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MI JEFE INVIDENTE

EL DÍA

...MI JEFE INVIDENTE es una obra original de IRWIN SAUDADE...

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..."Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, ya sea mediante medios digitales, de audio e impresos sin el consentimiento del autor"....

...Esta es una historia de ficción romántica dramática desarrollada desde la perspectiva imaginaria del autor, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia de que la ficción también revela verdades. ...

...La presente obra es la versión Boys Love de mi otra obra titulada AFABLE, la cual, se encuentra disponible aquí en NovelToon....

...🌻🌻🌻...

El sol caía con una fuerza abrasadora que parecía atravesar mi piel, y todavía ni siquiera era mediodía. Cada gota de sudor que recorría mi rostro se sentía como un recordatorio del calor y de mi impotencia. Estaba terminando de cortar un elote cuando una picazón en la mano me distrajo. Pero no era solo la picazón: la voz de mi padre resonó, rompiendo la tranquilidad de la milpa.

—¡Bruno! ¡Bruno! ¿Dónde estás?

Mi corazón se aceleró. ¿Qué quería ahora? ¿Qué orden imposible traería consigo esta vez?

—Tu papá te está buscando —susurró Sofía, y sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

—Voy… —dije, con la voz apretada, mientras dejaba caer la bolsa de costal sobre mi hombro.

Caminé entre las hojas verdes, sintiendo cada roce como un recordatorio de mi vulnerabilidad. Mi abuelita nos había pedido que recolectáramos los primeros elotes tiernos de la temporada. ¡Qué bendición tener riego! Pensé en eso un instante, intentando aferrarme a algo que me diera paz, pero el sonido de los pasos de mi padre sobre la tierra seca me devolvió a la realidad: estaba atrapado.

Cuando al fin lo vi, la molestia en sus ojos me golpeó más fuerte que cualquier bofetada.

—¿Por qué no me respondes? Te he llamado mil veces y no dices nada. ¡Tenemos que ir a casa!

El miedo se mezcló con la rabia. Sabía perfectamente lo que sucedería si regresaba: perdería una parte de mí mismo, mi libertad.

—Tengo que llevar esto a mi abuelita… ella dijo que… —intenté justificarme, mi voz me temblaba de frustración.

—Tus primos se encargarán de eso. ¡Debemos irnos! Alguien ya te está esperando —me interrumpió, firme, implacable.

El peso de su presencia me aplastaba. La picazón en mis brazos aumentaba, fruto del contacto con las hojas de la milpa, y cada fibra de mi cuerpo deseaba escapar. ¿Pero cómo? ¿Cómo escapar de alguien que me había criado para obedecer la mayoría de sus ordenes ?

Los diez minutos que tardamos en llegar a casa parecieron eternos. Cada paso era un martillazo en mi pecho.

—Es hora de que aceptes. No habrá más explicaciones. Prepara tus cosas. Te vas —su voz era fría, cortante.

Sentí que me faltaba el aire. La angustia me oprimía el pecho como un peso invisible.

—Pero yo no quiero ir a ese lugar… —mi protesta salió entrecortada—. Ya te lo había dicho…

—No te estoy preguntando. ¡Es una orden! —tronó, y mi corazón dio un vuelco—. Ya te había advertido que esto pasaría.

Mi mente giraba en círculos. Tragué saliva, apreté los puños. La rabia y la impotencia se mezclaban en un cóctel doloroso. ¿Por qué me obligaba a esto? ¿Por qué mi voz no valía nada?

—Pero…

—¡Hijo! —intervino mamá—. Obedece a tu padre, es por el bien de la familia. ¡Por favor!

El mundo se me vino encima. ¿Ella también me traicionaba? ¿No había nadie que comprendiera mi deseo de elegir?

—¿Y por qué no puede ir alguien más? Yo no quiero ir allí… —intenté razonar, el nudo en la garganta creciendo—. Mejor que vaya mi…

La bofetada me cortó la frase. El ardor en la mejilla era intenso, pero nada comparado con el dolor que sentía en el corazón.

—No seas malagradecido. ¡Irás por el bien de tus padres! No digas más. ¡Obedece! —su voz era un látigo—. No me gusta que me rezonguen.

Las lágrimas amenazaban con caer, pero luché por contenerlas. El coraje y la frustración bullían dentro de mí, mezclados con un miedo que no sabía cómo nombrar.

—¿Por qué no puedo elegir lo que quiero hacer este verano? No es justo. ¡Odio a esa gente! Solo quiero trabajar con mi abuelita, ahorrar y poder seguir estudiando… Además, ya quedé con ella…

—¡No rezongues más! —otra bofetada, y el aire se me cortó—. Suficiente con haberte dado permiso para ir al bachillerato. No quieres casarte, no quieres ser alfil, no quieres acatar mis órdenes… Ahora estás libre solo para hacer lo que yo diga. ¿Entendido?

Tragué más saliva, cerré los ojos por un segundo y traté de no gritar, de no llorar. Pero algunas lágrimas se deslizaron por mis mejillas, traicionando mi fortaleza.

—Sí… —susurré, aceptando lo que no quería, dejando que la voluntad de otro se impusiera sobre la mía.

—¡¿Sí qué?! —su grito me atravesó como un cuchillo, y sentí un vacío en el estómago.

—Sí, haré lo que me pides —murmuré, sintiéndome reducido a nada, a un objeto sin voz.

Sus ojos sobre mí eran la prueba de que todo mi ser estaba atrapado. La rabia, el miedo, la impotencia… todo se mezclaba hasta volverse insoportable. Me sentía como una propiedad en venta, como si mi corazón y mis decisiones no me pertenecieran.

QUE ABANDONE

—Toma una mochila, mete solo lo esencial y vete. Ellos te esperan en la sala principal de su casa. Tienes diez minutos. ¡Ya están por salir!

¿Diez minutos? ¿Acaso era tiempo suficiente? ¿Por qué todo esto me estaba pasando a mí? Sentí un impulso enorme de escapar. ¿A dónde podría huir? ¡Ni siquiera tenía dinero! Lo había gastado todo en mi ropa de graduación.

—¡Gracias, hijo! Tu padre está un poco estresado, teme que los patrones nos echen de la casa. ¡Tú siempre eres bueno!

Mamá acarició mi mejilla por unos segundos y me abrazó con todas sus fuerzas. ¿Yo “bueno”? ¡Ja! ¡Qué ironía!

Fui a mi habitación, saqué una vieja mochila de estambre y metí una muda de ropa, unos tenis desgastados… ¿y qué más podía llevar? ¡Éramos pobres! Pero sobre mi mesita de noche vi el ramo de flores que había recibido anónimamente hace una semana por mi graduación. Claveles blancos y amarillos, todavía frescos, aun resistiendo.

Decidí que no debía hundirme en la tristeza. Había que buscar un lado positivo.

Corrí al baño y me miré en el espejo. No debía llorar.

Me enjuagué la cara, me puse un poco de la colonia de lavanda de mi padre sobre la ropa, y mi reflejo me provocó un nudo en la garganta. ¿Qué iba a pasar conmigo? ¿Por qué me elegían a mí? ¿Se estaba vengando por mis años de rebeldía? Nuevamente, obligué a mis lágrimas a quedarse dentro.

Monty, mi gato, se asomaba por la ventana. Sus maullidos me recordaron que debía despedirme.

—Tengo que irme. No sé cuándo volveré, pero sé que estarás bien. ¡Eres un canijo muy abusado!

Lo abracé con todas mis fuerzas, sintiendo un dolor sordo en el pecho.

Salí al patio de nuestro jacal.

—¡Estoy listo! —Exclamé a mi padre, que estaba juntando hojas secas.

Asintió y me abrazó con fuerza.

—Gracias por obedecer. Perdona mi enojo, pero a mí tampoco me gusta que te vayas. ¡Lo haces por el bien de nuestra familia! No lo olvides.

Asentí, mi enojo se desvaneció. ¿Qué otra opción tenía? ¿Qué estaba por acontecer conmigo? ¿Por qué mi padre no podía controlar sus vicios y deudas para evitar tanto sufrimiento?

Entramos por la puerta trasera que daba a la cocina, caminamos por el pasillo y, al llegar a la sala, allí estaban los patrones, sentados en el sofá de piel.

La mujer se levantó al verme, se acercó, puso sus manos sobre mis mejillas y me besó en la frente.

—¡Gracias! —dijo, conmovida.

Su esposo se levantó, me examinó y puso la mano sobre mi hombro.

—Estarás bien. No te preocupes, no te haremos daño —dijo el jefe.

No sabía qué decir. Dentro de mí, el deseo de no dejar a mi abuelita era fuerte, y todo esto era confuso y aterrador.

—¿Necesitan algo más en lo que pueda ayudarles? —preguntó mi padre.

—No. Puedes retirarte a tus labores, tu hijo está en buenas manos.

Mi padre no dijo nada más. Se fue, y una punzada de tristeza me atravesó. ¿A él también le dolió no despedirse? Porque a pesar de todo, era mi padre, y yo lo quería.

—Es hora de irnos —dijo el amo.

Subí al auto sintiéndome incómodo y mareado por el humo de cigarro. ¡Asco! Me arrepentí de no haber huido.

—¿Estás nervioso? —preguntó ella, con curiosidad.

—No. Me siento bien —mentí, mientras un nudo de tristeza me apretaba el estómago.

—Estarás bien. ¡No te preocupes! Serás de mucha ayuda para Nicolás.

¿Nicolás? ¿Quién era él? Aún no entendía adónde me llevaban ni a quién conocería. Papá dijo que los jefes me necesitaban para algo importante, pero todo era confuso.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó el jefe.

—Acabo de cumplir dieciocho.

—¡Perfecto! Mi hijo te lleva diez años. ¡Tú tienes más vigor que él!

¿Más vigor que él? ¿Su hijo? ¡¿Qué rayos estaba pasando?!

Dos horas y media después, llegamos a un fraccionamiento de lujo en la ciudad. De mi pueblo a este lugar… ¿por qué yo?

—¡Hemos llegado! —dijo él.

—No te preocupes por tus pertenencias, si necesitas algo, pídelo a Iker. Él se encargará de tus cosas —explicó ella.

Los vigilantes saludaron al amo, el viento golpeó mi rostro y un miedo profundo me recorrió. Estaba muy lejos de casa. Mi corazón dolía.

Subimos las escaleras de la casa y nos detuvimos frente a una puerta de madera. Al entrar, allí estaba él: Nicolás, de pie junto a la ventana abierta, su espalda ancha y estatura imponente.

—¿Quién es? —preguntó, con voz firme y atractiva, como de caballero de película.

—Hijo, hemos venido a verte —respondió su padre.

Nicolás guardó silencio, dándonos la espalda.

—¿Se irán pronto? —dijo, de manera grosera.

—Saldremos del país un tiempo, pero necesitamos que alguien te ayude con tus cuidados —explicó su madre.

—¿Alguien para mis cuidados?

—Así es. Él estará aquí contigo —dijo el padre, señalándome.

—¿Él? ¿Contrataron a un nuevo mozo para mí? —Nicolás no se digna a mirarme.

¡No puede ser! Me habían obligado a venir para cuidar a este engreído altanero. ¡Qué absurdo!

—Está bien, nos iremos ya —dijo el amo.

—Ven con nosotros —me pidió la esposa.

Mis nervios disminuyeron un poco al salir de la habitación. Bajamos a la planta baja.

—¿Cómo te sientes? —preguntó el amo.

—Me siento bien —mentí de nuevo.

—¡Cuida bien de mi hijo! Ayúdalo a sentirse a gusto. ¿De acuerdo?

¿Qué opción tenía?

—Sí, señor. Lo intentaré, aunque no entiendo por qué necesitaría mi ayuda. Su hijo parece estar bien.

Ambos padres mostraron sorpresa.

—Acaba de ser operado. Por eso necesitamos que lo cuides —dijo la madre.

¿Operado? ¿De qué?

—Si necesitas algo, pregúntale a Iker. Él ya preparó tu habitación —dijo el amo, con autoridad.

—Está bien. Gracias.

—Nos vamos. Gracias por tu ayuda. Mi hijo tiene un carácter difícil, espero que lo comprendas —dijo la esposa.

Asentí. Esto tampoco sería fácil para mí.

Salieron, el portón se cerró, los guardias tomaron sus posiciones y yo… estaba completamente solo y lejos de casa. Mi corazón dolía como nunca antes.

MI CASA

—¿Necesitas algo? —llamó Iker, llamando mi atención.

El hombre a cargo era de estatura promedio, un poco robusto y con un acento norteño.

—No sé… yo… no se me ocurre qué podría necesitar. Acabo de llegar.

Me examinó con la mirada, evaluando cada detalle.

—¿Qué talla eres?

—¿Talla?

—De ropa. Comenzaremos por eso. El amo me pidió que te atendiera bien.

¿“Atenderme bien”? ¡Ni que fuera alguien importante! ¿O sí?

—Talla chica.

—¿Número de zapatos?

—Cuatro.

—Perfecto. Iré al centro comercial.

—¿Te irás justo ahora?

—Sí.

—Pero…

—¡Tranquilo! Uno de los guardias se quedará haciendo vigilancia. Tú solo cuida de Nicolás. Él aún no desayuna; quizá no quiera bajar al comedor, así que súbele su comida.

¿Cuidar de Nicolás? ¿De qué lo habían operado? El tipo parecía no necesitar de nadie, y su actitud me provocaba repulsión. ¡Ese fue mi primer estereotipo sobre él!

—De acuerdo. Veré qué puedo hacer con el tal Nicolás.

Noté un gesto curioso en el rostro de Iker. Al final, asintió sonriendo.

—Tu habitación está en la planta alta, junto a la de Nicolás.

—Genial. Gracias por decirme.

—Regreso pronto. Si necesitas algo, puedes llamarme.

—Ah, pero no tengo tu número y tampoco celular.

Se sorprendió.

—¿Neta que no tienes celular?

—Sí. No tengo celular.

Pareció incrédulo.

—Bueno, te conseguiré uno. No tenemos teléfono fijo en la casa, ¡pero eso es lo de menos!

—¿Crees que no habrá problema en que me compres un celular?

—Claro que no hay problema. Mientras tanto, siéntete bienvenido en esta casa.

Iker se fue segundos después. Escuché cómo se abría el portón, cómo la camioneta arrancaba y se cerraba. ¡Me quedé solo en la sala! Me sentí extraño, completamente fuera de lugar.

Dentro de la casa reinaba un silencio profundo. Dejé mi mochila en un sillón, fui a la cocina, me lavé las manos y me dirigí a subir el desayuno a Nicolás. ¡No tenía otra opción!

Huevos revueltos con chorizo, tortillas calientes, un termo con café y pan. ¡Se veía delicioso! Ojalá pudiera desayunar así todos los días.

Tomé la charola y subí las escaleras. ¿Cómo era posible que ya estuviera de mozo, si esta mañana aún cortaba elotes en la milpa? ¡Changos! La vida se movía demasiado rápido conmigo.

Mi corazón latía con fuerza, casi podía escucharlo en altavoz. ¡Rayos! Me detuve antes de entrar, respiré hondo, conté hasta tres y me obligué a seguir. Debía ser decidido: el tal Nicolás necesitaba mi ayuda.

Entré a su habitación.

—¡Es la hora del desayuno! —intenté sonar animado.

Nicolás seguía recargado en la ventana, disfrutando del aire. Su espalda me molestaba, su silencio era irritante. ¡Mono engreído!

—¿Quién eres? —preguntó finalmente.

—Mi nombre es Bruno. ¡Mucho gusto!

—¿Bruno?

—Sí. Estoy aquí para cuidarte. Eso me dijeron tus padres.

Pareció reír ligeramente. ¿Por qué?

Seguía de espaldas, y noté un nudo de tela color café en su nuca. Sostuve la charola con la comida, tratando de no titubear.

—Eres el nuevo mozo.

—No. Solo vine a hacerte compañía y cuidarte.

—¿Cómo podrías cuidarme?

—Por lo pronto, te traje el desayuno. ¿Tienes hambre? Iker me dijo que aún no…

—¿Por qué no me hablas de usted?

Su pregunta me desconcertó. ¿Hablarle de usted? ¡Ni que fuera viejo!

—No eres un viejito. Ya sabes… —respondí rápido—. Lo único de viejito que podrías tener es ese carácter amargado.

—¿Amargado?

—Esa es la impresión que me das.

—Yo no soy amargado. ¡Soy el alma de la fiesta!

—También siento que eres un poco engreído.

Se quedó en silencio unos segundos. ¿Le molestó mi sinceridad?

—Cierra los ojos y no digas nada —ordenó.

¿Cerrar los ojos? ¿Callarme? ¡No tenía sentido!

—Pero…

—Cállate y cierra los ojos —fue más autoritario.

—No. ¡Yo no voy a hacer eso!

—Intenta caminar hasta la ventana con los ojos cerrados. Así podrías cuidarme ahora.

¿Cuidarle con los ojos cerrados? ¡Estaba loco!

—¿Estás bien? —pregunté, sin disimular mi asombro.

—No muy bien. ¿Me vas a obedecer o no?

Supuse que no perdía nada intentándolo.

—Está bien. Lo intentaré.

Puse la charola sobre la cama, suspiré y cerré los ojos. Todo se volvió oscuro, y empecé a girar en dirección a la ventana. Avancé lentamente, con las manos al frente.

—¿Ya llegaste a la ventana? —parecía ansioso.

—Casi… a lo mejor ya casi llego.

—¿De verdad cerraste los ojos?

Choqué con algo, usé las manos para palpar y sentí el borde de la ventana; mi brazo derecho rozó su brazo izquierdo.

—Sí. Los tengo cerrados.

—¿Me estás mintiendo?

—No. ¿Por qué mentiría?

El viento golpeó nuestras caras. Era agradable.

—Toma mi mano y llévala hasta tu rostro.

Su petición me desconcertó.

—¿Tomar tu mano?

—No tengas miedo, yo también me estoy acostumbrando a esto.

¿Acostumbrarse a qué?

Busqué su mano, y al tocarla sentí calidez. La llevé hasta mi rostro, y el contacto me hizo sentir… extraño.

Él empezó a palpar mi rostro suavemente, con un tacto que me provocó sensaciones que no esperaba.

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