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UN LOCO MUNDO DE HOMBRES LOBO

UN EXTRAÑO MUNDO

Leda jamás imaginó que su luna de miel terminaría en una pesadilla.

Ella y su esposo Ángel caminaban por un sendero solitario en el bosque de Blacksire, riendo, tomados de la mano, cuando un gruñido profundo quebró la calma. Un hedor nauseabundo los envolvió. De pronto, el sendero desapareció; sólo quedaba la inmensidad oscura y una luna blanca, enorme, que parecía observarlos.

—¿Oíste eso? —susurró Leda, el corazón desbocado.

Ángel apretó su mano.

—Debe ser un animal. Vamos, no te asustes.

Pero el gruñido volvió, más cerca. El depredador jugaba con ellos, acechándolos. Un crujido a su derecha. Otro, detrás. Los gruñidos iban y venían, como si se burlara.

Ángel sacó el celular.

—Voy a llamar a rescate…

—¡Hazlo! —rogó ella, temblando.

Pero no había señal. Ni una barra. Nada.

El sonido volvió, esta vez tan cerca que sintieron el aliento caliente detrás de sus nucas. Corrieron. Corrieron sin mirar atrás. El bosque parecía no tener fin.

Entonces sucedió: un rugido desgarrador, un zarpazo… y Ángel gritó.

Leda se detuvo, horrorizada.

—¡Ángel! —gritó, cayendo de rodillas.

Su esposo yacía en el suelo, el pecho abierto, la sangre empapando la tierra.

—¡No! ¡No, por favor! —sollozaba, abrazándolo.

Pero la bestia seguía allí. Podía sentir su mirada.

Y entonces, otro monstruo apareció. Blanco como la nieve, enorme. Se abalanzó sobre el primero y ambos chocaron en una lucha brutal. Aullidos. Garras. Sangre. Nada era humano en esa pelea.

Leda temblaba, incapaz de moverse. Cuando todo terminó, una figura se acercó. Era un hombre… o algo parecido. Estaba completamente desnudo, la piel pálida como la luna, el cabello negro pegado a su rostro y los ojos… los ojos brillaban.

Leda abrió la boca para gritar, pero él la cubrió con una mano áspera.

—Shhh… hay más cerca —susurró con voz grave—. Si gritas, morirás.

Ella intentó hablar, desesperada.

—M-mi esposo…

—Está muerto —la cortó, sin piedad—. Lo mató un rogue.

Leda parpadeó, atónita.

—¿Un… qué?

Él señaló el cuerpo destrozado del lobo oscuro, mezcla de hombre y bestia.

—Eso. Ahora vámonos.

Llorando, se aferró al cadáver de Ángel.

—No… no puedo dejarlo.

El extraño suspiró, cansado, y entonces hizo algo que la llenó de horror: tomó el cuerpo, lo ocultó en el hueco de un tronco caído y orinó sobre él.

—¿Qué… qué demonios haces? —chilló, entre asco y rabia.

—Así no lo rastrearán y no lo comerán.

Ella apenas pudo respirar. Quería huir, pero sus piernas no respondían. Y, antes de que pudiera reaccionar, él la levantó en brazos y corrió con una velocidad inhumana, dejando atrás la escena de pesadilla.

El viento le cortaba la piel. Escuchaba gruñidos a lo lejos, cada vez más cerca.

—¡Se acercan! —gritó, desesperada.

Él corrió aún más, hasta llegar a un claro donde el aire olía a hierba y agua fresca. Se metió con ella bajo la cascada, cubriéndole la boca tan fuerte que perdió el sentido.

Cuando abrió los ojos, todo estaba en silencio. Él la observaba, inmóvil, con la mirada más salvaje que había visto jamás. Y en su mente resonó un murmullo:

Compañera.

Fue entonces cuando lo entendió: aquella mujer humana era su compañera, otorgada por la luna . Y El es un lobo ,un alfa, en un mundo atroz y malvado. Para él, Leda no era una simple humana. Era su destino.

BAJO LA LUNA ENSANGRENTADA

Bajo la luna ensangrentada

Mientras el alba comenzaba a aclarar aquella tierra desconocida para Leda, él la miraba. Y recordó. Recordó cómo había visto llegar a esos dos humanos a su territorio. Había pensado dejarlos a merced de los rogues, que los devoraran como tantas veces antes. Pero entonces llegó a él su aroma.

Hierbas recién cortadas. Pino. Rocío al amanecer. Lo inhaló y se quedó inmóvil.

Compañera —susurró su lobo en lo más hondo de su mente.

Ikki abrió los ojos de golpe. La rabia lo inundó. Una desesperación salvaje se apoderó de él: protegerla. Sin dudarlo, salió a la cacería. Mató a cada rogue que se cruzó en su camino. Su fuerza y velocidad no tenían igual. Él no era cualquiera: era el alfa de la manada Luna Creciente, portador de un linaje puro que lo hacía temido por todos.

Pero había un problema. Una tregua.

Los rogues podían matar cada año a quien quisieran, mientras no tocaran a la Luna Creciente. Y él… había roto el pacto.

Todo por una humana frágil, una criatura que jamás habría sobrevivido en su mundo. Al verla, tan pequeña, tan vulnerable… todo instinto de alfa gritó protegerla. Que se jodiera el cadáver de su hombre inútil. Pero cuando vio sus lágrimas, desistió de dejarlo allí como carroña. Cometió el peor error de su vida.

Ahora, las consecuencias serían terribles.

Ikki la levantó suavemente entre sus brazos y salió de la cascada donde se habían ocultado. Leda despertó de golpe, sobresaltada, atrapada contra su pecho.

—¡Bájame! —gritaba, golpeándolo con sus puños pequeños.

Él no se inmutó.

—Te dije que me bajes, ¿o eres sordo?

Ikki giró el rostro y la miró. Sus ojos grises, fríos como acero, la dejaron muda. Sintió cómo la orina le corría por las piernas del puro miedo. Él la olfateó, arqueó una ceja y, sin más, la dejó en el suelo.

—No corras —gruñó—. Este lugar sigue siendo peligroso.

Leda asintió, temblando. No quería morir. Pero… ¿y Ángel? ¿Dónde estaba? Las lágrimas volvieron a nublarle la vista. Nada tenía sentido. Ese bosque no era el que conocía, no eran las colinas ni los árboles de Merce.

Ikki la miró, irritado.

—¿Y ahora qué te pasa?

—Yo… ¿dónde estoy? —balbuceó, con la voz rota.

Él suspiró, intentando calmar a la bestia en su interior.

—Ven al lago. Tienes que sacarte ese olor a orina… llamarás la atención de cosas que no quieres conocer.

Ella tiritó, los ojos fijos en él. Esos ojos grises la aterraban. Caminó hasta la orilla. Esperó. Esperó a que él se fuera. Pero era inútil. Así que se metió al agua con ropa y todo. Ikki la miró, confundido. ¿Por qué no se desnudaba? Negó con la cabeza. Humanos.

Cuando Leda se sumergió un poco más lejos, él dejó de verla. Un gruñido salió de su garganta.

—¡Mujer! —bramó, lanzándose al agua.

Ella emergió en ese instante, jadeando, pero él ya estaba a su lado. Tan rápido que su corazón casi estalló.

—¡Vámonos! —masculló.

—No… déjame… déjame quitarme la sangre —dijo temblando.

Ikki la sostuvo por el brazo. Era suave, tan frágil que casi lo desesperó. Ella lo miraba aterrorizada.

—Mi brazo… —susurró, gimiendo.

Él la soltó de golpe. Maldición. Estaba perdiendo el control.

—Rápido —gruñó—. Debemos ir a mi manada.

Manada. Rogues. ¿Dónde carajos estaba? ¿Qué era todo esto?

Él la miraba, y en su mente ardía una sola verdad: la diosa Luna le había dado una compañera humana.

¿Qué clase de broma cruel era esa?

Ella lo miraba horrorizada.

—¿Por qué me miras tanto? —bramó él, con tono brusco.

—Estás… goteando sangre… —susurró, retrocediendo.

Ikki se miró y bufó. Comenzó a arrancarse con las garras los restos secos. En cualquier momento, podía perder la forma humana.

Leda, temblando, pensó en su esposo. Las lágrimas le quemaban los ojos.

(No la asustes, Ikki. La mujer nos teme.) La voz de Orión, su lobo, retumbó en su mente.

—¿Terminaste? —gruñó.

—S-sí… —balbuceó Leda.

Él la alzó sin aviso, lanzándola sobre su hombro.

—¡No! ¡Bájame! —gritó, pataleando.

Ikki no respondió. Echó a correr hacia el corazón del bosque, rumbo a la Luna Creciente. Cinco kilómetros lo separaban de su manada… y de un destino que ni siquiera él comprendía.

EL CLARO DE LOS LOBOS

Leda cada vez estaba más asustada. Entre el vaivén del cuerpo de Ikki y la velocidad con la que corría, todo a su alrededor era una masa borrosa. Aun así, distinguía detalles que la dejaban sin aliento: árboles altísimos, con copas tan frondosas que el sol apenas filtraba su luz; flores enormes y perfumadas; helechos como muros verdes. Y entonces lo imposible ocurrió: pequeñas luces revoloteaban entre las ramas. Al enfocarse, Leda vio… alas. Eran hadas. Y juraría haber visto un gnomo esconderse tras un tronco.

Se frotó los ojos con desesperación.

Estoy muerta. O drogada.

Pero todo se sentía demasiado real: el aire húmedo, el canto de las aves, el aroma dulzón del bosque. El sol, aunque tenue, acariciaba su piel. Quería vomitar. La velocidad de Ikki la mareaba, y su propio miedo le retorcía el estómago.

—Bájame —gimió.

Él siguió como si no oyera. De pronto, derrapó bajo un tronco caído. Ella gritó, el corazón en la boca, pero no se lastimó: había espacio entre la madera y el suelo.

—¡Te dije que me bajes! —patalearon sus pies en el aire.

Un golpe seco en sus nalgas la hizo dar un respingo.

—¡Estás loco! ¡Bájame ya! ¡Te lo ordeno!

Ikki se detuvo en seco y la sostuvo frente a él como si fuera un saco de granos.

—¿Y ahora qué quieres, mujer? —gruñó.

—¡Neandertal! ¡Quiero bajar a vomitar! —le gritó, con furia.

Ikki sacudió la cabeza, mordiéndose la lengua. Si no fuera por el vínculo, ya la habría arrojado a un pozo y dejado que los cuervos la despedazaran. Maldita humana.

La dejó en el suelo sin decir nada. Leda corrió a un costado y vomitó hasta quedarse sin aire. Sus nervios, el llanto, el dolor de cabeza… todo salió de golpe.

—Vamos —ordenó Ikki, impaciente—. Falta poco para llegar.

Leda se apoyó en un árbol para tomar aire, pero de pronto el tronco se estremeció. Las ramas se levantaron y la empujaron hacia atrás. Cayó con un grito, pero no tocó el suelo: Ikki la atrapó en el aire. Sus ojos grises centellearon de ira.

El alfa gruñó hacia el árbol.

—Viejo Ent… si tú o los tuyos vuelven a tocar a esta mujer, los arrancaré de raíz y los quemaré uno por uno.

El árbol tembló. Las hojas crujieron.

—P-perdóname, rey alfa… —susurró una voz grave, como viento entre ramas.

Leda abrió la boca.

—¿El árbol… te habló? ¡Un árbol te habló! Me drogaste, ¿verdad? ¡Me drogaste o estoy muerta!

Ikki no contestó. La alzó otra vez y siguió corriendo.

Media hora después, emergieron en un claro bañado por la luz. Una cascada caía con suavidad, y bajo su bruma se alzaban estructuras primitivas: toldos de pieles, troncos tallados, plataformas de madera. Un pueblo salvaje, pero… vivo.

Leda apenas tuvo tiempo de mirar cuando docenas de figuras aparecieron entre los arbustos. Hombres y mujeres… o algo parecido. Algunos eran lampiños, otros tenían el cuerpo cubierto de vello. Sus ojos brillaban como brasas. Y todos comenzaron a olfatear. A él. A ella. Se acercaban, rozándola, curioseando, murmurando:

—Humana… humana… humana…

—¡Basta! —Ikki rugió. Su voz retumbó en el claro, imponiendo silencio.

Todos se quedaron inmóviles. Él los miró con autoridad.

—Ella es mi compañera. La respetarán. La cuidarán.

Uno a uno, los lobos agacharon la cabeza en sumisión. Leda no entendía nada.

¿Compañera? ¿Qué carajos?

Entonces oyó su voz de trueno:

—Fue otorgada por la diosa Luna.

Leda quedó helada.

—¿La… luna? ¿Qué quieres decir? ¡Me dirás quién eres! ¡Qué es este lugar! ¡Me voy a volver loca!

Ikki la dejó en el centro del claro. Todos la rodeaban. Olían su ropa, rozaban su piel, comentaban su fragilidad.

—¡Déjenme! —gritó, aterrada.

Los lobos se apartaron de golpe. Detrás de ellos apareció una anciana. Alta, erguida, vestida con pieles de zorro. Sus orejas, puntiagudas. Leda casi lloró de alivio al ver a alguien semi vestida.

—Mi luna… —dijo la anciana con voz grave, inclinando la cabeza—. Bienvenida al mundo de los hombres lobo.

Leda parpadeó, sin aire.

—¿El… mundo de los… qué?

La anciana sonrió, mostrando colmillos amarillentos.

—Como ves, algunos conservamos forma humana. Otros son lobos completos. Pero ya no estás en tu mundo. Lo has traspasado.

Leda tembló.

—Vine… con mi esposo. Anoche… lo mataron. Esos monstruos…

—Los rogues —corrigió la anciana—. Lobos enfermos de odio, sedientos de sangre. No son como nosotros. El alfa Ikki no te explicó nada, ¿verdad?

Leda lo fulminó con la mirada.

—¡No! ¡Lo único que hizo fue orinar el cadáver de mi esposo y cargarme como una bolsa de papas! ¡Lo odio!

Ikki se echó a reír. Otros lo imitaron. Leda sintió el estómago girarse.

—Pero gracias al alfa —prosiguió la anciana, lamiéndose los labios—, estás viva. De lo contrario… habrías sido carne para los rogues. Y créeme… la carne humana es deliciosa.

El sudor frío recorrió la espalda de Leda.

Todos comenzaron a reír. Algunos aullaban. Ikki no podía contener la carcajada. Sabía que Rina, la vidente, no lo hacía por crueldad: quería endurecer el corazón tímido de la humana.

—Mi luna —dijo ella finalmente—. Yo soy Rina, vidente de la manada. Él —señaló a Ikki— es el rey alfa de Luna Creciente.

Ikki le dedicó una mueca arrogante. Leda lo ignoró.

—Él es Magnus, su beta. —El hombre hizo una reverencia profunda.

—Ella es Nor, su hermana gamma. —Otra inclinación.

Uno a uno, fueron saludándola. Viejos, jóvenes, incluso niños de ojos brillantes. Le explicaron la jerarquía: alfa, beta, gamma…

Leda pensó, mareada:

Estoy en el loco mundo de los hombres lobo.

¿Y ahora qué carajos voy a hacer?

Ikki se puso de pie, sus ojos grises clavados en ella.

—Por ahora, descansa. Más tarde comeremos y… resolveremos qué sigue. Rompí un pacto. Los rogues vendrán.

Nor y Rina la condujeron hasta un toldo enorme cubierto de pieles.

—Esta es la casa del alfa —susurró la anciana.

Leda se quedó muda. Ni en sus peores pesadillas había imaginado algo así.

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