PRESENTACIÓN
¿Qué harías si tras tu muerte. . . te encuentras en una novela que ya conoces?
¿Qué harías si esa novela te obliga a enfrentar un final que no mereces, lleno de sufrimiento y soledad?
Lila Fernández era una mujer del montón.
Médica. Comprometida. Desdichada en un matrimonio que nunca fue amoroso.
Hasta que el fuego cruzado entre criminales truncó su vida… demasiado pronto.
Sin embargo, el destino —o quizás algo aún más fuerte— le brinda una nueva oportunidad.
Pero no como Lila. Ahora es Magdalena Belmonte, la niñera de una niña en un castillo envuelto en misterios…Y dentro de la historia que una vez leyó durante una noche de trabajo.
Una novela donde su futuro ya ha sido determinado: ser ahorcada por un delito que no cometió.
Pero esta vez no se dejará vencer.
Esta vez se esforzará por cambiar su destino.
Por proteger a la niña.
Por abrir los ojos del conde que tanto amó la niñera en silencio. Y quizás… solo quizás… por descubrir lo que realmente es el amor.
Porque cuando la muerte no es el final, la vida se transforma en la historia más apasionante jamás narrada.
Palabras de la autora
Queridas lectoras:
Agradezco que me acompañen una vez más en esta aventura llena de letras, sentimientos y segundas oportunidades. Cada relato que creo surge del corazón y cobra vida gracias a ustedes.
Gracias por leer, por sentir, por permitirme ser parte de sus días con mis historias.
Si alguna vez han deseado cambiar su destino, esta historia es para ustedes.
Con todo mi cariño,
Cinthia Barros Freile
La historia continúa…
Firmé el documento sin dudar ni un instante. Tres años de un matrimonio vacío concluían con una firma exacta, como si estuviera cerrando un informe clínico más. No hubo lágrimas. No hubo imploraciones. Solo el eco de la jueza resonando en la sala al dictar la resolución de divorcio.
Mi exesposo—ese hombre que una vez creí amar—no levantó ni por un instante la mirada de su teléfono. Sus dedos continuaron tecleando sin cesar, indiferentes a lo que acabábamos de dejar atrás.
Me levanté. Lo miré por última vez. Lo observé con una mezcla de lástima y desprecio, como alguien que contempla los vestigios de un hogar que alguna vez fue querido, pero que ahora solo es un escombro.
Y sin mirar atrás, salí del tribunal con determinación. Como alguien que se aleja no solo de un hombre, sino de una existencia que ya no le pertenece.
Mi nombre es Lila Fernández. Tengo treinta y dos años. Soy cirujana especializada en trauma… y desde hace algún tiempo, llevo una vida en dos mundos completamente diferentes. Durante el día, soy una profesional ejemplar. Trabajo en clínicas, hospitales y quirófanos donde la sangre corre y los gritos de emergencia son parte del entorno. Allí salvo vidas con mis manos, aplico mis enseñanzas, y me ajusto a lo que la sociedad considera “correcto”.
Pero en la oscuridad… también soy diferente.
Mi otra parte ayuda a aquellos que no pueden llegar a un hospital sin llamar la atención de la policía. Heridos que no figuran en los registros. Hombres con tatuajes en la piel y un brillo de muerte en sus miradas. Mafiosos. Criminales. Asesinos.
Y entre todos ellos, hay uno al que no puedes ignorar.
Vladímir Morozov.
Él no solicita favores. Ordena. No solo es mi cliente más peligroso. Es quien, en una ocasión, me salvó la vida… y me unió a la suya sin necesidad de acuerdos. Le debo lealtad. Sin interrogantes. Sin condiciones.
Apenas salí del juzgado, mi teléfono vibró. Pantalla protegida. Remitente desconocido.
Solo una palabra:
“Urgente.”
Y debajo, una dirección.
Sabía que no podía rechazarlo. Vladímir no es paciente. Ni perdona la desobediencia. La dirección me llevó a las afueras de la ciudad. Una casa oculta entre árboles altos y densos, en un área donde el silencio parece guardar más secretos de los que revela. Tenía ventanas tapadas y un aspecto tan ordinario que casi no se notaba. Dos hombres armados me esperaban en la entrada. Me registraron de arriba abajo. Ni una palabra. Solo movimientos bruscos y fríos, como si estuvieran examinándome por última vez.
Me condujeron al interior, a una habitación improvisada como una clínica.
Y allí estaba él. El patriarca. Mijael Morozov, el padre de Vladímir.
Un anciano de piel desgastada, con el rostro cubierto por sombras y los ojos apagados a causa de su malestar. Su manera de respirar era un quejido, un murmullo de muerte cercana.
—Haz lo que puedas, doctora —dijo Vladímir, con una voz grave y áspera, resonante como el metal raspando la piedra—. No puede morir hoy.
Accedí. No había alternativa.
—Haré lo que esté en mis manos. . . pero no soy un milagro.
Abrí mi maletín. Preparé lo que necesitaba para estabilizarlo. Su pulso era irregular. Sus pulmones estaban congestionados, y su pecho crujía al inhalar. Su estado era crítico, pero no era la primera vez que me enfrentaba a situaciones así. Ya había rescatado a muchos de las puertas del inframundo.
Pero entonces… el inframundo nos alcanzó primero.
El primer disparo sonó seco. Cortante. Un disparo que rompió la calma como un trueno inesperado.
Los ventanales estallaron en mil pedazos. El aire se inundó de gritos, humo y olor a pólvora.
Cayó al suelo por instinto, arrastrando conmigo la bandeja de metal que había cerca. No era una protección, pero quizás podría desviar una bala. Cubrí al anciano como pude. No iba a permitir que muriera como un perro bajo el fuego enemigo.
—¡Lila! —vociferó Vladímir desde el otro lado del salón—. ¡No te muevas de ahí!
Disparos. Voces entremezcladas en ruso y español. Una emboscada. Estábamos rodeados.
Los hombres de Vladímir respondían con precisión militar. Las balas silbaban como serpientes en la habitación.
Yo no contaba con más arma que mis manos. Sin chaleco, sin salida. Solo un anciano en estado crítico… y mi deseo de mantenerlo vivo. Un hombre apareció en la entrada. Su rostro estaba cubierto. Armado. Me apuntó directamente a la cabeza. Mi corazón se detuvo un instante.
Y luego… un disparo. No era él quien había disparado. El hombre cayó a mis pies, con los ojos abiertos, sin vida. Vladímir. Una vez más. Me había salvado.
Pero no había tiempo para agradecer. Otro estallido sacudió la casa. Luego otro. Y otro. Las paredes temblaban. Yo intentaba controlar la presión sobre una hemorragia que no cesaba, mientras mi mundo se enfocaba en la sangre que brotaba, el dolor punzante en mi costado… y el calor húmedo en mi abdomen.
No lo noté de inmediato. Hasta que el metal se volvió pegajoso. Hasta que el suelo pareció separarse y mi vista se volvió borrosa.
Estaba sangrando. Y no era por el paciente.
Era mi propia sangre.
No sé cuántas balas me dieron. Una. Dos. Quizás más.
Mis oídos zumbaban como si alguien hubiese bajado el volumen del mundo. El aire se hacía pesado. Mis manos, torpes. Me vi a mí misma desde fuera. Tumbada en el suelo, en un charco de sangre que se expandía como tinta.
Reflexioné sobre mi vida.
Recordé todo lo que fui. Una hija obediente. Una estudiante brillante. Una médica apasionada.
Y aun así, siempre en soledad. Siempre entregada. Siempre anteponiendo las cosas de otros a las suyas.
Nunca experimenté un amor genuino. No de ese tipo verdadero. Nunca sentí nervios por un beso. Nunca anhelé que alguien llamara a mi puerta.
Mi matrimonio fue una ilusión. Una serie de hábitos con anillos dorados y camas frías. Y ahora… así era como moría. En una vivienda desatendida. Rescatando a un antiguo delincuente.
—Qué ironía… —murmuré con lo poco de voz que me quedaba—. Dediqué mi vida a ayudar a otros… y no logré ayudarme a mí misma.
Mi corazón se tornó lento. Mis párpados eran pesados. Una lágrima bajó despacio por mi rostro.
No por temor.
Ni siquiera por sufrimiento.
Sino por todo lo que no experimenté.
Por los abrazos que no ofrecí. Por las caricias que no supe demandar. Por el amor que jamás conocí.
Y justo cuando creí que todo había terminado…
Algo se transformó.
Una luz. Un vacío. Un murmullo que flotaba entre la calma y la muerte.
Una voz… suave, etérea. Inentendible pero reconfortante.
No sé si era mi mente diciendo adiós. O si crucé un límite desconocido.
Pero sentí que, de alguna manera…Mi historia no acababa allí.
Y en la próxima… no permitiré que me derroten tan fácilmente.
Desperté rodeada de sombra. Quietud. Luego, una suave brisa. El inconfundible aroma de lavanda y madera antigua se hacía presente. No era el olor metálico de la sangre ni el plástico de los quirófanos que conocía de mi vida anterior. Mis párpados estaban pesados. Pero no era cansancio, al menos no del habitual. Era como si el cuerpo al que pertenecía ya no fuera el mío. Sentía huesos extraños, un latido diferente, una piel más delicada. Y, sin embargo, estaba viva.
Viva… pero en donde, no lo sé aún.
Cuando finalmente logré abrir los ojos, vi un techo blanco con vigas de madera ordenadas y un candelabro de cristal suspendido en el centro. Me encontraba recostada en una cama con dosel, cubierta por una pesada manta de tejido denso. No había monitores de ritmo cardíaco. No escuchaba el sonido de máquinas ni el murmullo de pasillos contemporáneos. Todo estaba rodeado por un silencio inusual, casi sagrado.
¿Estoy muerta?
¿O es esto. . . el paraíso?
Pero luego, la punzada en mi pecho y el aire fresco que llenaba mis pulmones me hicieron recordar que esto no era la muerte. Era algo diferente. Más incomprensible. Con esfuerzo, me incorporé, y al hacerlo, un dolor agudo me recorrió la cabeza, haciéndome cerrar los ojos brevemente. Y entonces sucedió.
Como un torrente descontrolado, las imágenes comenzaron a fluir:
Una niña de rizos castaños riendo en un jardín.
Un hombre robusto cargándola.
Un castillo rodeado de un lago azul brillante.
Una mujer rubia con una sonrisa falsa.
Un grito. Agua. Oscuridad.
Mi corazón dio un salto.
—No. . . no puede ser —susurré, mientras llevaba una mano temblorosa hacia mi rostro.
Me levanté y buscando con dificultad un espejo, lo encontré al lado del armario, en un marco dorado que mostraba el paso del tiempo. Lo que vi en el reflejo me dejó paralizada.
Esa… no era yo.
Ya no era Lila Fernández.
La imagen que vi era la de una joven de rostro alargado, mejillas suaves, labios pálidos y unos grandes ojos llenos de miedo. Iba vestida con un atuendo gris muy formal, cerrado hasta el cuello, más apropiado para una institutriz que para una mujer libre.
Entonces lo entendí. Con un horror que se infiltró en mi ser, lo comprendí. Estaba dentro de la historia.
La novela que había leído durante aquellas largas guardias nocturnas en el hospital. Aquella trágica historia del conde solitario, su hija… y la niñera.
La niñera que fue ahorcada por un crimen que no cometió.
La mujer silenciosa, devota, olvidada.
La que murió amando en secreto al hombre que la traicionó.
—¡Maldita sea! —murmuré, con la voz quebrada—. ¡Soy la niñera!
Magdalena Belmonte.
No comprendía por qué ni el cómo, pero lo sabía con total seguridad. Estaba inmersa en esa narrativa. Y no era la protagonista.
Era la víctima.
Tenía nítidos los recuerdos. Evangelina Oxford, la hermosa dama que el conde salva en un acto casi divino, se convierte después en su esposa. . . y es la asesina de la pequeña Penélope. Sin embargo, cuando la niña fallece, Evangelina no lleva la carga de la culpa. En cambio, finge estar horrorizada, llora desconsoladamente y ofrece pruebas fraudulentas que incriminan a Magdalena.
Y el conde —deslumbrado por el sufrimiento, la ira y la traición— la condena a ser ahorcada en un árbol en el jardín. El mismo árbol visible desde la habitación de la niña.
Tragué saliva. Sentí que mis manos temblaban.
No. . . no iba a repetir ese relato. No iba a morir ahorcada. No esta vez.
Busqué con ansiedad papel y lápiz. En un cajón de la mesita de noche encontré una libreta cubierta de polvo. Empecé a escribir: los nombres, los sucesos, todo lo que recordaba de la historia. Un mapa de lo que podría suceder.
Penélope.
El diario falso.
El lago.
El conde Freddy Arlington.
La traición.
La soga.
Una línea final:
"Impedir que Evangelina ingrese al castillo. Proteger a Penélope. No morir. "
Respiré profundamente.
Si esto era otra oportunidad, no la iba a malgastar.
Abrí la puerta de la habitación y salí al pasillo. El aire olía a cera de abeja y flores secas. Las paredes estaban adornadas con tapices antiguos, retratos familiares y hermosos vitrales pintados. Caminé con precaución por los pasillos. Los tablones de madera crujían bajo mis pies. Sentía que cada rincón guardaba un secreto.
Una sirvienta pequeña, con un moño apretado y semblante cansado, apareció al final del pasillo.
—Perdón… ¿la señorita Penélope está en su habitación?
—Está en su sala de juegos, tercer piso. Está dibujando. No le agrada ser interrumpida.
Afirmé con la cabeza y agradecí. Comencé a subir las escaleras con un poco de miedo. Sabía que aún había tiempo antes de que Evangelina hiciera su entrada triunfal. . . y mortal.
Me detuve frente a una gran puerta blanca. Toqué suavemente.
—¿Quién es? —preguntó una voz pequeña y dulce.
—Magdalena. ¿Puedo entrar?
Hubo un breve silencio. Luego, se escucharon pasos. La puerta se abrió.
Allí estaba. Penélope Arlington. Aproximadamente ocho años, con rizos castaños, ojos grises y un lazo azul.
Pequeña, delicada. . . y completamente ajena al destino que la acechaba.
—Papá dijo que estabas enferma —me dijo con voz seria.
—Ya me siento mejor —le sonreí—. Gracias por preocuparte.
—Puedes pasar.
Entré. La habitación era amplia. Había muñecas de porcelana, estanterías llenas de libros, una alfombra roja y una ventana enorme que daba al lago. Al maldito lago.
—¿Te gusta dibujar?
Ella asintió, sin mirarme.
—¿Puedo ver?
Me ofreció uno de sus dibujos. Representaba a tres personas: el conde, ella y yo. Curiosamente, solo mi figura estaba sonriendo.
—¿Qué significa esto? —inquirí.
—Papá está triste. Su corazón está roto —respondió, señalando el corazón negro sobre su padre—. Pero tú logras hacerle reír. Eres especial.
Sentí una presión en el pecho. Me acerqué y le di una caricia en la cabeza.
—Te prometo que cuidaré de ti, Penélope. No permitiré que nada malo te suceda.
Ella sonrió. Y me hice la promesa de que esta vez cambiaría el desenlace.
Al salir de la habitación, una sensación me envolvió.
No estaba en mi realidad.
No tenía una sala de operaciones.
Ni un instrumento quirúrgico.
Ni una forma de escapar.
Pero tenía una fuerte resolución.
Y esta vez… la niñera no será castigada.
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