Mucho antes de que reyes y emperadores se adueñaran de los tronos del continente, en un tiempo en que el continente estaba lleno de densos bosques y castillos hechos más de miedo que de piedras, existía un reino que la historia dejó de lado y que los libros no mencionan: Arcadia de Occidens.
En los profundos valles cubiertos de bruma, rodeado de antiguos árboles y montañas que parecían tocar el cielo, reinaba un rey famoso por su sabiduría, pero también por su arrogancia: Licaón de Arcadia. Se decía que tenía la habilidad de hablar con los lobos como si fueran amigos, que comprendía los secretos del fuego sin pedir ayuda a los dioses, y que en su mesa los manjares eran tan osados como los pecados. Sin embargo, fue su ambición lo que selló su destino.
Cuando Zeus, el último dios que caminaba entre los humanos, llegó disfrazado como un viajero para probar su hospitalidad, Licaón le ofreció una prueba de su poder: carne humana en una copa de plata, la sangre de su propio hijo presentada como reto. Zeus no alzó la voz. No lanzó rayos ni destruyó el palacio. En lugar de eso, lo condenó a una eternidad en la que se debatiría entre la razón y la barbarie.
—No mereces morir, Licaón. Te mereces vivir… como lo que llevas en el corazón —fue lo que pronunció como sentencia.
Esa noche, bajo una luna roja, Licaón gritó por última vez como ser humano y aulló por primera vez como lobo. Su carne fue desgarrada. Sus huesos se transformaron. Su alma fue hecha pedazos. Y así surgió el primer hombre lobo.
La maldición no concluyó con él. Su descendencia —hijos, nietos, bastardos— quedó marcada. Algunos se transformaron heredando esta condición. Otros por la rabia. Todos por la sangre. Pasaron los años. Imperios aparecieron y desaparecieron. La humanidad olvidó a los dioses… pero los lobos no lo hicieron.
Uno de los descendientes de Licaón brilló entre los demás: más fuerte, más sabio, más feroz, pero letal cuando teína que defender a su especie, cuido de los suyos, lo purificó con fuego y prometió que nunca serían prisioneros de sus instintos ni de la humanidad. Tomó el nombre de León de Occidens y fue aclamado como Lobo Supremo. Desde entonces, los hombres lobo de pura sangre buscaron refugio en las montañas, reinando en las sombras y manteniendo un delicado equilibrio con los reinos humanos. Pactos. Tratados. Matrimonios organizados. Sin embargo, existía una ley que no se podía quebrantar:
“El heredero del Trono Lunar podrá gobernar únicamente si su alma está unida a una loba de sangre pura. No mordida. No humana. No contaminada.”
Así empezaron siglos de vigilancia y caza, de resguardo y secreto. Muchos olvidaron la razón de dicha ley. Otros solo recordaban que no debía ser quebrantada.
Sin embargo, la diosa Luna, que había decidido el destino de Licaón y de aquellos que lo siguieron, seguía presente. Miraba. Esperaba. Y en silencio, tejía una nueva historia.
Una historia que empezaba con una niña.
Una princesa nacida en un lugar llamado Edmon, distante de las montañas donde dominaban los lobos. Su nombre era Elena. Hija de una mujer sin conocimiento de que provenía del linaje de la Luna. Nieta de una mujer que había amado a un hombre lobo y había mantenido su secreto muy bien guardado en su corazón. Elena se desarrolló entre piedras, rodeada de libros, espadas y anhelos que no eran aceptados en la corte. Era distinta. Nadie lo comprendía plenamente, ni siquiera ella misma.
Su cabello blanco como la nieve, que comenzó a crecerle a los trece años, fue el primer indicio. Sus ojos, en ocasiones, relampagueaban en la oscuridad. Tenía instintos agudos. Su fuerza era extraordinaria. Sin embargo, los sanadores afirmaban que era solo el resultado de una inusual enfermedad infantil.
Nadie imaginaba que el destino ya había comenzado a moverse.
Porque al otro lado del continente, en el Reino Oculto de Occidens, el nieto del Lobo Supremo, Kael, también sintió la llamada. Desde su infancia, comprendió que llevaría la corona. Y también entendió que tenía que hallar a su luna… su otra mitad. Su loba de sangre pura.
Buscó durante meses. Visitó clanes, exploró territorios prohibidos. Pero su lobo, Kan, permanecía agitado. Nada le daba satisfacción. Nada lo tranquilizaba. Hasta que un día, percibió un olor diferente en un mercado humano…Elena.
El resto de la historia aún se está escribiendo. Pero los ancianos ya susurraban entre ellos. Los sabios habían desempolvado los libros más antiguos. Porque cuando Zeus maldijo a Licaón, también anunció una profecía:
"Un día, los elegidos unirán a licántropos y humanos, rescatando a su especie de la extinción. Porque la ambición de algunos desatará una guerra que solo aquellos marcados por la diosa Luna podrán evitar. "
Y ahora, el mundo temblaba ante la sospecha de que esa profecía estaba a punto de hacerse realidad. Los clanes estaban inquietos. Los reinos humanos comenzaban a dudar. Y en medio de todo esto… una joven princesa empezaba a darse cuenta de que lo que ardía en su sangre no era fiebre, ni magia, ni locura… sino herencia.
La herencia de la Luna.
KAEL REY ALFA.
El viento soplaba con fuerza en las montañas de Occidens, levantando remolinos de hojas secas y anunciando el final del otoño. Desde las almenas del castillo, Kael contemplaba el horizonte con mirada tranquila, aunque su corazón estaba inquieto. Bajo la armadura, su pecho se sentía pesado. Sabía que había llegado el momento.
Había dedicado años a prepararse para el liderazgo, pero las viejas tradiciones no le permitían reclamar el Trono Lunar hasta que encontrara a su compañera: una loba de linaje puro. Una conexión de alma. Una unión marcada por la diosa Luna.
Sin embargo, hasta ese instante, no había sentido nada. Ese era el dilema que lo carcomía.
Pocos días antes, su abuelo, el poderoso León de Occidens, lo había citado al salón del trono. El anciano, imponente incluso en su vejez, lo miró con ojos que habían presenciado siglos de guerras y pactos rotos.
—No puedes gobernar solo, Kael —dijo con gravedad—. Sin ella, tu sangre será fuerte, pero tu alma quedará incompleta. Y un rey incompleto. . . es un riesgo que no podemos afrontar.
Kael no discutió. Desde su infancia, sabía que el deber estaba por encima del deseo. Había aprendido a obedecer, a luchar y a esperar su destino.
Esa misma noche partió con un grupo reducido: cinco guerreros leales, hermanos en la lucha, lobos como él. Derek, su beta y amigo de la infancia, lideraba el grupo. Cruzaron los fríos caminos del norte, dejando atrás la seguridad del castillo y la calidez del hogar. Su destino era el reino de Tharnes, donde una de las antiguas familias de licántropos de sangre pura había criado a su hija como candidata al trono.
—¿Estás seguro de esto? —preguntó Derek mientras cabalgaban por un sendero cubierto de escarcha—. Esa familia es conocida por su ambición.
—No tenemos opción —respondió Kael sin apartar la vista del camino—. Si la diosa no me guía hacia otra, debo intentarlo.
El castillo de Tharnes se veía entre colinas como una joya oscura. Torres de mármol rojo, estandartes dorados y fuentes decoradas con estatuas de lobos danzantes. Todo parecía excesivo, una muestra de poder más que de tradición.
Los recibieron con ceremonias y banquetes. Músicos tocaban melodías solemnes, nobles se inclinaban y los sirvientes traían bandejas rebosantes de carne asada, frutas exóticas y vinos espumosos. Pero Kael se sentía ajeno a todo eso.
Fue en esa primera cena que la vio.
Lady Maurell.
Hija del monarca de Tharnes. De sangre noble. Destacada por su atractivo y habilidades. Poseía una figura elegante, un rostro perfectamente moldeado y ojos verdes como la selva vibrante. Su cabello, negro como la oscuridad, caía en suaves ondulaciones hasta su cintura. Caminaba con la confianza de alguien que sabe que todos la observan. Pero, a pesar de esto. . . Kael no sintió nada.
Nada. Ni un leve latido en su corazón. Ni un sonido de Kan, su lobo interno, solo manifestó una sutil molestia, como si su presencia en vez de agradarle lo incomodara, cuando esta se le acerco su olor lo hizo retroceder.
—Mi lord Kael —dijo ella, haciendo una inclinación con cortesía bien medida—. Es un privilegio tenerlo finalmente con nosotros.
—El privilegio es mío, Lady Maurell —respondió Kael, devolviendo la reverencia, pero se mantuvo distante.
Durante los días siguientes, Maurell hizo esfuerzos por captar su atención. Asistía a las sesiones de entrenamiento, organizaba paseos privados y le enviaba regalos a sus aposentos. Cada frase que decía era cuidada, cada sonrisa intencionada.
—¿Te gusta el castillo? —le preguntó una tarde mientras paseaban por los jardines.
—Es… diferente —respondió Kael, observando los arbustos cortados en forma de lobos.
—Lo diferente puede ser positivo —Dijo acercándose peligrosamente—. A veces, un poco de lujo ayuda a olvidar las responsabilidades.
Kael la miró por un momento. Sus ojos eran bellos, pero no provocaban nada en él. No había conexión. Ninguna señal.
—Las responsabilidades no se olvidan. Se llevan a cabo —declaró.
Esa noche, todo se volvió caos.
Kael estaba en su habitación, revisando un viejo mapa de caminos que lo llevarían más allá de las fronteras. Estaba sin camisa, y la luz de la luna iluminaba su torso. Sus pensamientos vagaban lejos, cuando la puerta se abrió de repente.
Maurell entró. Llevaba una bata de seda negra, suelta y reveladora. Estaba descalza, sus labios pintados de rojo y una sonrisa provocativa.
—He venido a conocerte mejor —susurró, cerrando la puerta detrás de ella.
Kael permaneció inmóvil.
—Tenemos un vínculo, Kael. Lo sabes. Todos lo saben. Vas a ser rey, y yo puedo ser tu reina, tu luna.
Se acercó y puso una mano sobre su pecho. Su piel era cálida, pero su contacto le dio un frío.
—Podríamos empezar ahora. . . si así lo deseas —susurró, acercando su rostro al de él.
Kael le tomó la muñeca. No con rudeza, pero sí con firmeza.
—No vuelvas a hacer esto —habló en un tono serio—. No eres mía, ni yo soy tuyo. Y si alguna vez lo fuéramos, no sería de esa manera.
Ella se apartó, ofendida. Fingió sorpresa, pero sus ojos mostraban un orgullo herido.
—¿No soy suficiente para ti? ¿No soy lo que esperabas?
Kael retrocedió.
—No es eso. Simplemente, no eres ella.
La dejó allí. Salió de la habitación sin mirar atrás.
Esa misma noche, antes de que el sol saliera, Kael y sus hombres se marcharon. No dejó ni una nota ni una explicación. Solo dejó una rosa negra —que representaba a Occidens— marchita sobre la mesa.
Al enterarse de esto, el rey de Tharnes vociferó el nombre de su hija, lleno de furia. Comprendía lo que esa rosa significaba: una gran humillación. El agravio al heredero de Occidens podría tener graves consecuencias. Castigó a su hija por su osadía y ordenó que se enviaran regalos al castillo del Lobo Supremo como acto de disculpa.
Mientras tanto, Kael avanzaba a caballo bajo la luz de la luna. Derek se acercó a él, rompiendo el silencio nocturno.
—¿Qué hacemos ahora?
—Ahora, continuamos —respondió Kael—. Ella no está aquí. . . pero sí en algún lugar. Kan lo sabe.
—¿Y si nunca se presenta?
Kael levantó la vista al cielo. La luna resplandecía intensamente, como si lo estuviera escuchando.
—Se presentará —susurró—. Y cuando lo haga, no tendré que buscar señales. La percibiré… como si siempre hubiera estado a mi lado.
Los picos helados al norte se erguían como colmillos en el cielo gris. El viento traía consigo la esencia indómita de Freedon: hielo, leña en llamas y el antiguo olor de la magia. Era un territorio de linaje antiguo, donde los licántropos no se escondían, sino que gobernaban abiertamente como líderes y sabios. En este lugar, las brujas caminaban junto a los lobos, protegidas y admiradas. Un entorno sin disfraces.
Kael llegó sin ceremonias ni banderas. No traía obsequios ni caravanas. Solo contaba con sus cinco hombres de confianza y el peso de un destino incierto. Los guerreros de la montaña lo recibieron con respeto solemne: breves inclinaciones de cabeza, gruñidos de aprobación y la sugerencia implícita de que cualquier insulto sería respondido con sangre.
El castillo de roca parecía esculpido directamente de la montaña. Runas ancestrales brillaban con una luz azulada en las paredes. Cada piedra guardaba una historia, cada fisura, una leyenda. Allí lo aguardaba el rey Erik Hamersson, apodado el “Lobo del Hielo”. Su mirada era firme, su figura todavía robusta, aunque hilos plateados comenzaban a asomar en su frondosa barba.
—Te doy la bienvenida a Freedon, Kael de Occidens —dijo el rey con voz profunda—. Eres un invitado bajo mi techo, y, por lo tanto, aquí nadie te levantará la mano. Aunque no puedo prometer que no lo intenten.
Kael realizó una ligera inclinación de cabeza, aceptando las reglas de la situación.
—Valoro tu bienvenida. No he venido a incitar conflictos.
—No —interrumpió el rey, elevando una ceja—. Has venido en busca de una alianza. Y tal vez… por una Luna.
El murmullo de los presentes pronto inundó la sala.
Fue entonces cuando la vio. Freydis, la hija del rey.
Su presencia era como una llamarada en medio del frío. Llevaba cuero oscuro, con trenzas adornadas con hilos plateados que brillaban con su movimiento. Su cabello rojo caía sobre sus hombros como fuego líquido, y sus ojos —un rojo fuego— parecían comprender más de lo dicho. Era belleza y riesgo. Atractivo y provocación.
—Kael de Occidens —dijo, inclinándose con elegancia—. Te he esperado desde que aprendí a escuchar a los ancestros.
Kael levantó una ceja.
—¿Y qué fue lo que dijeron esas voces?
—Que un día, tu sangre probaría la mía —respondió ella, esbozando una sonrisa tan dulce como mortal.
Desde entonces, Freydis se convirtió en una sombra que no perseguía, pero que nunca se alejaba demasiado. Era astuta. Le hablaba de leyendas olvidadas, lo ponía a prueba en entrenamientos con espadas dobles, reía sin reservas y se sentaba a su lado en los banquetes sin pedir permiso.
Kael, por su parte, no podía negar su atractivo. Pero tampoco podía simular lo que no sentía.
Su lobo, Kan, guardaba silencio. Estaba en calma. Y eso era una clara señal. Si realmente ella hubiera sido su Luna, el lazo se habría hecho evidente. Su corazón habría ardido, su alma habría reaccionado con intensidad. Pero nada de eso sucedió.
Una noche, mientras las luces del norte brillaban en el cielo como espíritus antiguos, Freydis se acercó a él en el balcón del castillo.
—Sé que no sientes por mí lo que sentirías por tu Luna —susurró—. Pero… ¿y como mujer?
Kael la miró con tranquilidad. No había risa ni desprecio en su respuesta.
—Eres fuego. Pero mi alma busca otra chispa. No puedo ofrecerte lo que anhelas.
Freydis se rió, como si todo fuera un juego.
—Quizás aún no entiendes lo que realmente necesitas.
Esa noche, ella no regresó a sus habitaciones. Llamó a la puerta de Kael en medio de la noche. Llevaba una túnica roja de lino que apenas cubría su piel. Estaba descalza. Y sus intenciones eran obvias.
Kael estaba junto al fuego, bebiendo una infusión amarga. Cuando la vio, no se mostró sorprendido.
—Freydis —dijo en un tono grave—. No es buena idea.
—¿Por qué tendría que serlo? —respondió ella, acercándose—. No busco promesas. Solo tu cuerpo.
Se sentó sobre él con determinación. El beso que compartieron fue como una pelea: desafiante, intenso, primal. No hubo palabras, solo respiraciones entrecortadas. Ella lo montó con deseo ardiente, intentando dejar una marca en su piel, aunque no pudiera grabarse en su alma.
Cuando amaneció, ella seguía en su pecho. Sonreía.
—No soy tu Luna —murmuró—. Pero no lo olvidarás.
Kael acarició su cabello.
—No lo haré. Pero ten presente: no te daré lo que no puedo fingir. Mi lobo no te ha elegido. Y mereces un amor verdadero.
Horas después, el castillo estalló en caos. El rey Erik había sido informado por los guardias. Entró en la habitación de su hija sin esperar.
—¡¿Qué clase de vergüenza es esta?! —gritó.
Kael se levantó con calma, aún terminando de vestirse. No mostró vergüenza alguna.
—Fue consensuado. No hubo deshonor, solo deseo.
—¡Exijo que resuelvas esto con un matrimonio! —rugió Erik.
—No arreglo lo que no está estropeado —respondió Kael con frialdad—. Y no me uniré por presión ni por culpa.
Freydis guardó silencio. Con orgullo. Su rostro parecía una máscara serena, pero sus ojos revelaban lo contrario: dolor y determinación. Kael abandonó Freedon esa misma mañana. No hubo despedidas. Solo el sonido del viento cuando los caballos galoparon por los caminos cubiertos de nieve.
—Nunca más —les dijo a sus hombres—. No más cuerpos vacíos. No más confusión. Esperaré a que mi Luna aparezca o la buscaré hasta que mi alma de con ella.
Nadie lo desmintió. Todos eran conscientes de lo que implicaba carecer de un lazo auténtico. El espíritu de un lobo sin Luna podría tornarse feroz… o desaparecer eternamente.
Esa noche, mientras estaban acampando bajo el firmamento repleto de estrellas, Kael observó la luna brillante.
—Donde quiera que te encuentres… ven pronto —susurró.
Porque su tiempo se estaba agotando. Y las sombras se acercaban.
Download MangaToon APP on App Store and Google Play