El amanecer se extendía sobre Imgard, un pintoresco pueblo inglés a las afueras de Londres.
La luz primaveral, un suave matiz dorado, se filtraba a través de las copas de los árboles, iluminando los jardines meticulosamente cuidados y los senderos de piedra húmeda. No era el ardiente resplandor del verano, sino una calidez delicada que prometía un día apacible de Primavera.
En su suntuosa habitación, la joven Mireia Shelford se desperezaba con un bostezo tenue, estirando sus frágiles extremidades.
Sus ojos, del color de un cielo despejado, recorrieron los muebles de caoba y las paredes revestidas de seda.
Fijó su mirada en el ventanal, donde una rendija entre las pesadas cortinas de terciopelo dejaba pasar un tímido rayo de luz.
Unos suaves golpes resonaron en la puerta.
— ¿Señorita Mireia? — se escuchó una voz. — ¿Puedo pasar?
— Adelante — respondió la joven con voz perezosa.
La puerta se abrió y una mujer de unos treinta años entró en la habitación. Vestía un impecable vestido azul marino, cubierto por un delantal de lino blanco almidonado. Su atuendo, sencillo pero pulcro, revelaba su posición como sirvienta.
— Veo que no durmió muy bien, señorita — dijo la mujer con una sonrisa, mientras se acercaba a las cortinas y las abría de par en par con un movimiento rápido, inundando la estancia de luz.
Se volvió hacia Mireia, que aún estaba recostada. — ¿Volvió a quedarse despierta toda la noche leyendo sus libros de fantasía?
Mireia se incorporó con lentitud.
— No son fantasías, Eve. Sherlock Holmes es el detective más grande que ha existido.
— Según tengo entendido, Sherlock Holmes no existe, mi señora.
— ¡Pero está basado en un detective real! — La joven se exaltó, su voz cobrando un entusiasmo repentino.
De repente, una tos incontrolable la asaltó. Se llevó una mano al pecho mientras el sonido hueco llenaba la habitación.
Eve corrió a su lado, sacando un pañuelo de seda de su bolsillo y acercándolo a los labios de la joven.
Cuando la tos finalmente cesó, el pañuelo, de un blanco impoluto, lucía unas pequeñas manchas de un rojo oscuro.
El silencio se instaló entre ellas.
— Parece que su enfermedad no cede — musitó Eve con una tristeza palpable en su voz.
— Lo sé — respondió Mireia, con un suspiro. — Mi cabello rojizo sigue cayendo, mi piel está cada vez más pálida, me canso con facilidad y mi cuerpo se siente tan débil...
Eve colocó sus manos suavemente sobre las mejillas pálidas de la joven.
— Tranquila, mi señora. Estoy segura de que pronto se recuperará y podrá seguir con su vida.
Mireia negó con la cabeza, una sombra de resignación en sus ojos.
— A decir verdad, ya perdí las esperanzas, Eve. Sé que moriré pronto. Debo aceptar mi destino.
Eve no respondió. La preocupación la consumía, pero sabía que insistir solo profundizaría la melancolía de Mireia.
— ¿Qué hay para hoy, Eve? — preguntó Mireia, cambiando de tema.
— Su padre la espera para el desayuno.
— ¡Qué raro! Él siempre desayuna temprano para atender sus negocios — comentó Mireia, levantándose de la cama.
Se detuvo frente a un gran espejo de pie, tocando su rostro pálido y acariciando su cabello, aún hermoso a pesar de su fragilidad.
Era evidente, para cualquiera que la viera, que era una joven de una belleza delicada, pero que la enfermedad la consumía.
— Al parecer… — continuó Eve. — Su padre tiene un anuncio importante que hacerle. No me dio detalles, solo que desea hablar con usted.
La mansión Shelford era un derroche de color y brillo, con sus paredes adornadas con cuadros familiares en marcos dorados y un gigantesco candelabro de cristal que colgaba del techo, iluminando el gran salón principal.
La escalera doble de madera pulida se abría majestuosamente, brindando una entrada elegante.
Mireia descendió con cuidado los escalones, su silueta pálida seguida de cerca por la fiel sirvienta.
Se dirigió hacia el comedor, una sala amplia con una mesa larga y reluciente, decorada con jarrones llenos de flores frescas, candelabros con velas y una cantidad exagerada de comida para solo tres personas.
En los extremos de la mesa, su madre y su padre ya esperaban.
Su padre, un hombre de unos cuarenta años, vestía una camisa de seda blanca y un chaleco azul oscuro con finas líneas doradas. Leía el periódico mientras sostenía una taza de porcelana con el té.
Frente a él, su madre, en un largo vestido de seda color turquesa, sostenía un pequeño libro de tapa de cuero marrón. Su cabello rojizo, recogido en un peinado impecable, brillaba bajo la luz.
Mireia se detuvo a medio camino entre ambos y, con una reverencia, saludó:
— Buenos días, queridos padres.
— Buenos días, querida — respondió su madre con una leve sonrisa.
Mireia observó de reojo a su madre, notando la misma palidez y fragilidad que la aquejaban a ella.
La enfermedad parecía ser una cruel maldición que atacaba solo a las mujeres de la familia.
Cuando Mireia se disponía a tomar asiento en la cabecera, su padre bajó el periódico.
— Ven aquí, siéntate a mi lado — ordenó con su voz grave, sin mirarla directamente.
Mireia lo miró con sorpresa.
Nunca me había pedido que me sentara a su lado, pensó.
Después de unos segundos de vacilación, tomó asiento a su derecha, mirando la abundante comida en la mesa.
El silencio invadió la sala, un silencio cargado de expectación. Mireia sintió que debía esperar a que él iniciara la conversación.
— ¿Qué tal tu cuerpo? — preguntó el hombre después de unos minutos. La pregunta sonó distante, casi sin interés.
— Sigo igual — respondió Mireia con timidez.
Su madre la observaba desde el otro extremo de la mesa.
— ¿Y tu medicina? — continuó su padre. — ¿Está haciendo algún efecto?
— Por el momento, no.
Mireia se sintió cada vez más incómoda. Las preguntas la ponían nerviosa; su padre, un buen hombre, se había vuelto apático y distante desde que la enfermedad había aparecido cinco semanas atrás. Su única preocupación parecía ser contratar a los mejores médicos del país, pero ninguno había tenido éxito.
Debe sentirse mal al saber que las mujeres que ama morirán pronto, pensó Mireia, sus ojos cayendo sobre el periódico que él sostenía. En la primera página, un titular describía un asesinato.
— ¿Dónde fue el asesinato? — preguntó la joven con inocencia.
Frank Shelford finalmente bajó el periódico, dirigiendo su mirada hacia su esposa, quien lo observaba con frialdad.
— En la casa de los Bullock — respondió, sin quitarle los ojos de encima a su esposa.
Un escalofrío de terror recorrió a Mireia.
— ¡¿Los Bullock?! — exclamó, levantándose de golpe. — ¡Está a tres casas de aquí!
El mareo la obligó a tambalearse, y los sirvientes que estaban de pie se movieron para ayudarla, pero su padre levantó una mano, deteniéndolos.
Mireia volvió a su asiento, cerrando los ojos con un quejido de dolor.
— Al parecer un asesino acecha Imgard — dijo su madre desde el fondo de la mesa, con un tono de voz lleno de enojo. — Y todavía no han encontrado al culpable. Tu padre quiere…
— ¡Ya está decidido! — Frank levantó la voz, poniéndose de pie. La mujer se cruzó de brazos, mirando hacia un costado.
Mireia abrió los ojos, confundida por la tensión en el aire. Frank suspiró, intentando calmarse.
— En unas horas llegará un joven. Ha sido contratado para resolver el caso.
— ¿Un detective? — preguntó Mireia, con un brillo de esperanza en sus ojos.
— ¡Un intruso! ¡Un americano que nadie conoce! — exclamó su madre.
— ¡Suficiente! — Frank interrumpió, golpeando la mesa. — Se quedará hasta que resuelva el caso y luego se marchará. Están todos avisados. Ahora, si me disculpan, iré a prepararme para su llegada. Ustedes harán lo mismo.
Se retiró del salón a paso apresurado.
El ambiente se volvió denso. Mireia y su madre, Elena, se miraron. Elena no estaba enojada con su hija, sino con la situación.
Conozco muy bien a mi madre, pensó Mireia. Por alguna razón, odia a los extranjeros.
Más tarde, en su habitación, Mireia se asomó al balcón, contemplando el inmenso jardín bajo ella.
¿Quién será ese hombre?, se preguntó a sí misma, apoyando la barbilla en la mano mientras el viento fresco le acariciaba el rostro.
"Si desconfías demasiado, dudaras hasta de ti mismo. Si confías demasiado, te perderás en tu egoísmo"
Atte: Papá
Capítulo 1
El Royal Queen, uno de los transatlánticos más grandes y suntuosos del mundo, cortaba las olas con una majestuosidad imponente, a punto de atracar.
En sus camarotes de caoba pulida y salones adornados con terciopelo, la élite de la sociedad inglesa y americana aguardaba con impaciencia su llegada a puerto.
Muy por debajo de esas cubiertas de lujo, en la penumbra de la bodega, un oficial de policía descendía con un candelabro en mano, su luz vacilante bailando sobre los barriles de madera y las sombras danzantes. El aire era denso, impregnado de un olor a moho y humedad. Con su macana, golpeó repetidas veces los viejos toneles y las paredes.
— ¡Levántense, ratas inmundas! — gruñó. — Llegamos en quince minutos.
En un rincón apartado, un anciano corpulento se desperezaba con lentitud. En su mano derecha, una botella de ron casi vacía.
Se puso de pie con dificultad, los vaivenes del barco y la borrachera haciendo que sus piernas flaquearan. Se limpió la saliva de la boca con la manga de su camisa blanca, sucia y rasgada.
— ¡Oye! ¡Es hora de despertarse! — dijo, dirigiéndose a un bulto que se mecía en una hamaca improvisada, hecha de tela y suspendida entre dos postes. — ¡Que te levan…!
La oración se cortó abruptamente cuando el barco dio un fuerte golpe. El anciano, apodado Boch, se fue de espaldas, golpeándose contra la dura madera. El bulto de la hamaca cayó al suelo con un golpe seco.
Un joven se frotó la cabeza, gimiendo de dolor.
— ¿Qué haces, Boch? Déjame dormir — se quejó, dándose la vuelta y acurrucándose en el suelo, abrazando un pequeño cofre de madera.
— ¡Imbécil! — exclamó Boch, asomando la cabeza por una rendija que daba al exterior.
El barco, con un último y suave vaivén, había llegado a puerto.
— Por fin… Inglaterra — pensó Boch, un alivio palpable en su voz. Se volvió hacia el joven. — Bueno, creo que es hora de despedirse, muchacho. — Del bolsillo de su pantalón sacó una carta y la lanzó al suelo.
— Como habíamos acordado, aquí está tu documentación. Ahora puedes moverte libremente por Londres.
El joven, ya sentado, tomó la carta y la miró.
— ¿Cómo me llamo? — preguntó.
— Johan Fareyn — respondió el anciano. — Detective, soltero, sin familia, sin pasado. Perfecto para ti, Hemmet.
— ¿Y cómo conseguiste esta documentación? — inquirió el joven.
— No preguntes si no soportarías la respuesta, niño — dijo Boch, observando por última vez la vista exterior. — Bueno, ya puedes bajar.
El joven se levantó del suelo, sacudiéndose el polvo de sus pantalones de vestir, de un oscuro y elegante tono, que combinaban a la perfección con su camisa blanca almidonada y su chaleco gris oscuro.
— ¿Qué harás ahora, amigo Boch? — preguntó, recogiendo un maletín que ocultó bajo su saco y ajustándose un pequeño sombrero oscuro. En su brazo izquierdo, sostenía con delicadeza el viejo cofre de madera.
— Yo no soy tu amigo, solo te conozco hace un mes — replicó el viejo, arrojando la botella vacía.
— ¡Vamos, no digas eso! Incluso te dije mi verdadero nombre. Puedes usarlo si quieres.
Boch se quedó en silencio un momento. Se quitó el sombrero revelando una fotografía dañada, escondida dentro de aquel sucio sombrero.
— Espero ver a mi familia — la voz del anciano se tiñó de nostalgia y tristeza. — Mis dos hijas deben estar esperándome en alguna parte… Fue hace tres años la última vez que las vi. Desde entonces me he sentido solo.
El joven levantó la mano derecha dando un chasquido con sus dedos.
— Entonces no me equivoqué… — murmuró Hemmet en voz baja.
— ¿Por qué lo dices?
— No preguntes si no soportarías la respuesta — replicó el joven con una sonrisa enigmática.
Mientras se disponía a marcharse, Boch lo detuvo.
— ¿Puedo preguntar algo, Hemmet?
El joven se detuvo, inmóvil.
— ¿Por qué te quedaste aquí abajo conmigo estos siete días? Pudiste haber estado con la alta sociedad desde el inicio. Un excombatiente tiene esos derechos, incluso con la gente rica.
Sin darse la vuelta, Hemmet respondió:
— Debía conocer los secretos más oscuros de esta… misteriosa ciudad — dijo, su voz con un deje carismático. — Me servirá para mi trabajo.
Hemmet continuó caminando, pero se detuvo de nuevo.
— También… — añadió. — Pensé que te vendría bien una buena compañía.
Tiene razón, no se equivocó, pensó Boch.
— Es un gran detective… — murmuró el anciano, mientras Hemmet, ahora Johan Fareyn, subía las escaleras hacia las cubiertas superiores.
Ya en los camarotes, era fácil camuflarse. Su vestimenta lo hacía pasar por uno más de los pasajeros de lujo. Caminó con soltura entre la multitud, esquivando a las personas que avanzaban más lento. En un momento, chocó con un hombre alto.
— Lo siento, amigo. Está un poco estrecho por aquí — se disculpó.
El hombre sonrió con tranquilidad.
— No se preocupe, sucede todo el tiempo.
— Soy Johan Fareyn, un gusto saludarle — dijo Hemmet, extendiendo su mano.
El otro aceptó el saludo.
— Esteban Bullock. Vuelvo para ver a mi familia. Al parecer, uno de mis tíos murió hace unos días.
— ¡No puede ser! — exclamó Hemmet, fingiendo sorpresa. — Vengo a analizar un caso de asesinato en la familia Bullock. Soy investigador privado, el mejor en América.
— Conozco a muchos investigadores, y de los más famosos, pero nunca oí de usted — dijo Esteban, extrañado.
— Si fueran los mejores, no se dejarían conocer tan fácilmente — respondió John con una sonrisa.
Esteban asintió en silencio, aceptando la respuesta.
Mientras la conversación se extendía entre risas y anécdotas triviales, ambos cruzaron la cubierta del barco y finalmente pisaron tierra firme.
Londres se alzaba ante ellos, una ciudad misteriosa de construcciones antiguas, pero con un aire de elegancia y refinamiento.
La neblina matutina apenas se mantenía, mientras el sol radiante comenzaba a asomarse por el horizonte.
Un Bentley verde apareció por un lado de la calle.
— Bueno, mi amigo detective, aquí está mi transporte — dijo Esteban. — ¿Quiere acompañarnos? Podría presentarle al resto de mis amigos. Sin duda se convertirán en sus amigos en minutos.
Y no era de extrañar para Hemmet. Una de sus grandes habilidades era crear conversaciones triviales, ganarse la confianza de la gente y fabricar historias falsas para generar carisma.
— Esta vez paso — dijo Hemmet. — La próxima vez beberemos algo, amigo. Debo hacer una parada antes.
Era una mentira. Hemmet sabía que no debía viajar con un Bullock; eso lo convertiría en sospechoso y sería un mal comienzo en su misión.
Bueno… hicimos un avance, se dijo, mientras observaba la gigantesca ciudad frente a él.
— Y ahora...¿Dónde carajos es Imgard?
"En una pelea a puño limpio, el enojo es un factor fundamental.
Ganará aquel que logre enfurecer a su oponente".
Atte: Papá
Aquella tarde de abril se acercaba a su fin. Mireia y su sirvienta se distraían, como era costumbre, limpiando el inmenso jardín de flores que adornaba el patio trasero.
Reían y disfrutaban de conversaciones triviales, rodeadas por decenas de variedades y colores que creaban un hermoso contraste primaveral.
—¿Ya pensó en el matrimonio, señorita Mireia? —preguntó Eve con picardía, interrumpiendo un momento de silencio.
—Mmh… Puedes preguntar algo más —dijo Mireia, riendo. —Creo que no estoy lista aún. Prefiero leer y cuidar del jardín contigo.
Ambas estaban de rodillas en la tierra, quitando con pequeñas tijeras la maleza que apenas brotaba.
—¿Y usted? ¿Cómo se lleva con su marido? —preguntó Mireia, curiosa.
—Hace tiempo que no hablamos, no nos abrazamos, no compartimos momentos —respondió Eve con tranquilidad. Luego, una sonrisa ladeada apareció en sus labios. —En realidad… así estoy mejor.
Mireia no comprendía del todo las palabras de su sirvienta. Las cosas románticas y el amor no eran una parte central de su vida, a pesar de que sus padres le habían dado la libertad de casarse con quien deseara.
Después de unos minutos de apacible silencio, unos gritos resonaron desde el interior de la mansión.
—¡Intruso! ¡Intruso en la entrada!
Eran las voces de los guardias de la casa, hombres ataviados con sacos rojos y un garrote en mano, entrenados para vigilar y proteger la residencia Shelford.
La curiosidad venció a Mireia, y corrió frenéticamente hacia la entrada. Eve la siguió de cerca.
—¡Despacio, señorita! ¡Puede caer, está muy débil! —gritó la sirvienta, agitada, pero Mireia no le hizo caso.
Sin salir del vestíbulo, Mireia se apoyó en el marco de la puerta, ligeramente oculta, observando la entrada principal.
Y allí estaba él, ya dentro de la casa.
Las llaves las tenían solo los guardias y los dueños, pero él había logrado entrar. Estaba sentado frente a una gárgola de mármol gris, con los brazos alrededor de las rodillas, agitado. A su lado, en el suelo, yacían las llaves de la casa.
Mireia miró las llaves un momento, luego alzó la vista y vio a uno de los guardias inconsciente, tendido fuera de las rejas.
Tras unos segundos, sus ojos se posaron de nuevo en el joven.
Sus rizos cortos brillaban por el sudor, y gotas caían por su rostro hasta sus gruesos labios.
Su camisa blanca estaba arrugada y casi desabrochada, dejando ver su pecho empapado por la transpiración.
Sobre su hombro, llevaba el chaleco y el saco, y a su lado, en el suelo, su boina y el misterioso cofre de madera.
Mireia solo observaba, de arriba abajo, preguntándose quién era aquel hombre. Su timidez y el miedo a que fuera un ladrón la paralizaban. Eve apareció detrás de ella.
—Señorita, es peligroso —susurró entre dientes, tirando suavemente del vestido de la joven para que retrocediera.
Finalmente, el joven se puso de pie. Su estatura era imponente, al menos 1.80 metros. Se arremangó la camisa, revelando unos brazos largos y fuertes.
—Uff… creo que llegué —se dijo a sí mismo, mirando la entrada con una pequeña risa.
De repente, un guardia pasó corriendo por la puerta con su garrote en alto, listo para golpearlo.
—¡Retírese de esta casa, ladrón! —gritó el guardia.
Con un simple toque de nudillos, el joven le arrebató el garrote. Luego, con la falange media del dedo medio de su otra mano, tocó suavemente el mentón del guardia, que cayó al suelo mareado.
Todo sucedió en cuestión de segundos; ni siquiera los presentes se habían dado cuenta de lo que realmente había pasado.
Justo entonces, aparecieron dos guardias más.
—¡ALTO! —La voz grave del señor Frank Shelford, el padre de familia, resonó desde el interior de la casa. —¡Qué diablos hacen! ¡Es nuestro invitado!
El señor Shelford salió, apretando los dientes de la rabia, y lanzó una mirada severa a su hija.
—Mireia, ¿qué son esos modales? Ven a saludar al detective…
Mireia, todavía en shock, no lograba decir una palabra.
—Gusto en conocerlo, señor Shelport —dijo el joven, extendiendo la mano.
—Shelford —susurró un guardia.
—Shelford —corrigió el joven, mientras Frank aceptaba el saludo. —He escuchado cosas buenas de usted. Mi nombre es John Fareyn.
—Déjeme presentarle a mi hija, Mireia Shelford —dijo Frank. —Y también a su fiel sirvienta, la señorita Eve. Debo decir también que ahora que usted es parte de esta casa por un tiempo, ella también estará a sus servicios. ¿No es así, Eve?
La sirvienta se inclinó en señal de respeto.
—Así es, mi señor —dijo, con una sonrisa.
Mireia seguía observando al joven con detenimiento, sin decir una sola palabra.
—Ejem… —Frank carraspeó, esperando que su hija hablara.
—Em… sí… Hola —dijo Mireia finalmente, haciendo una reverencia un tanto torpe.
—Un gusto, Mireia —respondió el joven.
—Bueno —dijo el padre. —Ya que nos conocemos, podremos continuar la conversación en la cena. —Frank miró a uno de los sirvientes dentro de la casa.
—Thomas, ven a recoger las cosas de nuestro invitado y enséñale su habitación y el baño. También… —Frank se volvió hacia Hemmet. —Muéstrale la ducha.
El sirviente asintió, levantó una valija y se dispuso a tomar el cofre de madera.
—Ah, ah. Este lo llevo yo, muchas gracias, Tomy —dijo Hemmet, siguiendo al sirviente y subiendo las escaleras.
—Es extraño, ¿no? —preguntó Mireia a Eve.
—Me pareció un poco… ¿tonto?
Ambas rieron a carcajadas. Frank las miró, sin comprender la situación.
Con la llegada de la noche, la familia y el joven disfrutaban de una elegante cena.
Había comidas de todo tipo, desde carnes asadas hasta frutas de temporada, dispuestas sobre una mesa brillante.
—Y bien, John Fareyn —la madre, Elena, fue la primera en romper el silencio. —Cuéntenos…
—¡¿Cuántos casos resolvió?! —interrumpió Mireia, exaltada.
—Hija, por favor. Muestre respeto hacia el invitado —exclamó su padre.
—Bueno… en realidad no muchos —respondió Hemmet con calma. —Hace poco terminé mi entrenamiento.
—¿O sea que, es un don nadie? —continuó la madre, en tono burlesco y con un dejo de desdén.
—Puede ser —dijo Hemmet, sonriendo mientras cortaba su carne con serenidad.
—Parece que el caso se va a resolver muy rápido entonces… —continuó Elena en tono desaprobatorio, mientras observaba fijamente a su marido en la otra punta de la mesa.
Frank agachaba la cabeza, avergonzado.
Hemmet observaba la situación de reojo. Sonrió internamente y chasqueó los dedos de su mano derecha.
—De hecho… —comenzó a hablar. —Señorita Eve, ¿puede pararse a un lado de la señorita Mireia?
Todos lo miraron extrañados, pero Eve asintió y se colocó a un lado de Mireia, sin entender lo que sucedía.
El joven se limpió la boca con una servilleta y continuó.
—En América tuve grandes compañeros que me enseñaron sus trucos… —El detective se puso en pie y se acercó lentamente hacia Elena. —Otros, los aprendí por cuenta propia. Eve, por favor, tome el pañuelo de su bolsillo izquierdo.
Eve estaba sorprendida. Sin pensarlo, sacó aquel pañuelo rojo de seda.
—Y algo que nunca voy a olvidar es… —Hemmet, antes de seguir, levantó una servilleta de la mesa, la colocó frente a Elena, y la miró. —Hay que estar listos siempre para todo.
Hubo un segundo de silencio. De repente, ambas mujeres, Elena y Mireia, comenzaron a toser fuertemente.
Eve colocó el pañuelo en la boca de Mireia, y Hemmet repitió la acción con la señora Elena.
El señor Frank no dudó en levantarse, no por la tos, sino por el asombroso gesto del detective al actuar con tanta calma y serenidad.
¿Cómo sabía que iban a toser?, se preguntó en su cabeza.
Una vez que la tos se calmó, el joven hizo una bolita con la servilleta y la guardó en el bolsillo de su pantalón.
—Bueno, es hora de dormir. Mañana será un largo día —dijo con tranquilidad. —Hasta mañana, señores Shelford.
Después de esas palabras, se marchó sin decir nada más.
Aquellos que habían presenciado aquel momento se quedaron mirándose, con una misma pregunta en sus mentes:
¿Qué había pasado?
Download MangaToon APP on App Store and Google Play