El hospital olía a desinfectante y a tristeza. Así lo decía siempre el Dr. Méndez entre risas agotadas cuando salíamos del quirófano tras doce horas seguidas. Yo solía reír con él, pero esa noche no tenía ganas. Me temblaban los dedos después de haber suturado por quinta vez en lo que iba del día, y el nudo de tensión que llevaba en la nuca parecía haber decidido quedarse ahí a vivir.
Habían pasado apenas tres días desde que recibí la noticia: ya no era residente. Era oficialmente cirujana titular. Lo había soñado durante años. Años de insomnio, de estudiar mientras otros dormían, de sacrificar cenas, relaciones, cumpleaños, navidades… todo para llegar a este punto. Y sin embargo, esa noche lo único que quería era una ducha caliente, una copa de vino y apagar el cerebro.
Me quité la bata, guardé mi estetoscopio en el bolso, y bajé al estacionamiento subterráneo con pasos lentos. El eco de mis tacones en el concreto me acompañaba, solitario. Apenas metí la llave en la cerradura del coche, sentí el clic frío de algo metálico en mi nuca.
—No grites— Dijo una voz grave, como si alguien hubiese fumado toda su vida y aun así quisiera que su voz sonara calmada y melodiosa.
Me congelé. Pensé en correr, gritar y sobre todo en que iba a morir.
—Sube al coche. Conduce hacia donde te indiquemos. Y no hagas ninguna estupidez.
Tres hombres, todos vestidos de negro. Uno entró en el asiento trasero. Otro se sentó junto a mí. El tercero se perdió en la oscuridad del estacionamiento.
Yo obedecí, encendí el auto y manejé hacia donde me indicaron.
Las luces de la ciudad se fueron apagando con cada calle. Cruzamos puentes, autopistas y carreteras. Cuando la señal del celular murió, entendí que me llevaban muy lejos. No sabría decir cuánto tiempo pasó ya que los nervios se habían apoderado de mí, pero el paisaje se volvió cada vez más rural, luego boscoso, hasta que apareció una verja negra y elegante frente a nosotros. La reja se abrió sin que nadie la tocara, como si nos esperaran.
La mansión un poco más alejada de las rejas, se alzaba como una postal salida de una pesadilla victoriana. Tenía la belleza de algo antiguo… y el escalofrío de algo peligroso.
Me bajaron sin hablar. Me escoltaron por pasillos alfombrados, iluminados por lámparas tenues y cuadros antiguos que parecían observarme. Finalmente, una puerta doble se abrió frente a mí.
Fui recibida por una mujer.
Alta, de piel como porcelana y labios rojos como un crimen. Llevaba un vestido largo, entallado, sin una sola arruga. Su cabello era castaño, liso, impecable. Y su presencia llenaba la habitación como si fuera reina de algo que yo no podía comprender.
—Doctora Alejandra Rivas— Dijo con una voz firme y melódica—. Qué placer tenerla tan pronto entre nosotros.
Yo no respondí. No podía. Mi boca era un completo desierto.
Ella sonrió, como si supiera exactamente lo que pensaba.
—Tranquila. Aquí no vamos a hacerle daño.
Los hombres a mi alrededor se tensaron, pero no se movieron.
—¿Qué… qué es esto? ¿Quiénes son ustedes?
Ella dio un par de pasos hacia mí. Su perfume era caro y envolvente, como jazmín en una noche tóxica.
—Escuchamos que es usted una de las cirujanas más prometedoras del país. Ganó el premio nacional de innovación médica en cirugía laparoscópica hace seis meses. Su tesis fue publicada en dos revistas internacionales. Y salvó la vida del hijo del senador Pranfor tras un accidente automovilístico.
—¿Cómo saben…?
—Tenemos ojos donde hace falta tenerlos. Y ahora… necesitamos sus manos.
La puerta detrás de ella se abrió. Dos hombres entraron, llevando una camilla. En ella, un cuerpo inmóvil. Cubierto de sangre. Con varios vendajes improvisados y un olor metálico que me hizo retroceder. El paciente tenía el rostro cubierto, pero podía ver su torso desnudo, sus tatuajes… y las heridas.
—Le presento al Sr. Reginald— Dijo la mujer con cierta nostalgia en la voz—. Nuestro jefe. Nuestro rey, mi hijo y su nuevo paciente.
—Esto es una locura. Llévenlo al hospital, no soy una clínica privada, no…
—No hay hospital que pueda recibirlo sin que terminen todos muertos en la sala de espera, querida.
Ella dio una palmada y los hombres me empujaron hacia la camilla.
—Lo que le vamos a decir ahora debe quedarle muy claro —susurró la mujer inclinándose cerca de mí, tan cerca que sentí el roce de sus labios en mi oreja. —Usted no va a salir de aquí hasta que él esté curado y si él muere, usted muere con él. Asi que ni se le ocurra dejarlo morir ¿Entiende?
Tragué saliva.
Asentí.
Porque lo único más fuerte que mi miedo… era el juramento que había hecho hace años frente a un auditorio lleno de médicos y familiares: Curar. No dañar. Salvar vidas.
Incluso la de un posible criminal.
Incluso si eso significaba arriesgar la mía.
—Necesitaré un quirófano. Luz. Instrumental. Sutura. Morfina. Antibióticos. Y un anestesista.
La mujer aplaudió despacio, como si yo acabara de hacer un truco de magia.
—Sabía que elegirla a usted era lo correcto.
Mi madre solía decir que nada bueno sucede después de la medianoche. Si tan solo supiera lo cierto que era eso ahora.
Mientras seguía a los hombres por el pasillo interminable de la mansión, sentía cada latido de mi corazón como si me golpeara en las costillas. Mis pasos resonaban sobre los pisos de mármol pulido, y el leve chirrido de las ruedas de la camilla donde yacía el llamado Sr. Reginald se sentía como una alarma que solo yo podía escuchar.
No sabía qué me esperaba… pero jamás habría imaginado esto.
Cuando las puertas dobles al final del pasillo se abrieron, creí que estaba alucinando.
Lo que vi era un quirófano. Un verdadero y completo quirófano. Techos altos, paredes esterilizadas, lámparas quirúrgicas articuladas de alta gama, instrumental quirúrgico de acero perfectamente dispuesto sobre bandejas metálicas, monitores de signos vitales encendidos, y una camilla hidráulica preparada en el centro. El aire tenía ese mismo olor a antiséptico penetrante que uno aprende a amar y odiar durante los años de residencia.
Y sin embargo, no estábamos en un hospital.
Estábamos en una mansión. En medio de la nada. Rodeados de silencio y amenazas.
Me detuve en seco.
—¿Cómo…?— Murmuré, sin esperar realmente una respuesta.
Uno de los hombres me indicó con la cabeza que debía avanzar.
Me sentía como una actriz entrando a un escenario donde no sabía su papel, con un guion que cambiaba cada segundo. Pero avancé.
Me señalaron un vestidor pequeño al costado, con una bata quirúrgica colgada y guantes estériles preparados sobre una bandeja de metal. Me encerré allí por unos segundos más de lo necesario, solo para poder respirar. Me apoyé contra la pared fría y traté de encontrar en mi interior a esa versión de mí misma que se había ganado cada mérito, cada turno, cada cirugía. Tenía que aparecer. Porque si fallaba, no solo iba a perder un paciente. Iba a perder la vida.
Me até el cabello con manos temblorosas, luego lavé mis brazos, mis dedos, mis uñas, con la precisión automática de alguien que ha hecho esto mil veces… pero jamás bajo estas condiciones.
Cuando regresé a la sala, la camilla ya estaba lista, el paciente descubierto del pecho hacia abajo y tres figuras me esperaban.
Un anestesiólogo —alto, delgado, joven, con expresión tensa— manipulaba los tubos y controles del respirador. A su lado, dos enfermeros —una mujer de mediana edad con ojeras profundas, y un hombre con tatuajes en los antebrazos que intentaba ocultar su nerviosismo detrás de una falsa seguridad— preparaban las bandejas con los bisturíes, el electrobisturí y las suturas.
Los saludé con un movimiento de cabeza.
—Buenas noches… —dije y a penas me pude escuchar a mi misma. —Soy la Dra. Rivas.
Ellos asintieron, sin palabras.
El anestesiólogo fue el único que se atrevió a hablar.
—Gabriel.
—Clara— Se animo la enfermera.
—Mateo— Respondió el otro.
Los tres me miraban como si yo fuera su única esperanza… y yo podía ver en sus ojos lo mismo que sentía en mis entrañas: miedo. Miedo real, tangible y pesado como plomo.
Esto no era solo una operación. Esto era una condena suspendida por un hilo quirúrgico.
Entonces, una voz interrumpió el silencio como un cuchillo.
La puerta se abrió, y ahí estaba otra vez la mujer que me habia recibido.
Se acercó apenas un paso, con su silueta recortada por la luz tenue del pasillo detrás de ella.
—Doctora— Dijo con una calma venenosa. —Ese hombre sobre la mesa es mi hijo, mi unico hijo.
Su voz tenía un filo escondido que helaba la piel.
—Si vive, viviremos todos.
Se detuvo.
—Si muere… no habrá puerta, túnel, ni oración que los salve. Ni a usted, ni a los que están aquí.
Dijo esto ultimo y cerró la puerta con un clic seco.
Nadie habló.
Nadie respiró durante unos segundos.
Los monitores pitaban con sus sonidos regulares. El paciente, inconsciente, tenía varias heridas sangrantes en el abdomen, una en el muslo derecho y otra, más preocupante, justo por debajo del esternón, la cual sangraba aún mas, no demasiado, pero lo justo para preocuparme.
Respiré profundo una vez más y miré al equipo.
—Vamos a trabajar rápido y preciso. Gabriel, necesito que mantengas al paciente estable y que ajustes la ventilación a 14 por minuto. Clara, pásame el bisturi y ten listas las pinzas. Mateo, te necesito mas cerca para la succion.
Me miraron. Asintieron.
Por un instante, el miedo se disolvió en la familiaridad del ritual quirúrgico.
—Bisturí— Pedí, y Clara me lo entregó sin vacilar.
Y ahí, bajo las luces blancas, con el pecho agujereado de un desconocido delante mío y la vida de todos en mis manos, recordé que no importaba dónde estaba, ni quién era él.
Era una cirujana.
Y alguien iba a vivir —o morir— por lo que hiciera en los próximos minutos.
Y aunque mis piernas temblaban por dentro…Mis manos seguían firmes.
El bisturí rasgó la piel como si fuese seda mojada.
La primera incisión fue limpia, firme. Como me enseñaron. Como hice cientos de veces… aunque nunca así. Nunca con una amenaza tan literal sobre mi espalda.
—Él....Dicen que es el jefe de la mafia inglesa— Sentencio Mateo sin dejar de succionar. —Van a matarnos a todos, incluso si lo salvamos.
Eso explicaria mucho. El hombre tenía múltiples heridas. Dos balas seguían alojadas en su cuerpo. Una de ellas, posiblemente, había comprometido una arteria.
—Sangrado activo, necesito más compresas— Dije, con el tono exacto entre orden y urgencia.
Clara reaccionó con eficacia. Sus movimientos eran precisos. Estaba entrenada. Pero no era solo entrenamiento… había otra cosa en ella. Había pánico escondido detrás de cada gesto que intentaba controlar. Lo vi en sus dedos temblorosos cuando me pasó las pinzas.
—¿Dónde aprendiste a trabajar así?— Pregunté en voz baja, apenas para romper la tensión.
—Hospital St. James, Londres… hace años. Hasta que…—Vaciló— hasta que me trajeron aquí.
No pregunté más. No podía. No ahora.
—Mateo, sujétame la lámpara, necesito más luz en esta zona— Dije, señalando la herida abdominal.
Él se movió rápido, pero sus ojos no se apartaban del rostro del paciente.
Gabriel, el anestesiólogo, mantenía la vista fija en los monitores.
—Presión bajando. Está perdiendo más sangre de la que calculamos.
—Voy a clipear la arteria. Sostenme aquí.
Las manos de Clara bajaron el separador con precisión. Con mi otra mano inserté la pinza hemostática. Sentí el chorro caliente contra mis guantes justo antes de apretarla. La sangre salpicó mi antebrazo y por un segundo me quede helado observando el monitor.
—Presión estabilizándose— Anunció Gabriel.
Suspiré. No de alivio. Sino para no gritar.
Era una coreografía maldita. Un vals entre la muerte y la ciencia. Y cada paso en falso podía ser el último.
Mientras trabajaba, noté algo que no esperaba. El cuerpo del hombre… estaba lleno de cicatrices. No solo heridas de bala. Viejas, mal cerradas, algunas incluso con signos de haber sido tratadas sin anestesia ni técnica médica. Cortes limpios en patrones extraños. Quemaduras antiguas. Una cicatriz cruzaba desde su ceja hasta su ojo derecho, una línea larga y recta, bajo la clavícula.
—Este hombre… ¿ha sido operado antes?— Pregunté, más para mí que para los demás.
—No lo sabemos— Dijo Mateo, con la voz bajísima.
—¿Hace cuanto que estan aqui? ¿Cómo que no lo saben? No deberían haberles entregado al menos a ustedes el historial medico de este hombre.
Gabriel se giró hacia mí, sin soltar la válvula del respirador.
—Aquí no se hacen preguntas, doctora. Solo se hacen trabajos.
Eso, más que cualquier otra cosa hasta ahora, me dio escalofríos.
Me concentré de nuevo. Identifiqué la bala alojada cerca del intestino delgado. Corté con cuidado, liberé tejido y extraje el proyectil.
Clara me pasó la pinza de sujeción y Mateo limpió el área como si supiera exactamente qué hacer antes de que lo dijera. De seguro era nuevo en esto de trabajar en quirófanos, sin duda. Lo sabía por cómo miraba mis movimientos, como si no los comprendiera del todo, pero los reconociera.
Extraje la segunda bala del muslo, reconstruí el tejido muscular, suturé capa por capa. El tiempo dejó de existir.
Cuando al fin hice el último nudo y retiré los guantes, mis brazos temblaban como si fueran de papel.
Me aparté de la mesa. Clara limpió la sangre del abdomen del paciente y lo cubrió con las sábanas estériles. Gabriel apagó la máquina y ajustó el suero. Mateo comenzó a organizar el instrumental, en silencio.
La habitación estaba en silencio, excepto por el pitido constante del monitor.
Constante.
Rítmico.
Eso significaba que seguía con vida.
—¿Va a vivir?— Preguntó Clara, como si su alma dependiera de mi respuesta.
—Por ahora, sí. —Me quité la mascarilla. Respiré hondo—. Pero lo sabremos con certeza en las próximas doce horas. Necesito antibióticos, monitoreo constante, reposo absoluto y—
La puerta se abrió con un golpe seco.
La mujer.
Aún impecable. Como si la noche y parte de la mañana que llevábamos aquí, no le habían afectado ni un poco. Ni el miedo. Ni la sangre.
—¿Y bien? —preguntó desde la entrada.
—Está vivo. Pero necesita cuidados. No es solo cuestión de haber sacado las balas. Tiene daños internos. Necesita—
—¿Vivirá?
—Sí. Si no hay complicaciones.
Ella asintió. Una sonrisa apenas curvó sus labios, pero no llegó a sus ojos.
—Bien.
Avanzó hasta la camilla. Se inclinó y posó los dedos sobre la frente del hombre inconsciente.
Por primera vez, vi en ella algo más que control y amenaza.
Vi amor.
Amor feroz, brutal y salvaje.
De madre.
Luego, se giró hacia mí.
—Ahora, doctora Rivas… —dijo con voz suave— usted ha hecho su parte.
Hizo una pausa.
—Pero esto no ha terminado.
Y volvió a salir, dejando la puerta abierta esta vez.
Como si me diera a entender que había cruzado un umbral y que ya no había vuelta atrás.
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