Me acuerdo de todo con demasiada claridad. El pueblo donde se crió mi padre parecía perdido en el tiempo, con calles silenciosas y casas de piedra que guardaban secretos antiguos. Cuando llegamos, mi madre y yo, buscando un familiar o un vínculo, nadie parecía reconocer su nombre. Nos miraban con una mezcla de desconfianza y lástima.
Pero entonces, todo se vino abajo. Mi madre no duró mucho. Después del funeral, volví a casa, solo, sintiendo que la tristeza me pesaba más que nunca. La soledad me aplastaba, una sensación tan fría que apenas podía respirar.
Recuerdo el dolor que me atravesó el cuerpo de repente, como si cada fibra de mi ser ardiera y se rompiera al mismo tiempo. Caí de rodillas, incapaz de gritar. El mundo se distorsionó: los colores, los olores, los sonidos, todo era más vivo y salvaje. Mi piel se endureció, mis manos se convirtieron en garras, y cuando traté de hablar, solo un rugido escapó de mi garganta.
Me había convertido en un oso.
No sé cuántos días pasé deambulando por el bosque, perdido, hambriento y asustado. Intentaba cazar, pero no tenía idea de cómo hacerlo. Mi estómago rugía y mi corazón pesaba con el dolor de haberlo perdido todo. El frío de la noche se calaba en mi pelaje, y la desesperación solo crecía.
Entonces, una mañana, mientras vagaba sin rumbo, un lince apareció frente a mí. Mi instinto fue dar un paso atrás, asustado. Su mirada dorada era intensa y penetrante, y me preparé para lo peor. No sabia ni quería pelear.
El lince me miró, ladeando la cabeza como si estuviera… confundido. Me estremecí, y justo cuando pensaba que iba a atacarme, el animal hizo algo que no esperaba: cambió. Su forma se estiró y se retorció, y en cuestión de segundos, un hombre rubio, de mirada felina, estaba de pie frente a mí. Se sentó con calma, apoyándose en un árbol, y me observó.
—No vas a cambiar, ¿verdad? —dijo. Su voz era serena, casi relajada.
Sentí una punzada de ansiedad. ¿Cambiar? Quería responderle, decirle que no sabía cómo, que estaba atrapado en este cuerpo enorme y torpe, pero solo emití un gruñido desesperado.
El hombre alzó una ceja, como si entendiera mi frustración. Sus ojos me escudriñaron, y finalmente suspiró.
—No sabes cómo hacerlo, ¿verdad, niño? —preguntó.
Sacudí la cabeza, o lo intenté, esperando que comprendiera.
—De acuerdo, tranquilízate —dijo, su tono más amable ahora—. Me llamo Tobías. Escucha con atención. Tienes que concentrarte. Piensa en tu forma humana, en cómo era estar en tu cuerpo. Siente cada detalle.
Lo miré, tratando de no desesperarme más. Cerré los ojos, buscando dentro de mí cualquier chispa de lo que había sido. La voz de Tobías me guiaba, firme pero paciente, y me aferré a esa esperanza, intentando recordar mi verdadero yo.
Tardé unos largos minutos, pero finalmente lo logré. Mi cuerpo tembló y se contrajo, y de repente, estaba en mi forma humana otra vez. El frío me golpeó de inmediato; estaba desnudo, avergonzado y aún sintiendo la tristeza arrastrándome hacia abajo. Me acurruqué, tratando de cubrirme como podía, sintiéndome más vulnerable que nunca.
—Respira —me dijo Tobías, con una calma que parecía imposible en ese momento—. Cálmate. Al principio, los cambios dependen de tus emociones. Más adelante podrás controlarlos a voluntad.
No quería escucharle. No quería pensar en eso. Me acurruqué más, sintiendo las lágrimas correr por mi rostro. No podía contenerlas. Todo me abrumaba: el dolor, la pérdida, el miedo. Tobías se acercó un poco más, pero mantuvo una distancia prudente.
—¿Cómo llegaste aquí? —me preguntó, con voz suave.
Me tomó un momento, pero entre sollozos empecé a contarle todo. Le hablé de mi madre, de mi padre, del funeral, de cómo nadie conocía a mi familia aquí y de cómo todo se había derrumbado tan rápido. Tobías escuchaba en silencio, asintiendo de vez en cuando, con la mirada seria.
—¿Por qué me pasó esto? —pregunté finalmente, la desesperación desbordándose—. ¿Por qué soy así?
Tobías me miró con una comprensión que me hizo sentir que había algo más, algo que no sabía. Sus ojos se entrecerraron un poco mientras parecía pensar.
—Derek, ¿no? —me llamó y yo asentí, incapaz de hablar mas del dolor que sentia.
—Bien, es evidente que nadie te ha explicado nada de esto, ¿verdad? —dijo finalmente—. No eres un original. Alguien en tu familia te heredó esta habilidad.
Se inclinó un poco, mostrando su hombro, donde un extraño símbolo estaba marcado en su piel
— ¿Cuál de tus padres tenía algo similar?
Lo miré, perplejo, y murmuré con voz apagada:
—Mi padre.
—¿Te habló alguna vez de esto? —preguntó Tobías, con curiosidad.
Negué con la cabeza, sintiéndome más perdido aún. Tobías suspiró y asintió.
—Supongo que iba a decírtelo en algún momento. Tú también tienes esa marca. No hay una edad exacta para que te transformes por primera vez. Algunos lo hacen cerca de los veinte, otros a los doce. No sé a qué se debe exactamente, pero… ahora eres uno de nosotros.
Intenté asimilar lo que me decía mientras él empezaba a explicarme más sobre nuestra naturaleza. Me guió por el bosque, señalando el camino mientras yo caminaba, incómodo, usando mis manos para taparme lo mejor que podía. Tobías notó mi incomodidad y sonrió, como si todo esto le resultara divertido.
—Nos acostumbramos a andar así después de una transformación —bromeó, mientras se subía ágilmente a un árbol cercano. Desde una rama alta, sacó una bolsa de lona y me lanzó un pantalón corto—. Aquí, ponte esto.
Me lo puse torpemente, agradecido y todavía confuso. Tobías también se cambió, ajustándose otro pantalón, y me miró con una sonrisa.
—Esta zona es interesante —dijo, su voz tomando un tono más serio—. Hay tres grupos de cambiaformas: osos, lobos y linces. Los osos, como tú, se llevan bien con casi todos. Pero los lobos y los linces… bueno, somos como perros y gatos. Pueden ser cordiales, pero no siempre se soportan.
Lo miré, tratando de procesar todo. Había más como yo. No estaba solo, pero todavía me sentía perdido en este mundo nuevo que apenas comenzaba a comprender.
La cabaña de Tobías estaba oculta entre los árboles, con un techo cubierto de musgo y paredes de madera oscura que parecían haber sido esculpidas por la misma naturaleza. Me invitó a entrar, y el calor del fuego en la chimenea me envolvió, alejando el frío que había sentido durante días. Me tendió un plato con algo de comida: pan recién hecho, carne ahumada y un plato con sopa humeante. Me senté en una silla, sintiéndome torpe y sin saber si agradecerle o quedarme en silencio.
—Come —dijo Tobías, sentándose frente a mí—. Te hará bien.
Comí despacio, saboreando cada bocado. Cuando terminé, él me guió a una cama sencilla pero cómoda, cubierta con pieles suaves. Me dejé caer, sintiendo cómo el cansancio me arrastraba, pero Tobías no había terminado de hablar.
—Quiero explicarte algo, muchacho —dijo, y su voz se suavizó—. ¿Sabes cómo nacieron los cambiantes?
Negué con la cabeza, y él continuó, con los ojos fijos en las llamas.
—Un original… —hizo una pausa, como si saboreara las palabras—. Un original es un guerrero. Alguien que arriesga todo y se sacrifica. En su último suspiro, cuando la vida está por abandonarlo, la esencia de un animal lo llena. Le da fuerza, una última oportunidad de seguir adelante.
Me quedé en silencio, intentando entender el peso de lo que me estaba contando. Tobías me observaba con esos ojos que parecían ver más allá de las palabras.
—Dime, muchacho —me preguntó de repente—, cuando me viste como lince y te diste cuenta de que no iba a atacarte… ¿qué sentiste?
Lo pensé un momento, rebuscando entre la confusión y el miedo que todavía sentía.
—No lo sé… —dije al fin—. Era algo raro. No era miedo, pero tampoco era… tranquilidad.
Tobías sonrió apenas, asintiendo.
—Pronto aprenderás a sentir y a diferenciar. Tu instinto irá afinándose, y sabrás en quién confiar.
Me mordí el labio, bajando la mirada. Todo esto era demasiado, y mi pecho se apretó con la misma sensación de desamparo que me había acompañado durante días.
—¿Tienes a dónde volver? —preguntó, su voz suave, pero directa.
Negué con la cabeza.
—Con mi madre alquilábamos un sitio. Pero… ahora no sé. Se suponía que este sería mi último año de estudios, pero… —La frase quedó colgando en el aire, y sentí el nudo en mi garganta.
Tobías me miró con un toque de compasión, pero también con una firmeza que me hizo sentir un poco menos perdido.
—Descansa —me dijo, levantándose de la silla—. Mañana iremos al pueblo a por tus cosas.
Me acomodé en la cama, cerrando los ojos mientras el calor del fuego y el agotamiento me arrastraban hacia el sueño. Esa noche soñé con osos. No era una pesadilla, como las que había tenido desde que mi madre murió. No. Soñé con un bosque amplio y un río cristalino, y el peso del miedo se desvaneció por un tiempo. Me sentí, por primera vez en días, tranquilo.
La mañana llegó con la luz del sol filtrándose entre las copas de los árboles, y antes de darme cuenta, estábamos en la camioneta de Tobías, abriéndonos camino hacia el pueblo. El motor rugía mientras él conducía por el sendero de tierra, y yo me esforzaba por asimilar todo lo que me había dicho la noche anterior. Me sentía todavía adormilado, como si mi mente no hubiera despertado del todo del extraño sueño con los osos.
—Los lobos y los osos viven en manadas —me explicó Tobías, sin apartar la vista del camino—. Muy unidos, con jerarquías claras. Los linces, en cambio, preferimos vivir en grupos más pequeños, pero nos reunimos periódicamente. —Hizo una pausa y me lanzó una mirada divertida—. Y a diferencia de los lobos, que tienen un alfa o líder natural como si fuera un derecho de nacimiento, nosotros escogemos a nuestros líderes.
Noté el tono burlón en su voz y no pude evitar una pequeña sonrisa, aunque todavía sentía un nudo de incertidumbre en mi pecho. Tobías continuó:
—Mira, puedes quedarte conmigo el tiempo que necesites o todo el tiempo que quieras. Pero… sería bueno que vayas a donde los osos. Tal vez no para vivir con ellos, pero sí para conocerlos. Yo soy un lince, después de todo. No puedo enseñarte a ser un oso.
Asentí, aunque la idea de estar con otros osos me asustaba un poco. No sabía si podría encajar en algún lugar más.
Llegamos al pueblo, y las miradas que recibimos me recordaron las veces anteriores que había estado allí con mi madre. Ahora, sin ella, esas miradas parecían todavía más pesadas. Recogí mis pertenencias del lugar donde habíamos estado viviendo. Las cosas de mi madre las guardé con cuidado en cajas, cada objeto un recordatorio de lo que había perdido. Tobías me ayudó a llevarlas a un pequeño almacén que tenía en el pueblo. Mientras trabajábamos, me di cuenta de algo.
—¿Tienes un negocio aquí? —pregunté, sintiéndome un poco sorprendido.
—Sí, pero la mayoría de los cambiantes de la zona tienen sus negocios o viven en el pueblo vecino —me explicó. La forma en que lo dijo, como si fuera algo cotidiano, me hizo darme cuenta de lo poco que sabía de este mundo al que ahora pertenecía.
Pensé en mi padre, en las veces que me había hablado de este lugar pero sin darme ningún detalle. ¿Pudo haber sido uno de esos osos?
—¿Crees que mi padre pudo ser de ese grupo de osos y trabajar en este pueblo como tú? —le pregunté, esperando que tuviera alguna respuesta.
Tobías frunció el ceño, como si intentara recordar algo perdido en el tiempo.
—No lo sé —admitió, pero luego me miró, sus ojos felinos llenos de una sabiduría antigua—. Los cambiaformas no somos inmortales, pero vivimos mucho tiempo.
—¿Qué tan largo es “mucho tiempo”? —pregunté, la curiosidad venciendo mi cansancio.
—Un original puede vivir cuatrocientos, incluso quinientos años. Nosotros, los descendientes, unos doscientos o trescientos —respondió Tobías—. Yo tengo casi setenta años.
Lo miré incrédulo, sorprendido por lo joven que parecía. No le habría dado más de veinticinco años.
—¿Casi setenta? —repetí, sin poder creerlo.
Tobías sonrió, divertido por mi reacción.
—Sí, así es. ¿Y tu padre? ¿Cuántos años parecía tener cuando lo viste por última vez?
Saqué una foto de mi mochila, una de las pocas que tenía de él. Era de cuando yo era muy pequeño. Se la mostré a Tobías.
—Ese fue el año en que murió. Pero desde que tengo memoria, siempre se veía como si tuviera treinta y pocos años —expliqué.
Tobías miró la foto, asintiendo como si algo empezara a tener sentido.
—Debe haber tenido cerca de cien años, entonces —dijo, con una seriedad que me hizo sentir como si una puerta se abriera lentamente hacia el pasado de mi padre, un pasado que nunca conocí del todo.
Al volver a la cabaña de Tobías, noté más detalles que antes, ahora que mi mente estaba un poco más clara. Por fuera, su casa tenía un aire rústico que encajaba perfectamente con la parte final del bosque. Parecía como si la madera y la piedra de la cabaña hubieran brotado del mismo suelo, pero al cruzar la puerta, todo era distinto. Había detalles de modernidad: una cocina bien equipada, luces suaves que iluminaban el espacio y una sala acogedora con muebles que parecían recién comprados.
Me llevó a la habitación que sería mía por el momento. Había una cama cómoda, y sobre ella, una manta gruesa que parecía hecha de piel. La observé un momento y, sin poder evitarlo, pregunté:
—¿Es… piel de verdad?
Tobías, que estaba apoyado en el marco de la puerta, se echó a reír.
—No, no es piel natural. Es sintética, pero da la sensación de abrigo, como tu propia piel de oso. —Se encogió de hombros—. Los primeros cambios y regresos a tu forma humana pueden dejarte sintiéndote extraño. La manta ayuda. O… podrías optar por la otra opción: que duerma a tu lado en mi forma de lince.
—La manta está bien —respondí rápidamente, y Tobías rió aún más fuerte, su risa resonando por la cabaña.
Me dejé caer en la cama, el cansancio todavía tirando de mí, pero ahora con un calor más reconfortante. Tobías se acercó y me miró con algo de seriedad.
—Mañana hablaremos de la escuela y esas cosas —dijo, y pude notar que realmente le preocupaba mi situación.
—¿Por qué eres así de… amable conmigo? —le pregunté, sintiendo que la pregunta me salía sin pensar.
Era un chico al que apenas conocía, y sin embargo, me había ayudado sin dudarlo. Era algo que no había esperado. Tobías se cruzó de brazos y me observó, como si considerara la mejor forma de responder.
—No voy a decirte que todos los cambiaformas somos buenos. Hay buenos y malos, igual que los humanos. Pero nuestro instinto básico nos ayuda a saber en quién confiar.
—¿Entonces…? —Me senté un poco más en la cama, intrigado—. ¿Puedo usar mi instinto para saber quién es bueno o malo?
Tobías negó con la cabeza, con una expresión pensativa.
—Tu instinto te llevará hacia personas como tú. Si tu naturaleza es mala, terminarás usando ese instinto para rodearte de gente que también lo es. —Sus ojos se encontraron con los míos, y hubo un destello de seriedad en su mirada—. Así que cuida tu corazón, muchacho. Y además… —Hizo una pausa, y una sonrisa astuta volvió a sus labios—. Ya te he dicho que los linces y los osos nos llevamos bien. Siempre es bueno tener un oso amigo.
Su comentario me hizo sonreír, y por un momento, la tristeza y el miedo se desvanecieron un poco. Puede que estuviera perdido en un mundo que apenas empezaba a conocer, pero al menos no estaba completamente solo.
Estábamos desayunando, y la comida tenía un sabor diferente en esta casa, como si el aire del bosque le añadiera algo especial. Tobías había comenzado a hablarme de la escuela, explicando que empezaría las clases cuando comenzara el semestre.
—Si logras controlar tus cambios de forma antes —dijo—, podrías entrar a mitad de curso. Pero necesitas asegurarte de que no te transformes por accidente, ¿entiendes?
Lo entendí de inmediato. La última cosa que quería era cambiar a mitad de clase, o peor, regresar a mi forma humana y quedarme desnudo en medio del gimnasio. Solo pensar en ello me hizo sonrojarme.
Mientras masticaba un pedazo de pan, sentí un escalofrío recorrer mi espalda. Era como si una energía diferente hubiera entrado en el aire. Me volví hacia la puerta, desconcertado.
Tobías se levantó, revolviéndome el cabello como un hermano mayor fastidioso.
—Lo que acabas de sentir es un lobo —me dijo con una sonrisa—. Recuerda esa sensación. Con el tiempo, sabrás diferenciarnos y reconocer quién es quién sin necesidad de vernos.
Me puse de pie, los nervios despertándose en mi pecho. Sabía que linces y lobos no se llevaban precisamente bien, y mis pensamientos se agitaron. Tobías, sin embargo, parecía más entretenido que preocupado. Caminó hasta la puerta y la abrió, llamando en un tono burlón.
—¡Ven, cachorrito! ¿Quién quiere un hueso, eh?
El hombre que apareció en el umbral frunció el ceño, mirándolo con irritación. Era alto, con el cabello castaño desordenado y una presencia que imponía.
—Muy gracioso, gato —gruñó el hombre.
Tobías se encogió de hombros, sonriendo ampliamente.
—Oh, vamos, Dean. Es un clásico. Nunca falla.
Dean, el lobo, le dio tres palmadas ruidosas en la espalda, y el golpe sonó como si hubiese sacudido los cimientos de la cabaña.
—¿Y dónde está tu bola de pelos? —dijo Dean, con una sonrisa divertida.
Miré la escena, sintiéndome completamente perdido. Tobías, con una sonrisa, me presentó al lobo.
—Derek, este es Dean. Un amigo lobo.
Sin pensar, solté lo que tenía en mente.
—¿No se supone que ustedes dos se llevan como perros y gatos?
Dean soltó una carcajada, mientras Tobías sonreía con los ojos llenos de diversión.
—Algo así —respondió Dean, encogiéndose de hombros—. Pero somos civilizados. Y además, es más divertido burlarse los unos de los otros que pelear.
Tobías añadió, como si esto fuera un asunto cotidiano:
—Claro, a veces hay rencillas o algún golpe por aquí y por allá, pero respetamos los acuerdos.
Tobías me miró y explicó por qué había llamado a Dean.
—Pensé que sería bueno que conocieras a otro cambiaformas. Así puedes ver que no somos monstruos ni nada parecido. Solo somos humanos con un toque animal.
Dean rodó los ojos como si estuviera acostumbrado a esas explicaciones, pero luego me miró con una sonrisa franca.
—Tobías me contó un poco de tu situación. —Se estiró como un lobo que acaba de despertarse—. Voy a enseñarte cómo transformarte y volver a tu forma humana.
—¿Por qué no Tobías? —pregunté, sin entender por qué no podía ser él quien me ayudara.
Tobías se estiró a su vez, con el aire relajado de siempre.
—Los gatos somos más… tranquilos. Es fácil para nosotros concentrarnos. Los lobos, en cambio, son como cachorros. Se distraen, se estresan, se sobreexcitan. Pero tú eres un oso, un término medio, así que ¿quién mejor que un lobo emocional para enseñarte? —Soltó una risa ligera—. Será todo un espectáculo.
Dean puso los ojos en blanco, pero había una sonrisa en su rostro.
—Vamos a ver si sobrevives a esto, chico.
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