece?
Julia habló de tierras, de beneficios, de una suma considerable que podría aliviar al menos una parte de las deudas del Marquesado. No hubo regateo, él asintió con un gesto vago, como quien acepta vender una propiedad inútil.
—Que la traigan —ordenó el marqués a un sirviente.
Julia se irguió ligeramente al escuchar el leve eco de pasos en el pasillo. Y entonces la vio.
La niña apareció en el umbral, delgada como una vara, con un vestido demasiado grande para su cuerpo, el cabello plateado enredado cayendo sobre los hombros. Pero lo que capturó la atención de Julia fueron sus ojos, dorados, intensos, símbolo incuestionable de la sangre real que corría por sus venas.
Una sonrisa se dibujó en el rostro de la Condesa, una sonrisa satisfecha, calculadora. La imagen de su hijo casado con aquella niña, llevando consigo un vínculo directo con la familia real, era demasiado tentadora. Aunque estaba desaliñada y visiblemente descuidada, Julia podía ver con claridad el potencial.
—Perfecto —murmuró para sí, complacida.
No tardó en cerrar el trato. El Marqués no pronunció ni una palabra de despedida afectuosa; solo se dirigió a su hija con voz seca.
—Irás con la Condesa Volrhat.
Serena, aunque pequeña, comprendió muy bien lo que aquello significaba. No le sorprendía; desde que tenía memoria, su padre la había tratado como si no existiera. No esperaba cariño, pero eso no evitó que un dolor silencioso le apretara el pecho. Llorar sería inútil, como lo había sido toda su vida. Nadie escuchaba.
— Quizá… quizá allí me quieran—, pensó mientras seguía a Julia hasta el carruaje. Tal vez en esa nueva familia encontraría un lugar, un poco de calor humano. Tal vez podría ser feliz.
Pero esa esperanza se quebró antes de llegar a la primera curva del camino.
En el interior del carruaje, Julia la observó con una mirada fría, casi inquisitiva.
—Desde este momento —dijo con voz baja pero cortante— eres de mi propiedad. No se te ocurra desafiarme jamás.
Serena la miró con un atisbo de sorpresa, y luego bajó los ojos al suelo. Sintió el golpe seco de la realidad, no la habían llevado para amarla, sino para usarla. Afuera, los cascos de los caballos golpeaban el camino con un ritmo monótono, como marcando el inicio de una vida que no había elegido.
Y, en silencio, se preparó para sobrevivir en ella.
Mientras intentaba relajarse ante la abrumadora realidad que acababa de imponérsele, Serena dejó que su mente divagara hacia los recuerdos de su vida en el Marquesado Aurelliene.
Tristemente, reconoció que no había mucho que recordar. Pocas veces había visto el rostro de su padre y menos aún había escuchado su voz. De su madre, la única imagen que guardaba eran algunas pinturas que él mantenía celosamente escondidas, pero que Serena, con paciencia e ingenio, había logrado espiar en más de una ocasión.
No había mucha gente en Aurelliene… o al menos no desde que tenía conciencia. Las pocas personas con las que cruzaba palabras eran empleados del marquesado, y no podían considerarse amables.
Solía escuchar sus conversaciones a escondidas, donde hablaban sobre los problemas que ahogaban la casa y sobre la condición de su padre. Era la única forma en que Serena podía enterarse de lo que sucedia en su casa y con su padre.
Algunas doncellas, en especial, parecían tomar cierto deleite en humillarla. La habían hecho tropezar en los pasillos, empujar contra las paredes, para luego fingir que no había sido intencional. Entre sonrisas hipócritas, le lanzaban comentarios hirientes.
—La situación no era tan mala antes de que nacieras… parece que la desgracia llegó contigo.
Palabras como esas se le clavaban como espinas. Incontables veces había llorado en silencio, convencida de que tal vez tenían razón, de que todo lo malo en Aurelliene había comenzado con ella.
Con el tiempo, encontró un tenue refugio en la biblioteca. Entre libros polvorientos y el silencio de aquel lugar olvidado, empezó a acostumbrarse a esa vida solitaria, resignada a la indiferencia de todos. Pero sus anhelos no cambiaron. Seguía deseando atención, soñando con que su padre algún día la mirara con orgullo, imaginando tener amigos, recibiendo amor. A pesar de todo, Serena conservaba una dulzura e inocencia que nada había conseguido marchitar.
Sin embargo, en ese momento, viendo el ceño fruncido de la mujer sentada frente a ella, pensó que tal vez sus añoranzas seguirían siendo solo eso añoranzas.
Todo el trayecto hacia la mansión Volrhat le resultó asfixiante. Tenía la sensación de que ni siquiera podía respirar con libertad en presencia de la Condesa Julia. Aquella mujer tenía facciones frías y afiladas, unos ojos azules oscuros que parecían atravesarla, un cabello castaño con tonos rojizos perfectamente peinado, y una postura amenazante que le hacía dudar en si mirarla directamente.
—Siéntate derecha —ordenó Julia en un momento, sin siquiera mirarla.
Serena obedeció de inmediato, con las manos juntas sobre el regazo, evitando cualquier movimiento que pudiera incomodar a la mujer. El silencio en el carruaje era tan espeso que podía oír con nitidez el golpeteo rítmico de los cascos contra el suelo y el leve crujido de la madera en cada bache del camino.
Al llegar a la mansión Volrhat, Serena no pudo evitar quedar maravillada. Nunca había visto tanto lujo. El edificio, con sus altos ventanales y paredes bañadas por el sol, parecía brillar, tan distinto al paisaje gris y decadente al que estaba acostumbrada en Aurelliene.
Cuando el carruaje se detuvo y un sirviente abrió la puerta, la Condesa Julia bajó y se volvió hacia Serena con una mirada dura.
—Apresúrate.
—S-sí… sí, señora —balbuceó la niña, descendiendo con torpeza y apresurándose a seguirla.
Cruzaron el umbral, y Serena se encontró rodeada por un derroche aún mayor de ostentación. Cada rincón estaba cubierto de adornos caros, candelabros dorados, alfombras gruesas, estatuas de mármol y cuadros enmarcados en oro. Sin embargo, a pesar de la evidente riqueza, el conjunto resultaba extraño, ningún mueble parecía combinar con otro, y la decoración estaba tan recargada que le transmitía más inquietud que admiración.
Los empleados, mucho más numerosos que en Aurelliene, la observaban de reojo. Sus miradas no eran muy distintas a las que había soportado toda su vida, frías, curiosas, juzgadoras.
De pronto, la voz de la Condesa cambió por completo.
—¡Cariño, ahí estás! —dijo con un tono dulce y aceleró el paso, casi corriendo hacia alguien.
Serena levantó la mirada, ¿qué había provocado ese cambio en la Condesa?
Bajando de las escaleras del segundo piso, frente a ellas estaba un joven de cabello castaño rojizo y ojos de un violeta oscuro, intensos y poco amistosos. Julia lo abrazó con una sonrisa radiante.
—Tengo grandes noticias —anunció con entusiasmo.
El joven, sin embargo, frunció el ceño y se apartó bruscamente.
—No tengo tiempo para esto.
—Es muy importante —insistió ella, manteniendo el mismo tono afectuoso—. Finalmente he encontrado a la prometida adecuada para ti.
Él pareció incomodarse visiblemente.
—Ya te he dicho que el matrimonio no me interesa en este momento.
Serena sintió un estremecimiento al comprender que aquel joven era su prometido, alguien mucho mayor que ella. No sabía por qué temblaba, no lo conocía pero estaba asustada.
Julia, ignorando la protesta de su hijo, adoptó un tono más firme.
—No hay discusión posible. Te casarás, quieras o no. —Hizo una breve pausa y añadió— Sin embargo, hay un pequeño contratiempo… tu prometida es aún muy joven, apenas tiene diez años. Tendrán que esperar el tiempo necesario para concretar la unión.
Entonces, en un murmullo que pretendía ser discreto, dijo.
—Es una niña con sangre real. No podemos dejar pasar algo así.
La Condesa volvió a alzar la voz, ahora más dura.
—Serena, ven aquí.
La niña se estremeció y, tras unos segundos inmóvil, reunió valor para acercarse. Julia la tomó por los hombros y la presentó.
—Roger, ella es Serena Aurelliene, tu prometida.
Roger apenas le dedicó una mirada fugaz. Lo que vio fue a una niña delgada, de cabello despeinado y con la vista fija en el suelo temblando como una hoja frente a él. Chasqueó la lengua con evidente desinterés.
—Tengo cosas que hacer —dijo, y se dio media vuelta para marcharse.
—¡Roger! —Julia trató de detenerlo, pero él ya se alejaba.
Serena sintió un extraño alivio al verlo irse, pero su respiro duró poco. La mirada de la Condesa volvió a fijarse en ella con frialdad.
—A partir de ahora serás educada para convertirte en una buena esposa para mi Roger, ¿entiendes?
Serena parpadeó, aturdida.
—¿Lo entiendes? —repitió Julia con más fuerza.
—S-sí… sí, señora —balbuceó.
—Bien. Entonces pon tu mejor esfuerzo y no causes problemas. Vivirás en el anexo mientras recibes esa educación.
Llamó a una doncella con un gesto.
—Llevala al anexo.
Serena siguió a la mujer en silencio, mientras intentaba procesar todo lo que estaba ocurriendo.
El anexo resultó ser un lugar mucho más modesto que la casa principal. Aunque estaba dentro del mismo terreno, se encontraba lo suficientemente alejado para que el bullicio de la mansión no llegara hasta allí. Aun así, era mucho más digno que el sitio en el que Serena había vivido toda su vida. Era sencillo, luminoso y silencioso… más de lo que jamás se habría atrevido a pedir.
La doncella que la acompañaba le mostró las habitaciones, le indicó cuál sería la suya y le entregó algunas prendas limpias.
—Permanezca aquí hasta que la señora Condesa le dé nuevas indicaciones —ordenó, antes de retirarse.
Serena se sentó en el borde de la cama, mirando a su alrededor. No era un lugar lujoso, pero el calor de la luz que entraba por la ventana y el aroma a madera pulida le daban una sensación de paz desconocida para ella.
Mientras tanto, en la mansión principal, la Condesa Julia cruzaba uno de los pasillos alfombrados hasta llegar a una habitación amplia. Abrió la puerta sin hacer ruido y, al entrar, ordenó a la doncella que se encontraba allí.
—Retírate.
La joven hizo una reverencia y salió. Julia avanzó hasta la cama y se sentó en una silla junto a ella. En el lecho, un hombre de mediana edad yacía con los ojos cerrados, inmóvil.
—Ha pasado un año desde que estás así, querido esposo… —pronunció, aunque en sus palabras no había afecto ni angustia. Su mirada, helada y calculadora, solo transmitía rechazo y rencor—. Mis planes están funcionando. Pronto esta sociedad no tendrá para mí más que elogios… y tú ahí… ¿qué estás esperando para morirte?
El silencio se hizo denso, como si la habitación contuviera el peso de años de resentimiento. Julia se levantó con un movimiento lento y abandonó el lugar sin volver la vista atrás.
El Conde Brandon Volrhat llevaba un año inconsciente, desde que un accidente a caballo lo dejó postrado. El odio de su esposa no era un secreto bien guardado, al menos no dentro de aquellas paredes. Todos sabían —o murmuraban— la razón. Rhaziel Volrhat, una vieja herida que jamás había cicatrizado.
Doce años atrás, cuando Brandon aún no ostentaba el título de conde y era simplemente un rico comerciante que viajaba a menudo para traer mercancías exóticas, conoció en el sur de Nurdian a una bailarina de belleza poco común. Fascinado, la llevó consigo de regreso a su hogar, donde Julia y su hijo Roger lo esperaban.
La llegada de aquella mujer encendió la furia de Julia. Su marido, sin pudor alguno, instaló a su amante bajo el mismo techo que su esposa, y no hubo nada que ella pudiera hacer para impedirlo. Durante meses, Julia soportó la humillación en silencio. Hasta que ocurrió lo inevitable, la bailarina quedó embarazada. Dio a luz a un niño, pero murió en el parto. Brandon, destrozado por la pérdida, no culpó al bebé; peeo no pudo evitar resentido y debído a su gran parecido a la mujer que perdió, tuvo consideración hacia él y obligó a Julia a criarlo como propio, presentándolo ante la sociedad como su hijo legítimo. Algo que a leguas era evidente que no era, el niño se parecía a su madre biológica y lo único que tenía del Conde eran sus oscuros ojos violetas. Eso era algo que ella jamás le perdonaría.
En un rincón de la ciudad, en una de las llamadas "casas de los placeres"—lugares poco legales pero muy concurridos por hombres adinerados e inmorales—, Roger Volrhat se dejaba caer en una silla con gesto sombrío. Saludó con un breve movimiento de cabeza a Jerry, su amigo, y pidió una copa.
—Tienes cara de perro rabioso —comentó Jerry, con media sonrisa.
—Mi madre apareció con una niña, diciendo que es mi prometida —gruñó Roger.
Jerry soltó una carcajada.
—No me digas… —Al ver pasar a una de las damas de compañía del lugar, le tomó la mano y la guió hasta el regazo de Roger—. No hay mejor remedio para el mal humor que una mujer de verdad.
Roger dejó que una sonrisa ladeada se dibujara en su rostro. Su mano se deslizó sin pudor bajo el vestido de la cortesana.
—Tienes razón —murmuró, dejando que el resto de la noche se perdiera en humo, licor y risas ajenas.
Esa noche, una doncella llevó la cena a Serena y, al dejar la bandeja sobre la mesa del comedor y le dijo.
—A la mañana siguiente comenzarán sus clases, señorita.
Serena asintió en silencio.
Conciliar el sueño de inmediato le resultó imposible. Había demasiado en qué pensar, pero lo que más la inquietaba era el recuerdo de lo fácil que le había resultado a su padre desprenderse de ella. La escena se repetía en su mente y eso le golpeaba una y otra vez en el pecho llenandola de dolor. Intentó distraerse, pero las lágrimas comenzaron a brotar sin que pudiera detenerlas. Lloró durante largo rato, ahogando los sollozos contra la almohada para que nadie la escuchara. Finalmente, el cansancio la fue calmando.
Entonces, un leve ruido en el pasillo la hizo abrir los ojos. Al principio no le dio importancia, pero volvió a oírlo… y después otra vez. Serena dudó.
— ¿Debía ir a ver qué es?
Tras un momento de vacilación, se incorporó y, con cautela, abrió la puerta. Asomó la cabeza, mirando hacia ambos lados del pasillo. No había nadie. El sonido, además, se había detenido. Suspiró y regresó a la cama, convencida de que solo había sido su imaginación.
A la mañana siguiente, las clases comenzaron. Una mujer de porte rígido y voz afilada se presentó ante ella.
—Soy la institutriz Lilian Gazel —anunció con frialdad.
La jornada fue agotadora. La señora Lilian no toleraba errores y, cuando Serena se equivocaba, golpeaba sus manos con una varilla de cuero. Al final de la mañana, las manos de la niña estaban rojas y doloridas.
Por la tarde no tenía actividades programadas, aprovechó ese tiempo para algo sencillo pero agradable: tomó un libro y lo leyó bajo la sombra de un árbol en el pequeño jardín del anexo. El silencio y el aroma de la hierba la ayudaron a olvidar, aunque fuera un poco, la severidad de la mañana.
Por la noche, mientras dormía, volvió a despertarla un ruido. Igual que la vez anterior, se levantó para investigar, pero al abrir la puerta, el pasillo estaba vacío y el sonido se había detenido.
— Tal vez es un pequeño animal... — Murmuró y regresó a la cama.
La rutina se repitió al día siguiente: clases estrictas por la mañana, un poco de libertad por la tarde… y ruidos extraños por la noche. Sin embargo, esta vez decidió no quedarse en el pasillo. Siguió el origen del sonido, caminando descalza para no hacer ruido. Las sombras se alargaban en las paredes mientras avanzaba hasta llegar a la pequeña cocina del anexo. Allí todo parecía en orden.
—Qué raro… —susurró para sí misma.
Se giró, dispuesta a regresar, cuando un estrépito detrás de ella la hizo volverse de inmediato.
Y entonces lo vio.
Un niño estaba arrodillado en el suelo, con un trozo de pan en las manos. Tenía la piel oscura, como Serena nunca había visto antes, el cabello negro y los ojos… unos ojos de un morado profundo, fijos en ella, llenos de sorpresa y temor.
Ambos permanecieron inmóviles, mirándose en silencio.
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