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EL CACHORRO DEL ALFA

Cap. 1 Cariño, yo pensé que ya lo sabías

En un lejano pueblito, la hermosa castaña, Dayana, caminaba hacia su casa después de un largo día. Al cruzar la puerta, se encontró con la vista que siempre derretía su corazón: su pequeño príncipe, el amor de su vida, su querido retoño. Pero esta vez, la escena no era tan dulce.

DAYANA

El pequeño, un impetuoso cachorro de lobo de ojos color miel, estaba plantado en medio de la sala. En una manita apretaba con fuerza su tableta, y en la otra, el celular de su madre. Sus mejillas estaban empapadas de lágrimas y un puchero tremendo deformaba su boquita. Al verla, se puso de pie sobre sus pequeñas piernitas, erizado como un puercoespín.

—¿Cuándo pensabas decirme? ¡Cuando pensabas contarme! —exclamó con una voz quebrada por la indignación, mostrando la pantalla del celular donde se veía un perfil social.

—¿Cuándo pensabas decirme que te llamas Dayana? ¡No, mamá! He estado viviendo una mentira todo este tiempo. ¿Tienes otra identidad? ¿Y 'mamá' es solo una de ellas? —dijo ofendido.

Dayana parpadeó varias veces, la sorpresa inicial dando paso a una oleada de ternura y humor. Contuvo una carcajada a duras penas; su pequeño lobezno acababa de descubrir el secreto más básico y a la vez más monumental para un niño, que su madre tenía un nombre más allá de "mamá".

Pero eso no importaba ahora. Lo urgente era calmar a ese majadero impetuoso.

—Cariño, yo pensé que ya lo sabías —dijo suavemente, acercándose y dejando las bolsas de compras en el suelo. Se arrodilló para estar a su altura y tomó su carita entre sus manos.

—También me llamo Dayana, no solo 'mamá'. Lo siento, no debí ocultarte esto —Él frunció el ceño, sus ojitos brillantes aún dudosos.

—¿Y cómo puedo solucionar esto?

Dayana le dio varios besos en sus regordetes cachetes, mirándolo con un amor que parecía inundar la habitación.

—Bueno, gracias al cielo no tienes papá —musitó, jugando.

—Porque seguro debe tener otro nombre también. Y como no sé quién es, tampoco vamos a descubrir eso. Así que, por ahora, esto está mejor.

El pequeño pelirrojo, que la miraba entre impresionado y molesto, se dejó abrazar. Dayana lo estrechó contra su pecho con todo su cariño, sintiendo cómo la tensión se escapaba de su pequeño cuerpo. Lo amaba con toda su alma, con cada fibra de su ser de loba.

OSCAR

Pero, en el silencio de su mente, una verdad mucho más profunda y amarga resonaba: Ni siquiera yo sé quién es tu padre, cariño.

Y esa es una situación mucho más complicada y peligrosa de lo que cualquiera podría saber.

La imagen de su hijo, con sus mismos ojos color miel—sus ojos—avivó un recuerdo que Dayana había enterrado en lo más profundo de su ser. Una memoria tan intensa y dolorosa que aún hacía que su loba interior se encogiera de angustia y anhelo.

Hace 4 años

Bajo el manto violáceo y plateado del Eclipse de la Luna Loba, la noche respiraba con pulsos de instinto puro. No era simple pasión; era una convocatoria ancestral, un llamado que resonaba en los huesos y en la sangre. El aire, denso y cargado de electricidad primal, olía a pino negro, a tierra mojada y a destinos entrelazándose. En ese limbo donde las fronteras entre manadas se disolvían, solo quedaba la verdad desnuda del deseo.

Dayana, loba sin manada, nómada de pelaje castaño y ojos de miel salvaje, sintió ese llamado como un latigazo en el vientre. Y allí, en el centro del claro, rodeado de danzas frenéticas y sombras que se retorcían al ritmo de tambores ancestrales, estaba él. Lycas. Alfa de los Colmillos Plateados. Poderoso. Temido. Su pelo era como la noche misma, y sus ojos, del gris de las tormentas inminentes, brillaban con una ferocidad que hacía temblar hasta a los lobos más veteranos. La cicatriz que le cruzaba el costado no era una simple marca: era un relato de supervivencia y dominio.

Sus miradas se encontraron a través del fuego. No fue un cruce fortuito. Fue un choque. Una colisión de fuerzas que hicieron que el aire le ardiera en los pulmones a Dayana. Su loba interior, usualmente tímida y recelosa, no retrocedió. Al contrario, se irguió y rugió en desafío silencioso, una respuesta visceral que recorrió su espina dorsal como fuego líquido.

Él se movió con la elegancia letal de un depredador que ha encontrado lo que no sabía que buscaba. Ignoró las miradas, los murmullos, los desafíos no dichos. Cruzó el círculo de luz de la hoguera, y cada paso suyo era una afirmación de poder. No pronunció palabra. Solo extendió una mano, una orden silenciosa, una invitación que era también una prueba.

Dayana, contra toda razón, contra todo instinto de autoconservación, deslizó su mano en la de él. Su piel era más caliente de lo que había imaginado, áspera por cicatrices antiguas y suave en el dorso. Un contacto que le quemó por dentro.

Lo que siguió no fue un romance. Fue una posesión.

Una carrera al bosque profundo, donde la luz de la luna sangrante se filtraba entre las ramas como testigo cómplice. Entre los árboles, ya no había manadas, ni rencores, ni nombres. Solo dos lobos que se reconocían como contrarios perfectos. Él la empujó contra el tronco de un roble antiguo, la corteza áspera contra su espalda desnuda, su cuerpo, un bloque de calor y músculo sobre el suyo. Su búsqueda no fue tierna; fue urgente, necesitada. Sus bocas se encontraron no en un beso, sino en una lucha por el aire, por el sabor, por la esencia. Sabía a tormenta y a poder, a hombre y a lobo.

Sus manos recorrieron cada curva, no con delicadeza, sino con reclamo de su propiedad, Hundió sus colmillos en su delicado cuello, marcándola no con dolor, sino con una sensación de pertenencia tan profunda que le arrancó un gemido ronco, ahogado. Él respondió con un gruñido bajo, gutural, que vibró en su pecho y se le metió dentro, un sonido que era a la vez amenaza y promesa.

La luna los bañó mientras se amaban en el lecho de musgo y hojas secas. Fue salvaje y crudo: uñas que se clavaban en espaldas sudorosas, dientes que mordían hombros no para lastimar, sino para saborear, para recordar. Fue íntimo y devastador: susurros entre jadeos, miradas que se sostenían en la penumbra, piel contra piel, latido contra latido, dos almas enredándose en un baile tan antiguo como la luna misma. Dayana recordaba el peso de su cuerpo sobre el suyo, la manera en que sus caderas se movían con una cadencia hipnótica, la sensación de estar completa, poseída, elegida.

LYCAN

Y en lo alto, en sus ojos grises, vio brillar algo que la partió en dos: una promesa. Un futuro. Un reconocimiento feroz y absoluto que le hizo creer, por esa noche, que eran los únicos seres reales en un universo de sombras.

Pero luego llegó el amanecer. La luz grisácea y cruel del día despuntó, barriendo la magia del eclipse. La realidad se impuso con el peso de un hacha: los odios ancestrales, las lealtades ciegas, los colores de las manadas que volvían a diferenciarlos. La cicatriz en el costado de Lycas ya no era un relato de supervivencia, sino una marca de su tribu. La tribu enemiga.

Cap. 2 Dayana, querida.

El hechizo se rompió. Y con la luz del día, llegó el precio de haber danzado con el lobo más peligroso del bosque.

Un emisario de los Garfa Sanguina llegó, buscándola a ella para arrastrarla de vuelta, Dayana era hija de una loba de esa manada, pero ella nunca quiso ser parte, era nómada y no se había sometido. La tregua de la noche había terminado. Lycas, el Alfa, el protector de su manada, se puso frente a ella, pero su mirada ya había cambiado. La duda, la rabia de haber sido "engañado" por una loba de una manada deshonrosa, nubló el recuerdo de lo que habían compartido.

—¿Una Garfa Sanguina? —escupió alguien de su manada, y las palabras cayeron como un latigazo.

Lycas no la repudió, pero el daño estaba hecho. El hechizo se rompió. El hombre, que horas antes la había mirado como a un tesoro, ahora la veía como una amenaza, un error estratégico, una debilidad.

Dayana no esperó a oír la sentencia de sus labios. Con el corazón destrozado y su orgullo herido, huyó. Huyó más lejos de lo que nunca había estado, llevando consigo dos secretos: uno, el nombre de un hombre al que maldecía y anhelaba en igual medida; y otro, la semilla de su hijo, que comenzaba a crecer en su vientre.

En el presente.

La paz fue efímera. Mientras su pequeño, ahora calmado y sonriente, mordisqueaba una galleta en la cocina, una ráfaga de viento entró por la ventana entreabierta.

Dayana se quedó paralizada. El vaso que estaba lavando se le resbaló de la mano y estalló en mil pedazos en el fregadero, pero el sonido ni siquiera la hizo pestañear.

Su loba se erizó de golpe dentro de ella, gruñendo una alerta silenciosa y visceral.

Era un olor.

Una mezcla inconfundible y letal de pino negro, lluvia de montaña y poder alfa crudo. Un aroma que estaba grabado a fuego en su memoria, en su piel, en lo más profundo de su instinto. El aroma que había inhalado esa noche bajo el eclipse, el aroma que pertenecía a un solo hombre en el mundo.

—Lycas —murmuró sin siquiera pensarlo.

No. No es posible. Está a kilómetros de aquí. En sus tierras. Esto es solo… nostalgia, miedo. Se obligó a respirar hondo, tratando de calmar los latidos desbocados de su corazón. El viento juega conmigo. Trae aromas lejanos.

Pero su loba no se calmaba. Al contrario, se agitaba, inquieta y asustada. Era un olor demasiado cercano, demasiado presente.

Al día siguiente, la señal se hizo más tangible. En la única tienda del pueblo, la señora Eulalia, la comadre local cuyo hobby era saberlo todo de todos, le sujetó del brazo con urgencia dramática.

—Dayana, querida, ¿estás bien? —preguntó, sus ojos brillando con la emoción de tener noticias jugosas.

—Claro, señora Eulalia. ¿Por qué lo pregunta?

—Es que anoche llegaron forasteros al motel de la carretera. ¡Pocos, pero con un aire! Dígase lo que se diga, no son gente normal. Hombres grandes, de mirada… intensa. —Bajó la voz a un susurro conspirativo.

—Uno de ellos, el que parece mandar, preguntó por las casas abandonadas de los viejos leñadores, las que están al borde del bosque profundo. Justo por donde tú vives, ¿no? —dijo mirándola con curiosidad, podría ser que Dayana sepa más de ese chisme.

Dayana sintió que la sangre se helaba en sus venas. Las cabañas de los leñadores. El lugar perfecto para una manada de lobos establecerse de manera temporal y discreta. Lejos de miradas curiosas, pero lo suficientemente cerca para rastrear.

—¿Y… y cómo era ese? ¿El que mandaba? —logró articular con la garganta seca.

—¡Altísimo! Moreno, con una cicatriz aquí —la señora se pasó un dedo por el cuello, cerca de su clavícula.

—Y una presencia que… bueno, ¡hacía que a una se le olvidara hasta cómo se llama! Aunque parecía de mal humor, preguntando con esa voz ronca si alguien había visto por aquí a una mujer extraña.

Dayana no oyó el resto. El mundo perdió el sonido. Solo el latido frenético de su propio corazón resonaba en sus oídos. No era su imaginación. No era el viento.

Era él. Lycas estaba aquí. En su territorio. Preguntando por ella. Preguntando por su hijo. El pasado no solo las estaba alcanzando. Ya estaba en el pueblo, y olía su rastro.

Esa noche, Dayana abrazó a su hijo con una fuerza desesperada, sus ojos fijos en la ventana oscura, viendo sombras moverse entre los árboles donde antes solo había paz. Cada crujido de una rama, cada aullido lejano de un lobo real, le erizaba la piel.

La complicada situación había dejado de ser un secreto del pasado para convertirse en una amenaza tangible que olía a pino y tormenta, y que se cernía sobre su pequeña y feliz mentira.

Al día siguiente, una recelosa y nerviosa Dayana fue a su trabajo con un solo objetivo: renunciar e irse inmediatamente. Cada sombra le parecía moverse de forma extraña, cada susurro del viento sonaba como unos pasos acechantes. El aroma a pino y tormenta parecía haberse impregnado en el aire para ella sola.

Su amiga Caterina, que era nada más y nada menos que su amiga más querida, la vio cruzar la puerta e inmediatamente supo que algo andaba muy mal. Caterina era una loba, una Omega al igual que Dayana. Ella también había escapado de su manada, no dispuesta a someterse a los abusos y las humillaciones que su rango conllevaba. Su conexión era un hilo de complicidad y trauma compartido.

En cuanto la vio pálida y con los ojos desorbitados por el miedo, se acercó a ella, rodeándola con un brazo protector.

—Amiga, estás blanca como la cal —susurró, arrastrándola hacia un rincón vacío de la oficina.

—Parece que has visto un fantasma. ¿Qué pasa?

Dayana la miró con los ojos vidriosos, al borde del llanto.

—Cati... —su voz era un hilo quebrado

—Creo que él está aquí. El padre de mi hijo. Nos está rastreando. Debo irme, ¡rápido! —agarró el brazo de su amiga con fuerza desesperada.

—¿Me haces el favor? Préstame tu coche. Iré a tomar un bus al pueblo siguiente. Lo dejaré parqueado ahí con las llaves debajo de la llanta. Por favor, Cati, necesito huir antes del mediodía.

Cap. 3 No puedo pedirte eso...

Su corazón palpitaba con tanta fuerza que sentía que le rompería las costillas. Ya estaba calculando mentalmente: debía cambiarse de apellido otra vez, conseguir documentos falsos nuevos, empezar de cero... de nuevo.

Caterina se puso pálida al instante. No hubo duda, no hubo preguntas. El miedo de Dayana era demasiado real y demasiado familiar. Sintió el eco de sus propios terrores en los ojos de su amiga.

—Sí. Sí, amiga, yo te apoyo —dijo con una firmeza que calmó un poco el pánico de Dayana—. Yo te apoyo.

Mientras hablaba, comenzó a sacar papeles de su escritorio con movimientos rápidos y decididos. Ella siempre había ayudado a ocultar la documentación de Dayana, por si esto pasaba. Estaban preparadas para lo peor. Pero entonces, Caterina hizo algo que Dayana no esperaba: sacó una hoja en blanco y comenzó a escribir con determinación.

—Amiga, no te preocupes. Yo voy contigo —declaró, sin alzar la voz, pero con una convicción inquebrantable

—Te acompaño. No puedes estar sola con el bebé. Mi querido y precioso Óscar no puede estar así, perdido por la vida, huyendo sin red. —la miró, y en sus ojos no solo había angustia, sino una feroz lealtad de loba.

Dayana sintió cómo un torrente de emociones contradictorias la embargaba: el pánico, la gratitud, el miedo a arrastrar a su amiga a su desgracia... Y entonces, las lágrimas que había estado conteniendo cayeron por fin de su rostro. Eran lágrimas de terror, pero también de un alivio abrumador. No estaría sola. En el mundo entero, tenía a una persona que elegía caminar hacia la tormenta a su lado.

Era lo más valioso que le había pasado desde el nacimiento de su hijo.

—No puedo pedirte eso... —logró sollozar.

—No me lo estás pidiendo. Yo lo estoy decidiendo —afirmó Caterina, doblando su carta de renuncia con un gesto seco.

—Ahora vamos. Recogemos a Óscar y nos largamos de este pueblo antes de que ese Alfa impertinente huela que estamos planeando escapar.

Mientras el viejo sedán de Caterina rugía por el camino de tierra, alejándose del pueblo como si llevara al mismísimo diablo en el portamaletas, una figura alta y silenciosa emergió de entre la espesura del bosque que bordeaba la casa de Dayana.

Lycas.

Se detuvo justo en el borde de la propiedad, donde el césped bien cuidado se encontraba con lo salvaje. Su postura era de una quietud inquietante, poderosa como la calma que precede a un tornado. Sus ojos, del color del acero bajo la lluvia, escudriñaron la pequeña casa con las ventanas cerradas. Ya estaba vacía. Lo sabía en el hueso. Lo sabía en la sangre.

Cerró los ojos e inhaló profundamente, permitiendo que el mundo se redujera a un torbellino de información olfativa.

Allí estaba. Ella.

El dulce y embriagador aroma a castaña y miel silvestre que había atormentado sus sueños durante casi cuatro años. Era más tenue de lo que recordaba, domesticado por la vida humana, pero inconfundible. Dayana.

Pero era lo que se entrelazaba con su esencia, lo que le hizo abrir los ojos de golpe, con una furia fría y repentina que hizo que el lobo que llevaba dentro enseñara los colmillos.

Miedo. Un olor agrio, penetrante, a adrenalina pura. El hedor de la presa acorralada. Era el aroma de su huida.

Y junto a él, otro más sorprendente y, para su orgullo de Alfa, infinitamente más irritante: decisión. Un aroma a hierro frío, a voluntad férrea, a desafío. No solo huía. Huía con un plan. Con determinación.

Un gruñido bajo y peligroso surgió de su pecho. ¿De verdad creía que podía escapar de él? ¿Ocultarse de nuevo?

Y entonces, llegó el olor que le partió el alma en dos y reensambló todas las piezas del rompecabezas de una manera brutal y reveladora.

Cachorro.

El aroma era leve, una nota apenas perceptible mezclada con el de Dayana, pero para el olfato de un Alfa, era como una sirena. Dulce, lechoso, inocente. Y llevaba la marca de ambos. Llevaba su marca. Llevaba el poder de los Colmillo Plateado mezclado con la esencia salvaje de ella.

Un hijo. Ella le había ocultado un hijo.

La rabia que sintió entonces no fue caliente, sino glacial. Una ira tan profunda y absoluta que silenció el bosque a su alrededor. Cada músculo de su cuerpo se tensó, listo para la cacería.

Se giró hacia donde dos de sus betas esperaban en silencio, sometidos por el aura de furia contenida que emanaba de su líder.

—Empacaron y se fueron hace menos de una hora —dijo su voz, áspera como la lija, rompiendo el silencio.

—Hay dos vehículos. El de ella huele a pánico y goma quemada —hizo una pausa, y cuando volvió a hablar, cada palabra era un latigazo

—Y huele a mi heredero.

Los betas se pusieron rígidos, comprendiendo la monumental gravedad de esas palabras.

Lycas señaló hacia las dos tenues huellas de polvo que se perdían en el camino.

—Esa —señaló la más débil.

—Es de un sedán, viejo. Huele a otra hembra, a aceite barato y… a lealtad estúpida —despreció el aroma de Caterina con un gesto

—La otra es más reciente, más fuerte. Es una camioneta pickup alquilada. Esa es la distracción.

—Su instinto de estratega no fallaba—. Sigan la pickup. Agoten esa pista. Yo me ocupo del sedán.

Sin esperar respuesta, Lycas se despojó de su camisa en un movimiento fluido. La transformación no fue un estallido de dolor, sino un torrente de poder implacable. Huesos se recolocaron, piel se cubrió de un pelaje grisáceo y plateado, y en segundos, donde estaba un hombre enfurecido, ahora había un lobo enorme, musculoso y con los mismos ojos grises llenos de una tormenta de furia y determinación.

Con una última y profunda inhalación que grabó el rastro del sedán en su mente, el gran lobo Alfa se lanzó al bosque. No seguiría el camino. Tomaría el atajo más directo, el más brutal. Cruzaría montañas y riachuelos en línea recta.

Dayana podía correr. Podía esconderse. Podía tener a toda una manada amiga ayudándola.

Pero ya no importaba. Él había olido la verdad, y ahora olía su miedo. Y ningún ser en este mundo podía esconderse de Lycas, el Colmillo Plateado, cuando había decidido reclamar lo que era suyo.

La cacería había comenzado.

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