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La Raíz De Mi Felicidad

Un Inicio

Ella se llama Briagni, y su vida es completamente normal, pero en ella ya no hay felicidad, que tendrá que hacer para conseguir un amor que la llene de eso que tanto le falta.

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Aunque está a un solo paso de culminar con todas sus metas, ella se siente tan vacía y eso le impide avanzar

Ella es una mujer de esas que cautivan en silencio. Sus ojos, café claro, brillaban con la ternura de una promesa no dicha. Sus cejas, pobladas y naturales, enmarcaban su mirada con carácter. Sus labios, carnosos pero delicados, eran como un suspiro que se quedaba en el aire.

Llevaba en el rostro una melancolía suave, como si su alma hablara en sus gestos. Su cabello, largo hasta los muslos, caía como un río oscuro sobre su espalda. Su cuerpo, esbelto con curvas suaves, tenía una cintura definida, caderas armoniosas y una silueta que danzaba con cada paso.

Aunque sus pechos no eran tan grandes, guardaban una belleza discreta, equilibrada, que encajaba con la armonía de todo su ser. No era perfecta, pero tenía esa forma de belleza que dejaba más que una huella.

A veces uno se pregunta cómo es posible que una mujer como ella, con tanta luz en su presencia y tanto orden en su vida, aún no encuentre del todo su felicidad.

Porque si hablamos de logros, los tiene. Ella estudió mucho y consiguió ser contadora profesional en incluso sigue estudiando para ser revisora fiscal, graduada con honores, con un trabajo estable y respetado. Siempre fue constante, entregada, y nunca dejó que nada ni nadie la apartara de su camino. Incluso cuando tuvo una pareja, se cuidó de no involucrarse demasiado. No por miedo, sino porque sentía que el amor, en ese momento, podía volverse un desvío y no un refugio.

Viene de una familia de cinco, sus padres y sus dos hermanas. Su madre y su padre viven un amor abismal, de esos que no se ven todos los días. Se entienden con solo mirarse, se acompañan con ternura, se ríen con esa complicidad que no se finge. Son el amor, en su forma más humana y luminosa. Y ella… ella creció queriendo algo así, añora tener un amor incondicional e inquebrantable

Con sus hermanas, la historia es un tanto distinta. Con la menor, comparte una conexión dulce, como si hablaran el mismo lenguaje sin decir palabra. Pero con la del medio hay distancia, una herida que no se nombra, una guerra silenciosa que aún no se resuelve. La convivencia ha sido un campo minado de emociones, y aunque no hay odio, tampoco hay paz.

Y es necesario mencionar, ha sabido construir. Paso a paso, con esfuerzo y con visión, logró lo que tanto soñaba: su primera casa. No una mansión, pero sí un hogar grande, hermoso, con cinco cuartos, dos pisos, moños en cada puerta y ese aire de “esto es mío”. Su refugio. Su logro. Su promesa cumplida.

Y aunque todavía no ha encontrado esa felicidad que tanto anhela, cada rincón de su vida está sembrado de cosas que la acercan. Porque tal vez la felicidad no se encuentra de golpe… tal vez se construye, como su casa: ladrillo a ladrillo, cuarto por cuarto, y es que es claro recalcar que ella encontraba su felicidad cada que tenía un logro, pero seguía sintiendo que ese amor, que esa felicidad completa, seguía faltando, entonces... qué hará ella para conseguir esa felicidad que tanto añora...

Una Pequeña Salida

El día en que Briagni decidió mudarse fue silencioso, sin drama. Simplemente,, entendió que era tiempo de desprenderse. Su familia, ese universo cálido y a veces caótico, seguiría amándola, pero ya no podía quedarse quieta allí, entre lo conocido. Había construido tanto: una carrera sólida en contaduría, respeto profesional, un pequeño nombre en su medio… y ahora, una casa propia. Cinco habitaciones, dos pisos, sus colores favoritos en cada rincón. Era su nido, su mundo, su logro, aunque eso no quiere decir que ella estará sola.

Micaela quien es su amiga desde la universidad, atraviesa un mal momento, tocó a la puerta de Briagni con lágrimas contenidas y la voz bajita, no hizo falta explicar demasiado. Briagni ya sabía que las cosas no estaban bien. La invitó a pasar con la misma tranquilidad con la que abre una ventana cuando el calor aprieta: sin juicio, sin preguntas, solo con ternura.

—Puedes quedarte aquí, el tiempo que necesites —le dijo una noche, mientras compartían té y silencios en la sala.

Y así fue. Micaela se quedó. Al principio con una maleta pequeña y la mirada baja; después, con risas más frecuentes, ropa en el armario y nuevos sueños naciendo poco a poco. Briagni , organizada como era, no se quejó del cambio en la rutina. Al contrario, se adaptaron, se volvieron un equipo.

Pasaron los meses. Micaela consiguió un empleo decente, nada espectacular, pero era un inicio. Con gratitud y decisión, empezó a colaborar, pagaba parte del agua, la luz, compraba el mercado los fines de semana. Tenían un sistema tan armonioso que parecía ensayado. Micaela, impulsiva como era, sorprendía a Briagni con platos improvisados o veladas con música suave. Y Briagni , más discreta, le respondía con detalles que hablaban desde el corazón, como lo era doblar su ropa, prepararle café antes del trabajo, dejarle notas dulces en el refrigerador.

Pero Briagni no estaba bien del todo.

Micaela lo notaba en sus ojos. Había algo en su amiga —una sombra, una opresión en el pecho, una tristeza que no se nombraba. No era drama. Era ese tipo de agotamiento que no se puede explicar porque nace del alma. La veía llegar del trabajo, cerrar la puerta y suspirar como si el día pesara más de lo normal. Sonreía, sí. Pero su sonrisa era más cortesía que alegría.

Por eso, esa noche, cenando una pasta con albaca y vino suave, Micaela decidió que era momento.

—Oye... ¿y si salimos esta noche?

Briagni levantó la mirada, algo sorprendida.

—¿A dónde?

—A bailar. A dejar el alma moverse un rato. A respirar. No te he visto verdaderamente feliz en semanas.

Briagni bajó los ojos. Micaela no lo dijo con lástima, ni con reclamo. Lo dijo con amor. Y eso dolía más.

—Estoy bien —mintió Briagni , jugando con el borde de su copa.

—No, no lo estás —dijo Micaela con suavidad, pero sin rodeos—. Estás apagada, Bri. Como si vivieras para sobrevivir, no para vivir. Yo sé que tú no eres como yo, que no te gustan las fiestas o los enredos con chicos. Pero tú también mereces sentirte viva. Y a veces... eso empieza por salir de la rutina, aunque sea una noche.

Briagni no respondió enseguida. En su pecho, algo se removía. Tal vez tenía razón. Tal vez se había vuelto tan buena construyendo estabilidad, que se le estaba olvidando disfrutarla.

Y aunque no sabía si quería bailar, besar a alguien o simplemente mirar las luces de la ciudad… tal vez —solo tal vez— esa noche podía dejarse llevar.

Briagni salió del baño con el cabello húmedo cayendo en ondas suaves por su espalda. Había elegido un pantalón negro discreto, blusa de cuello alto, y tacones que apenas se notaban. Micaela la esperaba en la habitación, ya maquillada, con un vestido corto de seda que le abrazaba el cuerpo como si hubiera sido diseñado para ella. Se giró, la miró… y casi se atraganta con su propia risa.

—¿Tú vas a salir vestida así? —le preguntó, con una ceja alzada, entre burla y ternura.

—¿Qué tiene de malo? —respondió Briagni , desconcertada, mirando su reflejo.

—Bri… pareces lista para una entrevista de trabajo, no para una noche que promete ser legendaria.

—No necesito ir mostrando todo para divertirme —respondió ella, cruzándose de brazos.

Micaela sonrió con picardía y se acercó al clóset. De adentro sacó un vestido que parecía brillar sin necesidad de luz, ajustado al cuerpo, color vino oscuro con destellos sutiles. El escote era cerrado al frente, elegante, pero la espalda… la espalda era un poema. Totalmente descubierta, con un corte que bajaba justo hasta la cintura, dejando ver la piel de Briagni como si fuera mármol suave.

—Pruébatelo —dijo Micaela, extendiéndoselo como una ofrenda.

—Estás loca…

—Estoy salvándote. Ese vestido no es vulgar, no es mostroso. Es… tú, cuando te dejas ser. Te juro que te va a quedar de infarto.

Briagni dudó. Miró el vestido. Miró a Micaela, que ya estaba poniéndose brillo en los párpados con una seguridad que parecía de otro planeta. Finalmente, suspiró.

—Está bien. Pero si parezco una idiota…

—Si pareces una idiota, me como mi labial Dior —rió Micaela, tirándole un guiño.

Minutos después, Briagni salió del baño. El vestido la abrazaba como una segunda piel, pero no la apretaba: la envolvía. Su espalda quedaba completamente al descubierto, como una declaración suave, sin gritos. Su figura, normalmente escondida bajo telas discretas, ahora brillaba sin pedir permiso. Era elegancia pura, sin esfuerzo. Un tipo de belleza que no se anunciaba: simplemente entraba y el mundo se callaba.

Micaela la miró de arriba abajo, con los ojos abiertos como platos.

—¡Dios mío, Bri! Estás... celestial. Si no sales conmigo así, voy a tener que rogarte cada viernes.

Briagni se rió, tímida, bajando la mirada. No estaba acostumbrada a esa versión de sí misma. Pero en el espejo, por primera vez en mucho tiempo, se vio viva. No otra, no fingida… solo libre.

—¿Y tú? —preguntó, mirando a Micaela—. Vas como una diosa griega.

—¿"Como"? Nena, yo soy una diosa griega —respondió Micaela, dándole una vuelta con una risa encantadora—. Ahora sí estamos listas. Esta noche, bailamos hasta que la vida se nos olvide un poquito.

Y así, las dos salieron. Una era fuego y la otra era como la luna, pero juntas brillaban como una constelación.

Una Felicidad Fugaz

El lugar vibraba con luces tenues, música envolvente y un aire espeso de deseo flotando en el ambiente. Briagni se movía entre la gente con elegancia, como si el vestido no fuera ropa, sino parte de su piel. No necesitaba hablar para llamar la atención: bastaba con verla caminar, con la espalda descubierta y la mirada serena, para que muchos se giraran. La deseaban sin saber siquiera por qué. Pero ella… ella solo estaba disfrutando de sí misma.

Por primera vez en mucho tiempo, se sentía ligera. El ritmo de la música le recorría los hombros, la cintura, los dedos. No bailaba para seducir, ni para agradar. Bailaba porque quería. Porque ese era su momento. Sonreía. Brillaba.

Mientras tanto, Micaela se había evaporado entre la multitud hacía ya rato. Briagni la vio, a lo lejos, riéndose con un hombre de esos que parecen haber sido tallados por los dioses, alto, piel canela, sonrisa de infarto, una seguridad arrolladora que se notaba desde la entrada. Micaela estaba fascinada. Y aunque Briagni sonrió al verla tan feliz, no se sintió desplazada. Estaba bien sola. Estaba bien consigo misma.

Unas horas más tarde, Micaela reapareció entre las luces, jadeando levemente, con el maquillaje intacto pero los ojos brillando.

—¡Amiga! ¡Este hombre es el pecado hecho persona! —gritó sobre la música mientras se acercaba.

Briagni se rio, girando la copa entre sus dedos.

—¿Tan así?

—¡Bri! Es que no tienes idea. Es de esos que uno no encuentra dos veces. Me invitó a su casa.

Briagni alzó una ceja con una sonrisa suave, pero sin perder la sensatez.

—¿Estás segura?

Micaela asintió con entusiasmo, pero bajó un poco la voz.

—Sí… o sea, no es que me lance sin pensar. Hemos hablado casi toda la noche, y hay química, hay respeto. Pero igual… me siento un poco mal dejándote aquí sola.

—Ey, mírame —dijo Briagni, tomándola de la mano—. Estoy bien, en serio. Esta noche me ha hecho bien. De verdad. Pero por favor, antes de irte… compárteme tu ubicación.

Micaela sonrió con cariño, con esa expresión que mezcla ternura y admiración.

—Sabía que me lo ibas a decir. Ya la estoy enviando —dijo, mientras abría el celular y compartía la ubicación en tiempo real—. Si me desaparezco, sabrás en qué lugar buscar mi cadáver.

—Muy graciosa —rió Briagni—. No es por desconfiar, es solo… ya sabes.

—Lo sé. Por eso te amo. Y si me da mala espina en algún momento, salgo corriendo y te llamo.

—Perfecto. Diviértete. Solo cuídate, ¿sí? Mañana me cuentas todo… con detalles, obvio.

Micaela la abrazó fuerte.

—Gracias por dejarme ir, me sientas relajada. Esto me hacía falta.

—si jumm a ti te hacía falta alguien que te acomode el utero así sea por una noche, Ahora ve, que yo en un rato también me voy.

—¿Estás segura?

—Segurísima. Estoy disfrutando mucho, créeme.

Micaela sonrió por última vez, como solo una amiga sabe sonreír cuando se despide de alguien que la conoce por dentro. Y entonces se fue. No sin antes lanzar un beso al aire.

Briagni se quedó ahí, sintiendo el eco del momento.

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El cielo ya estaba comenzando a ceder ante el amanecer cuando Briagni entró en casa. Las luces tenues del pasillo le dieron la bienvenida como un suspiro cálido. Cerró la puerta con suavidad, como si no quisiera despertar ni al silencio.

Se apoyó un instante contra la madera, sonrió con los ojos entrecerrados y murmuró para sí misma, entre una risa suave y el agotamiento:

—Esta noche fue increíble.

Caminó descalza sobre el suelo frío, con los tacones en la mano, el vestido aún brillando con rastros de neón y perfume. La sensación de libertad la envolvía como un abrazo invisible. Estaba feliz, realmente feliz… pero no del tipo de felicidad que se instala, sino la que pasa como un cometa brillante: rápida, intensa, hermosa.

Al llegar a su habitación, dejó el vestido con cuidado sobre el respaldo de una silla y caminó hacia la bañera. Encendió las luces cálidas del baño y, sin prisa, abrió el grifo. Mientras la tina se llenaba, reprodujo una de sus playlists favoritas, música romántica antigua, esas canciones que siempre la habían acompañado, que la hacían pensar en la ternura amorosa de sus padres, en las tardes largas de infancia, en bailes lentos que nunca vivió, pero siempre sintió suyos.

Se sumergió en el agua espumosa, cerró los ojos y por primera vez en mucho tiempo no pensó en lo que faltaba. Solo agradeció. Agradeció por estar, por que bailó, por su risa que estalló, por las miradas que compartió, por no necesitar la validación de nadie. Solo por ser.

Permaneció ahí largo rato, como si el agua la acunara. Cuando salió, su cuerpo estaba tibio, relajado, renovado. Sin apuros, sin miedo, sin vergüenza, caminó desnuda por su hogar, como quien por fin reconoce que el lugar le pertenece. Una casa para ella sola, conquistada con esfuerzo, con soledad, con amor propio.

Ya en su habitación, se colocó una de sus pijamas suaves, se recostó en la cama y, con una sonrisa apenas dibujada, cerró los ojos. La ciudad allá afuera comenzaba a despertar. Ella, en cambio, por fin descansaba.

El timbre sonó eran aproximadamente las 8:30 de la mañana

Micaela apareció radiante, despeinada, sin maquillaje pero con una luz contagiosa en el rostro. Llevaba un café en la mano y una sonrisa de escándalo.

—¡Tú no sabes la noche que tuve! —dijo, entrando como un rayo de sol.

Briagni rió desde la cocina, aún con el cabello mojado, sujetando una taza.

—Y tú no sabes la paz con la que dormí.

—¿te cuento todo?

—Obvio.

Se miraron, cómplices, y sin necesidad de más palabras, supieron que estaban viviendo una nueva etapa. De mujeres, de amigas, de vidas que se expanden.

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