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En Blanco

Todo está en blanco.

El sonido del monitor cardíaco era lo único constante. Piiii... piii... piii... regular, monótono, casi hipnótico.

La luz que entraba por la ventana era suave, filtrada por cortinas blancas. Una brisa salada, apenas perceptible, traía consigo el olor del mar.

Aiden abrió los ojos.

No supo de inmediato que se llamaba así. Lo único que sintió fue una presión en el pecho y una angustia indefinida. Como si algo faltara. Como si hubiera estado corriendo en un sueño durante mucho tiempo y, de pronto, lo hubieran detenido a la fuerza.

—¿Aiden? —La voz era grave, seca, sin afecto.

Giró la cabeza lentamente. Un hombre de rostro duro y ojos fríos lo observaba desde la silla junto a la cama. Su cuerpo estaba rígido, y las manos levemente cruzadas sobre las piernas.

—¿Quién…? —empezó a preguntar, pero la voz le salió rasposa.

—Soy tu padre —dijo el hombre, sin suavidad—. Te encontraron inconsciente cerca del acantilado. Estabas solo. No recuerdas nada, ¿verdad?

Aiden lo miró con el ceño fruncido. Su cabeza era un torbellino. Imágenes sin forma. Voces sin rostro. Sensaciones sin contexto.

—No… —susurró—. No recuerdo nada.

El hombre asintió, como si esa respuesta le resultara conveniente. Se puso de pie y acercó una foto a la cama. Era una imagen antigua, enmarcada. Un niño abrazado a un hombre que apenas sonreía. El mismo rostro que tenía ahora frente a él.

—Eres Aiden Makoa. Este eres tú conmigo. Vivimos en Wharekura, una ciudad pequeña. Siempre has estado aquí. Eres mi hijo, y no te preocupes… —dijo con una voz que pretendía ternura, pero se sentía forzada—, te ayudaremos a recuperarte. Todo volverá.

Pero Aiden sintió un escalofrío.

No por la idea de no recordar, sino por la forma en que ese hombre pronunciaba cada palabra. Medida. Cargada de intención. Demasiado… controlada.

—¿Y mi madre? —preguntó sin saber de dónde salía la pregunta.

Un silencio tenso. El hombre guardó la foto en su bolso.

—Murió hace años. Mejor no hablemos de eso ahora.

Aiden apartó la mirada. Su mente estaba vacía, pero su cuerpo no. En el pecho, en los dedos, en los huesos… había una memoria distinta, una que no era racional. Algo dentro de él le gritaba que nada de eso era del todo cierto. Como si el mundo frente a él estuviera ligeramente torcido.

Dos días después lo llevaron a casa.

La casa estaba en lo alto de una colina, con vista al mar. Era hermosa, pero helada. Todo en ella estaba perfectamente ordenado, sin rastros de vida reciente. Ninguna foto nueva, ningún rastro de amigos, ni ropa que se sintiera propia.

Su habitación parecía de catálogo. Demasiado neutral para ser suya.

Esa noche, Aiden tuvo su primer sueño.

Estaba bajo la lluvia. Corría. Una mano lo sostenía con fuerza, entrelazada con la suya. No podía ver el rostro de quien lo acompañaba, pero sentía su calor, su urgencia, su amor.

—Prométeme que no vas a volver ahí —dijo esa voz, temblando.

—Lo prometo —respondía él… con la voz que ahora no reconocía como suya.

Se despertó con lágrimas en los ojos.

**

Al día siguiente, Thomas —su supuesto padre— le mostró una caja con objetos “de su vida pasada”. Un uniforme escolar, una guitarra vieja, un libro de religión con anotaciones.

—Dices que tocabas la guitarra —comentó Thomas, como si eso fuera parte de una rutina preensayada—. En la iglesia, en los grupos juveniles. Siempre fuiste un chico tranquilo.

Aiden tocó las cuerdas con torpeza. Nada le resultaba familiar.

En el fondo de la caja, entre papeles arrugados, encontró algo curioso: una pulsera de cuero con un dije de una luna grabada. La sostuvo con los dedos como si tuviera electricidad.

—¿Y esto?

Thomas se la quitó con rapidez.

—Basura. Un regalo de alguien que no importa. No pienses en eso.

Pero Aiden ya lo hacía.

Desde la ventana de su cuarto, Aiden podía ver el mar.

El viento golpeaba con fuerza y las gaviotas chillaban en la distancia. Algo en esa vista lo inquietaba y al mismo tiempo lo consolaba. Como si ese océano contuviera las respuestas que su mente le negaba.

En su bolsillo, escondida, llevaba la pulsera que había vuelto a tomar sin que Thomas notara.

Esa noche volvió a soñar.

Esta vez estaba sentado frente a alguien. Una cafetería. Luces cálidas. Risa. Café humeante.

Y luego… unos labios tocando los suyos. Con dulzura, con urgencia.

—No te vayas —decía la voz.

Y el sueño se rompía.

A cientos de kilómetros, en la ciudad de Tauranga, un joven con ojeras profundas y las manos temblorosas caminaba por la estación de policía por quinta vez esa semana.

Leo Tanaka extendió una nueva hoja con la foto de Aiden.

—Lleva desaparecido tres semanas. Por favor, revísenlo otra vez. Sé que está vivo.

El oficial suspiró. Ya lo conocían. Ya se habían cansado.

—Señor Tanaka… sin pruebas nuevas, no podemos abrir una nueva investigación. Ya se consideró que pudo haber salido por voluntad propia.

—¡Él nunca me habría dejado así! ¡Iba a casarse conmigo!

El oficial bajó la mirada.

Leo salió a la calle con los ojos ardiendo. Tomó su celular. Marcó un número.

—Ezra… necesito que busques otra vez en esa isla. Algo no está bien. Lo siento.

Yo no sé amar a medias

La taza de café temblaba entre las manos de Leo.

No por el frío —hacía calor en Tauranga esa mañana—, sino por el insomnio. Leo llevaba días sin dormir bien. Desde que desapareció Aiden, cada noche era un ciclo de ansiedad: cerrar los ojos, recordar su risa, despertar empapado en sudor. Otra taza. Otro volante. Otra negativa.

Estaba sentado en una cafetería frente a la clinica donde trabajaba, pero no se había presentado a trabajar. Ni siquiera había contestado las llamadas. Sus trabajadores estaban preocupados. Sus amigos, resignados. Y su madre… bueno, su madre ya había empezado a decir cosas como “tal vez tienes que aprender a soltar”.

Pero él no podía.

No cuando aún sentía su ausencia como si fuera parte del aire.

Abrió su teléfono. Revisó el álbum privado de fotos, uno que no había compartido nunca. Aiden dormido en su cama, con el cabello desordenado. Aiden riéndose en el supermercado, en pleno reto de cocinar ramen sin instrucciones. Aiden en el muelle, mojado por la lluvia, diciendo “te odio” mientras lo besaba como si fuera la última vez.

Leo sonrió con los ojos aguados.

—¿Cómo te voy a soltar si aún me despierto sintiéndote al lado?

Deslizó otra imagen. Una selfie donde ambos llevaban pulseras iguales. De cuero oscuro, con un pequeño dije de luna. Las mandaron a hacer juntos el día que se comprometieron. No fue nada lujoso, pero para ellos fue perfecto.

Esa noche, después de entregárselas, Aiden le dijo:

—Yo no sé amar a medias, Leo. Si me quedo contigo, es porque no quiero nada menos que todo.

Y Leo creyó que ese “todo” les pertenecía. Hasta que Aiden desapareció.

En su apartamento, el tablero de corcho en la pared parecía una escena de película: mapas, rutas, llamadas a hospitales, listas de nombres y lugares. Una línea unía la ciudad con Wharekura, la isla donde había nacido Aiden, pero donde nunca quiso volver.

O eso decía él.

Leo se acercó al tablero y miró la fotografía que había colocado al centro: Aiden en el muelle, mirando hacia el horizonte.

—¿Por qué te fuiste allá… solo? —susurró.

El día de su desaparición fue como cualquier otro. Pelearon por una tontería. Una discusión tonta sobre dónde casarse. Leo quería quedarse en Tauranga, Aiden insistía en irse fuera, donde nadie los conociera.

“Mi padre… no me va a dejar en paz. Si algún día sabe dónde estoy, me va a encontrar”, había dicho.

Leo no le creyó. Pensó que exageraba. Que ya estaba lejos. Que estaba a salvo.

Dos días después, Aiden no regresó.

Ese mismo día, Leo recibió una llamada. Era Ezra Wilde, periodista independiente, amigo de su hermano mayor y alguien que había crecido cerca de Wharekura. Había prometido investigar discretamente por allá.

—Encontré algo, Leo —dijo su voz grave, al otro lado de la línea.

Leo se puso de pie de golpe.

—¿Lo viste?

—No, pero alguien encaja con su descripción. Fue ingresado en el hospital de Wharekura hace unas semanas. Sin nombre. Sin documentos. Con amnesia.

El corazón de Leo se paralizó.

—¿Aiden…?

—No puedo asegurarlo aún. Pero la historia está llena de silencios. Nadie habla mucho en esa isla, y su padre… ese tipo tiene influencias allá. No es cualquier nombre.

Leo se apoyó contra la pared, sintiendo que se le doblaban las piernas.

—Voy a ir.

—No puedes aún. Si llegas así, lo vas a espantar… y si su padre está detrás, no lo vas a sacar fácilmente. Déjame cavar más.

Leo colgó con los ojos llenos de lágrimas.

Una esperanza había vuelto a prenderse. Pero con ella, también regresó el miedo.

¿Qué pasaba si Aiden ya no lo recordaba? ¿Si le habían mentido tanto que ya no confiaba en nadie?

FLASHBACK

Tauranga – Un año antes

—¿Qué haces si un día me olvido de todo? —preguntó Aiden, en medio de la noche, acurrucado entre las sábanas, con la cabeza apoyada en el pecho de Leo.

—¿Te pego con una almohada? —bromeó Leo.

Aiden rio suave.

—No, en serio. ¿Y si… algo me pasara? Si no te reconociera.

Leo se giró y le tomó la cara entre las manos.

—Te haría volver a enamorarte de mí. Aunque fuera desde cero. Aunque me tomaras por loco. Lo haría todos los días si hace falta.

Aiden lo besó.

—¿Y si no funcionara?

—Entonces me aseguraría de que al menos una parte de ti… supiera que me amó.

De vuelta en el presente, Leo se miró al espejo.

Estaba más flaco. Ojeroso. Vulnerable. Pero sus ojos aún tenían la misma fuerza que el día que decidió amar a Aiden por completo.

Abrió una caja y tomó la segunda pulsera. La que le había dado a Aiden. La sostenía como si fuera un talismán.

—Te voy a encontrar —dijo, con la voz temblando—. Aunque no me recuerdes. Aunque me odies. Aunque sea lo último que haga.

Y en una colina lejana, frente al mar, Aiden Makoa sostenía esa misma pulsera sin saber por qué cada vez que la tocaba… el corazón le dolía un poco menos.

Esta casa no me quiere

El amanecer en Wharekura llegaba con lentitud.

La bruma costera se deslizaba por las ventanas como una presencia viva, llenando los rincones con una humedad que se metía bajo la piel. Aiden se despertó envuelto en ese silencio espeso, incómodo. Había dormido mal. Otra vez.

Soñó con una mujer cantando una canción suave. No recordaba la melodía, pero sí el tono de voz. Dulce, cansado. Como quien canta para sí misma más que para alguien más.

Se sentó en la cama. El cuarto no era completamente desconocido, pero tampoco lo sentía propio. No había fotos, ni recuerdos, ni rastros de alguien que viviera ahí realmente.

Era una habitación habitada por un fantasma.

**

Esa mañana, su padre lo obligó a sentarse frente a una Biblia abierta en la mesa del comedor. Le pidió leer unos versículos. Habló de redención. De segunda oportunidad. De errores que se podían corregir.

—Dios te ha dado otra oportunidad hijo. Una mente limpia. Un nuevo comienzo, No la desperdicies.

Aiden bajó la mirada. Sentía que debía sentirse agradecido. Pero había algo en esas palabras que le helaba la sangre.

Como si la vida que le ofrecían fuera una jaula pintada de blanco.

Después del desayuno, Thomas salió a hacer “unos mandados”. No dijo a dónde. No preguntó si Aiden quería acompañarlo.

Él aprovechó la soledad.

Recorrió la casa con pasos lentos. A cada habitación, un golpe seco en el pecho. Nada era completamente familiar, pero tampoco ajeno. La cocina tenía marcas en las paredes, como si hubieran colgado dibujos alguna vez. Una puerta del armario tenía grabada, con torpeza, una “A” dentro de un corazón. Aiden pasó los dedos sobre ella con una mezcla de ternura y miedo.

—¿Yo hice esto? —susurró.

Abrió el clóset del pasillo. Había cajas etiquetadas. “Navidad”, “Documentos”, “Ropa vieja”. En una de ellas, sin marcar, encontró algo distinto: una caja de madera tallada a mano. La tapa tenía una mariposa tallada.

La abrió con cuidado.

Dentro había fotos en papel antiguo. Una mujer de cabello largo, sonriendo al sol. Una foto de ella cargando a un niño pequeño, con un sombrero ridículo. Una pulsera trenzada con mostacillas de colores. Un papel doblado con dibujos infantiles: una figura con un vestido, otra más pequeña con una gran sonrisa, y la palabra “mami” escrita con crayón.

Aiden sintió una punzada en el pecho.

Su madre.

Hasta ahora nunca lo había escuchado hablar de ella, más allá de un “murió hace años”. Nada más. Ningún altar. Ningún recuerdo visible.

Aiden se quedó sentado en el suelo del pasillo, con la caja sobre las piernas, durante lo que pareció una eternidad.

**

Después salió de la casa.

El pueblo era pequeño, casi detenido en el tiempo. Las casas tenían tejas rojas y jardines desordenados. Algunas personas lo saludaban con una leve inclinación de cabeza, pero nadie se le acercaba.

Caminó hasta una plaza con un parque viejo. Se sentó en un columpio oxidado. A lo lejos, un grupo de niños jugaba con una pelota; una mujer joven barría la entrada de su tienda. Un anciano alimentaba palomas.

Y todos parecían observarlo de reojo.

Como si supieran algo que él no.

**

En una de las esquinas del pueblo encontró una tienda de revistas y souvenirs. El letrero decía “Rivers’ Things”. Al entrar, un suave olor a incienso lo envolvió.

—¿Hola? —llamó, sin saber por qué había entrado.

Una joven salió del fondo, con una paleta en la mano y manchas de pintura en los dedos.

Cuando lo vio, se detuvo en seco.

—¿Aiden?

Él ladeó la cabeza.

—¿Nos conocemos?

La chica bajó la paleta lentamente. Una sonrisa triste apareció en sus labios.

—Soy Hana. Fuimos… amigos. De niños. Luego de adolescentes. Luego… no tanto.

Aiden frunció el ceño.

—No recuerdo nada. Lo siento.

—Lo sé —dijo ella, con un brillo extraño en los ojos—. Te vi el otro día en la plaza. Supe que habías vuelto. O al menos… una parte de ti.

—¿Una parte?

Hana suspiró. Se secó las manos con un trapo.

—Eras distinto. Callado, pero observador. Dibujabas. Escribías cosas que no mostrabas. Vivías… atrapado. Y cuando por fin te fuiste, pensé que no volverías jamás.

—¿Por qué me fui?

Ella lo miró largo rato.

—Eso te corresponde recordarlo a ti. No a mí.

Aiden se quedó callado.

—¿Conociste a mi madre?

Hana asintió.

—Sí. Era luz. Aunque su luz no duró mucho. Murió cuando eras muy niño. Nadie te lo explicó bien. Solo… desapareció.

—¿Y mi padre?

—Siempre fue el mismo. Pero tú cambiaste. Empezaste a hacer preguntas. A romper moldes. Eso nunca le gustó.

Aiden tragó saliva.

—No me siento entero. Es como si caminara entre los restos de otra persona. Uno que todos conocen... pero yo no.

—Tal vez no se trata de recordar quién fuiste —dijo Hana, bajando la voz—. Sino de decidir quién quieres volver a ser.

Antes de irse, ella sacó algo de debajo del mostrador. Un cuaderno viejo, con una luna dibujada a mano en la tapa.

—Lo dejaste aquí. Dijiste que si alguna vez regresabas... probablemente lo ibas a necesitar.

Aiden tomó el cuaderno. No lo reconocía. Pero algo en él lo hizo apretarlo contra el pecho.

Como si una parte de él, que aún no sabía cómo hablar, estuviera empezando a despertar.

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