En letras chuecas y gordas, con marcador rojo robado de alguna papelería, alguien dejó su firma en un muro descascarado del puente de Circuito Interior, a la altura de La Raza:
«La Gaby tiene las nalgas más chidas de la colonia.»
Nadie supo quién lo rayó, pero ahí quedó, insolente, retando al tiempo y a los polis que nunca lo borrarían.
Arriba, el águila de bronce que corona la glorieta lo miraba desde hacía décadas, callada, como si hubiera visto mil historias iguales y supiera que no era la última.
Un poco más abajo, justo en la sombra que proyectaban los pilotes del puente, estaba él:
Cabello corto al ras, casi militar. Chamarra Levi’s negra, deslavada de tanto uso. Ray-Ban oscuras que escondían su mirada y un Marlboro a medio fumar colgado en la comisura de los labios. Tenía la pinta de malandro, aunque ni siquiera lo necesitaba; el porte lo delataba solo.
Su sonrisa, cuando aparecía, era de esas que te desarmaban en seco. Pero casi nadie la había visto.
En el tráfico, el semáforo mantenía en fila india a los carros como si fueran caballos en carrera. Un Chevy verde botella, un Jetta blanco con calcomanía de los Pumas en el vidrio trasero, un Vocho escupiendo humo azul, y hasta una Voyager familiar que se tambaleaba con cada cambio de luz.
En un Mercedes 200 viejo, polarizado, una mano femenina insertaba un disco pirata en el estéreo. El logo de Pioneer parpadeaba en azul mientras una voz ronca llenaba el auto: Caifanes, “Afuera”. La rola vibraba entre los asientos, y por un momento todo se sintió distinto.
Ella iba en el asiento delantero, cabello rubio cenizo que le caía a medias sobre el cuello, perfil delicado pero firme, ojos claros que parecían mirar más allá del vidrio. De atrás, su hermana menor chillaba:
—¡Pon el de Eros Ramazzotti, órale! ¡Ese ya me lo sé de memoria!
Ella solo apretó los labios, resignada.
En ese instante, el cigarro del tipo de la sombra cayó al suelo, aplastado con un movimiento rápido de sus dedos. Ajustó sus Levi’s 501 y se subió a su moto: una Honda azul que rugía como bestia suelta. Entre cambios de clutch con su tenis Adidas y el sonido del escape, se lanzó al río de coches como si la ciudad entera fuera su pista.
El sol comenzaba a calentar el asfalto, prometiendo un día pesado. Ella iba a la prepa; él ni siquiera había dormido la noche anterior. Solo un martes cualquiera en la CDMX, pero ese cruce cambiaría las cosas.
Rojo.
Ella bajó un poco la ventanilla. Él se detuvo justo al lado, el ruido de la moto vibrando contra el vidrio. La miró con descaro.
—¡Hey! —dijo con voz ronca, ladeando la sonrisa.
Ella volteó, sorprendida. El viento le levantó un mechón que le descubrió el cuello.
—¿Te late dar la vuelta conmigo? —le soltó, sin miedo, apoyado en el manubrio.
—No, voy a la escuela.
—Pos chíngate a la escuela, te recojo más adelante.
Ella forzó una sonrisa educada, pero fría.
—Perdón… me equivoqué de respuesta. No me late.
—Te divertirías conmigo, morra.
—Lo dudo.
—Yo te resolvería tus broncas.
—Yo no tengo broncas.
Él rió, incrédulo.
Verde.
El Mercedes arrancó dejando atrás la moto y la sonrisa insolente. En el asiento delantero, su papá —un señor bigotón de traje barato— la miró por el retrovisor con desconfianza:
—¿Y ese vago quién era? ¿Un conocido tuyo?
—No, papá, solo un imbécil… —respondió ella, intentando sonar tranquila.
El Mercedes avanzó apenas unos metros cuando la Honda volvió a aparecer a su lado. Él, sin miedo, se recargó con la mano izquierda en la ventanilla y con la derecha aceleró lo suficiente para que el rugido de la moto se escuchara dentro del carro. El papá frunció el ceño, apretando más el volante.
—¡¿Qué le pasa a este loco?! —gruñó—. Se va a matar… o nos va a matar.
—Tranquilo, papá —dijo ella, y se inclinó hacia la ventana—. Yo me encargo.
Se giró hacia el motociclista, decidida.
—¿Oye, no tienes nada mejor que hacer?
—Nel —contestó él con una sonrisa torcida.
—Pues búscate algo.
—Ya encontré —dijo, sin despegar la vista de ella—. Me gustas tú.
—¿Se puede saber qué quieres?
—Darte una vuelta. Mira, te llevo hasta la Olímpica, nos echamos unas vueltas a todo gas y después te invito unas quesadillas en el puesto de la esquina. Luego te dejo en tu escuela, derechito, lo prometo.
Ella se rió con sarcasmo.
—Tus promesas deben valer menos que un boleto del metro roto.
Él alzó las cejas, divertido.
—Eso sí, tienes razón. Pero ya ves, me estás conociendo. La neta, te gusto, ¿a poco no?
Ella soltó una carcajada y negó con la cabeza.
—Ya estuvo, ¿no? —sacó de su mochila Nike un libro maltrecho y lo abrió sobre las piernas—. Yo sí tengo cosas serias de qué preocuparme.
—¿Como qué? —preguntó él, curioso.
—Un examen de latín.
—¡Ja! Yo pensé que ibas a decir… sexo.
La sonrisa de ella desapareció. Se giró de golpe, molesta.
—Quita la mano de la ventanilla.
—¿Y dónde quieres que la ponga?
Ella apretó el botón del vidrio eléctrico.
—No puedo decírtelo, mi papá está aquí.
La ventanilla subió poco a poco. Él esperó hasta el último segundo, hasta que el vidrio casi le rozó los dedos, antes de soltar.
—Nos vemos, güerita.
Ella ya iba a responder con un seco “no”, pero no alcanzó: él dio un giro brusco, metió segunda y la Honda se perdió entre los coches con un rugido que se mezcló con el claxon de un microbús y la voz chillona de un vendedor ambulante que ofrecía chicles en el crucero.
El Mercedes siguió su camino, más calmado, rumbo a la prepa.
—¿Sabes quién es ese? —dijo de repente su hermana menor, asomando la cabeza entre los asientos delanteros—. Le dicen Diez… y no por guapo, sino porque siempre saca puro diez, matrícula de honor.
—A mí me parece un idiota —respondió ella, cortante.
Volvió a bajar la vista a su libro, concentrándose en las declinaciones del ablativo absoluto. Pero después de un par de líneas dejó de leer y miró hacia afuera, distraída por el reflejo de la ciudad en el vidrio: los rótulos deslavados de las tlapalerías, un mural de luchadores en la barda de una vecindad, los puestos de jugos sacando humo de las planchas.
¿De verdad el latín era su único problema? ¿Y si ese tipo tuviera razón, aunque solo fuera un poco?
Sacudió la cabeza, regresó a su libro y se obligó a seguir leyendo.
El Mercedes dio vuelta a la izquierda hacia la entrada de la preparatoria.
—Sí, yo no tengo problemas —se dijo en voz baja—. Y no lo voy a volver a ver.
Lo que no sabía era que estaba equivocada. Muy equivocada. Sobre las dos cosas.
La luna, redonda y pálida, se colaba entre las ramas del fresno de la vecindad, iluminando el patio central. Desde la ventana de un departamento cercano salía una rola lenta de Caifanes, casi apagada, mezclada con el olor a garnachas de la calle.
Más abajo, el rectángulo blanco de una cancha de fut rápido brillaba bajo la luz artificial, mientras la alberca comunitaria, vacía y cuarteada, esperaba con paciencia la llegada del verano.
En el primer piso, frente a un espejo manchado de rimel seco, estaba Mariana. No muy alta, piel clara que parecía siempre rozada por el sol, y unos ojos azul grisáceo que destacaban en medio de su cabello teñido de rubio. Se veía indecisa, con un montón de ropa tirada en la cama y los cajones abiertos como si los hubieran asaltado.
—¿Te vas a poner la camiseta negra del tianguis? —gritó Daniela desde el cuarto contiguo.
—No sé —contestó Mariana, mordiéndose el labio.
—¿Y los pantalones azules Levi’s falsos, los que compramos en Tepito?
—Tampoco sé…
—¿Y las mallas que te regaló la tía?
Daniela apareció en la puerta, con una paleta Payaso a medio terminar en la mano. Entró pisando un par de Converse gastados que estaban tirados en el piso, todos de la misma talla 4.
—¡No! Eso no te lo pongas, me encanta cómo se me ven a mí.
—Pues me los voy a llevar de todos modos.
Mariana se levantó de golpe, plantándose con las manos en la cintura.
—Lo siento, pero nunca me los he puesto…
—¡Pues ya te hubieras animado antes! —replicó Daniela con picardía—. Ahora me los dejas bien aguados.
—¿Y qué? —Mariana se defendió, con ironía—. Tú me dejaste toda chueca mi falda azul de mezclilla.
—Esa la aflojó el güey con el que saliste, ¿no? —soltó Daniela con malicia, alzando una ceja.
Mariana tragó saliva y evitó la mirada de su hermana.
—Ay, Xime, casi ni pasó nada.
—Ajá, sí cómo no… por algo ya no me queda igual la falda.
—Pura finta, Dani. ¿Qué te parece esta blusa rosa debajo de la chamarra de mezclilla?
—¡No cambies de tema! Cuéntame qué pasó con ese tal “Chucho el Brandelli”.
Mariana suspiró, dándose cuenta de que su hermana menor no iba a soltarla.
—Bueno, ¿te acuerdas que le dije a mamá que iba a estudiar con la Pao?
—Sí… ¿y?
—Pues en realidad me fui al cine con Chucho.
Daniela abrió los ojos, incrédula.
—¡¿Y?!
—Nada, la neta ni la película estaba buena ni él tan interesante.
—Ajá, pero ¿y mi falda?
Mariana sonrió nerviosa, jugando con un mechón de su cabello.
—Pues mira, la peli llevaba como diez minutos y ese güey no dejaba de moverse en la butaca. Yo pensé: “No es la incomodidad, este cabrón ya quiere pasarse de lanza.” Y sí, poquito después se corrió hacia un lado y me pasó el brazo por los hombros…
Daniela la miraba entre sorprendida y emocionada, como si le estuviera contando un chisme de novela de Televisa.
—¿Y luego?
—Luego nada, me dio flojera y mejor me puse a ver la peli.
Se hizo un silencio, roto por el rugido de un microbús que pasó por Insurgentes, lleno de luces verdes en el tablero, con el letrero de “Perisur – Metro Hidalgo” parpadeando.
Mariana cambió de tema de golpe, señalando una prenda en la cama.
—¿Y si me pongo el vestido verde con botones enfrente?
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